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Maggie se miró la mano; después, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Está en el fondo del río Charles.

– ¿Cómo? -sin verle los ojos, no sabía si estaba bromeando.

– Hace un año, más o menos, sacamos un cadáver del río. El agua estaba muy fría; el anillo resbaló de mi mano sin que me diera cuenta.

Mantuvo la mirada al frente, y él la imitó. La oscuridad crecía, y podía ver el reflejo de Maggie en el cristal. Ella seguía pensando en la conversación que había mantenido con su marido. Se preguntó cómo sería el hombre que, en algún momento, había conquistado el corazón de Maggie O'Dell. ¿Pecaría de esnob e intelectual? Nick estaba casi seguro de que no veía el fútbol, de que ni siquiera le gustaban los Packers.

– ¿No la sustituíste por otra?

– No. Creo que, inconscientemente, comprendí que todo lo que debía simbolizar había desaparecido mucho antes de que se cayera al río.

– ¡Tío Nick! -gritó Timmy. Entró corriendo en el salón y saltó a los brazos de su tío, que lo estrechó con fuerza y dio vueltas con él mientras sus piernecitas amenazaban con derribar los adornos desperdigados por el salón.

– ¡Cuidado! -chilló Christine desde el umbral. Después, se dirigió a Maggie-. Es como tener dos niños en casa.

Nick dejó a Timmy en el suelo y desplegó una sonrisa forzada mientras se enderezaba y absorbía el dolor que le recorría la espalda. Dios, cómo aborrecía aquellos recordatorios físicos de que se estaba haciendo viejo.

– Maggie, éste es mi hijo, Timmy. Timmy, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.

– Entonces, ¿eres una agente del FBI, como Mulder y Scully en Expediente X?

– Sí, pero no persigo a extraterrestres. Aunque algunas de las personas sobre las que investigo dan mucho miedo.

A Nick siempre lo asombraba el efecto que producían los niños en las mujeres. Deseaba poder embotellarlo. Maggie se recogió el pelo detrás de la oreja y sonrió. Sus ojos centelleaban. Todo su semblante pareció relajarse.

– Tengo unos pósters de Expediente X en mi cuarto. ¿Quieres verlos?

– Timmy, la cena ya está casi lista.

– ¿Tenemos tiempo? -le preguntó Maggie a Christine.

Timmy esperó a que su madre dijera que sí; después, le dio la mano a Maggie y se alejó con ella por el pasillo.

Nick no dijo nada hasta que no los perdió de vista.

– Me alegro de que esté aprendiendo del maestro. Aunque a mí nunca se me ha ocurrido usar el viejo truco de: «¿Te gustaría ver mis pósters de Expediente X?».

Christine puso los ojos en blanco y le arrojó un paño de cocina.

– Anda, ven a ayudarme. Y tráeme a mí también una copa de vino.

Maggie detestaba reconocer que nunca había visto Expediente X. Su estilo de vida le dejaba muy poco tiempo para la televisión o el cine. A Timmy, sin embargo, no pareció importarle. Una vez en su cuarto, presumió de todo, desde las maquetas de Starship Enterprise hasta su colección de fósiles. Uno, dijo con convicción, era un diente de dinosaurio.

La pequeña habitación estaba atestada de objetos. Un guante de béisbol colgaba del poste de la cama. La colcha de Parque Jurásico cubría unos bultos que debían de ser pijamas a juego. En una rinconera, un viejo microscopio sujetaba libros como El rey Arturo, Galaxia de estrellas o Enciclopedia de cromos de béisbol del coleccionista. Las paredes quedaban ocultas por una capa de pósters variopintos, incluido el de Expediente X, otro de los Cornhuskers de Nebraska, StarTrek, Parque Jurásico, y Batman. Maggie recorrió todo con la mirada, no como una agente del FBI sino como una niña de doce años a la que le habían robado aquella parte de su infancia.

Entonces, recordó su conversación con Greg. Le costaba desprenderse de la tensión; la había acusado de descuidar a su propia madre. Maggie le había recordado que era ella la licenciada en psicología. Daba igual. Todavía estaba furioso porque hubiera echado a perder su aniversario y se aferraba a aquel enojo como si fuera un trofeo. ¿Cómo había podido degenerar tanto su relación?

Timmy volvió a darle la mano para conducirla a su cómoda y señalarle el caparazón vacío de un cangrejo cacerola.

– Mi abuelo me la trajo de Florida. Mis abuelos viajan mucho. Puedes tocarla, si quieres.

Maggie deslizó el dedo por la superficie lisa, y reparó en una fotografía colocada detrás del cangrejo. Unas dos docenas de niños con camisetas y pantalones a juego ocupaban el interior de una canoa y el muelle situado detrás. Reconoció al niño de la parte delantera de la canoa y levantó la foto con cuidado de no mover el caparazón. Era Danny Alverez.

– ¿De qué es esta foto, Timmy?

– ¿Ésa? Del campamento de la parroquia. Mi madre me obligó a ir. Pensé que me echaría a perder el verano, pero fue divertido.

– ¿No es este niño Danny Alverez? -lo señaló, y Timmy se fijó un poco más.

– Sí, es él.

– Entonces, ¿lo conocías?

– Sólo de vista. Él estaba en las cabañas Petirrojo; yo, en las Gordolobo.

– ¿No iba a tu iglesia? -examinó los demás rostros.

– No, creo que iba a la iglesia y al colegio que están cerca de la base aérea. ¿Quieres ver mi colección de cromos de béisbol? -ya estaba hurgando en los cajones de la mesilla.

Maggie quería averiguar más cosas sobre el campamento de la parroquia.

– ¿Cuántos niños erais?

– No lo sé. Muchos -dejó una caja de madera sobre la cama y empezó a sacar cromos-. Vienen de todas partes, de iglesias diferentes de todo el condado.

– ¿Sólo es para niños?

– No, también hay niñas, pero su campamento está al otro lado del lago. Por aquí tengo uno de Darryl Strawberry cuando era novato -removió los montones que había desperdigado sobre la cama.

Había dos adultos en la fotografía. Uno era Ray Howard, el conserje de Santa Margarita; el otro, un hombre alto y apuesto, con pelo negro rizado y cara aniñada. Tanto él como Howard llevaban camisetas grises con las palabras «Santa Margarita» escritas delante.

– Timmy, ¿quién es este hombre de la foto?

– ¿Ése? El padre Keller. Es genial. Este año soy uno de sus monaguillos. No todos los niños pueden serlo. Es muy exigente.

– ¿Cómo de exigente? -se cercioró de parecer interesada, no alarmada.

– No lo sé. Se asegura de que somos de fiar y cosas así. Nos trata de forma especial, como para recompensarnos por ser buenos monaguillos.

– ¿En qué consiste su trato especial?

– Va a llevarnos de acampada este jueves y viernes. Y, a veces, juega al fútbol con nosotros. Ah, y cambia cromos de béisbol. Una vez le cambié uno de Bob Gibson por otro de Joe DiMaggio.

Maggie ya estaba dejando la foto en la cómoda cuando otro rostro le llamó la atención. El corazón empezó a latirle con fuerza. En el muelle, medio oculto detrás de un chico más corpulento, Matthew Tanner asomaba su pequeño rostro pecoso.

– Timmy, ¿te importaría prestarme esta foto unos días? Prometo devolvértela.

– Bueno. ¿Llevas pistola?

– Sí -Maggie trató de disimular su nerviosismo. Con cuidado, extrajo la fotografía del marco y reparó en el leve temblor que le había transmitido a los dedos la repentina subida de adrenalina.

– ¿Llevas una ahora?

– Sí.

– ¿Puedo verla?

– Timmy -los interrumpió Christine-. Es hora de cenar; tienes que lavarte las manos -lo esperó con la puerta abierta y le dio un azote con el paño de la cocina cuando el niño salía. Mientras, Maggie se guardó la fotografía en el bolsillo de la chaqueta sin que Christine se diera cuenta.

Después de la cena, Nick insistió en que Timmy y él fregaran los platos. Christine sabía que lo hacía para quedar bien delante de Maggie, pero decidió aprovechar la generosidad momentánea de su hermano pequeño.