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Las dos mujeres se retiraron al salón, desde donde apenas se oía la animada conversación sobre el equipo de fútbol de Nebraska. Christine dejó las tazas de café en la mesa de cristal deseando que Maggie se sentara y se relajara. «Deja de ser la agente O'Dell unos minutos», quería gritarle. La había notado inquieta durante la cena y, en aquellos momentos, no paraba de dar vueltas. Tenía las pilas cargadas, aunque parecía agotada, y se distraía con facilidad.

– Ven a sentarte -dijo Christine finalmente, y dio una palmada al sofá, a su lado-. Tengo fama de no parar quieta, pero creo que tú me ganas.

– Perdona. Llevo demasiado tiempo entre asesinos y cadáveres y creo que he perdido los modales.

– Tonterías. Llevas demasiado tiempo con Nicky, nada más.

Maggie sonrió.

– La cena estaba deliciosa. Hacía tiempo que no disfrutaba de una comida casera.

– Gracias, pero he perdido práctica. Era ama de casa hasta que mi marido decidió que le gustaban las recepcionistas de veintitrés años.

Cuando Maggie cruzó el salón para sentarse, escogió la butaca en lugar de sentarse con ella en el sofá. Christine quería decirle a Maggie que no se trataba de malos modales sino de eludir la intimidad a toda costa. Era fácil de reconocer; ella también lo hacía. Desde que Bruce se había ido, había mantenido las distancias con todo el mundo, con la excepción de su hijo.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Platte City?

– El que sea preciso.

No era de extrañar que su matrimonio estuviera en crisis. Como si le hubiera leído el pensamiento, Maggie le explicó:

– Por desgracia, componer el perfil de un asesino lleva tiempo. Estar en su entorno, en su ambiente, ayuda bastante.

– He indagado un poco sobre ti, espero que no te importe. Tienes un historial impresionante: licenciatura en psicología criminal y estudios premédicos, un máster en psicología del comportamiento y beca de estudios forenses en Quantico. Ocho años en el FBI y ya eres una de las primeras expertas en perfiles de asesinos en serie. Si no he calculado mal, no tienes más que treinta y dos años. Debes de estar orgullosa… de haber logrado tanto en tan poco tiempo.

– Supongo que sí, que debería sentirme orgullosa -dijo Maggie, pero lejos de reflejar satisfacción, su mirada parecía atormentada. Aun así, no dio más explicaciones.

– Nicky no lo reconocería, pero sé que agradece tenerte aquí. Todo esto es bastante nuevo para él. Estoy segura de que no imaginaba un horror como éste cuando mi padre lo convenció de que se presentara para sheriff.

– ¿Tu padre lo convenció?

– Iba a jubilarse. Hacía tantos años que era sheriff que no soportaba no ver a otro Morrelli ocupando su puesto.

– Pero ¿y Nick?

– Estaba enseñando en la facultad de Derecho, en la universidad. Creo que le gustaba -Christine se interrumpió. No estaba segura de comprender la relación compleja que existía entre su padre y Nick, y mucho menos de poder explicársela a una tercera persona.

– Tu padre debe de ser un hombre extraordinario -dijo Maggie con sencillez, sin sorpresa ni acusación.

– ¿Por qué lo dices? -Christine la miró con recelo, preguntándose qué le habría contado Nick.

– Para empezar, prácticamente capturó a Ronald Jeffreys él solo.

– Sí, fue todo un héroe.

– También parece ejercer una fuerte influencia sobre Nick y las decisiones que toma.

Sí, sabía algo más. Christine se sirvió un poco más de café, tomándose su tiempo con la leche.

– Creo que nuestro padre sólo quiere que Nick tenga todas las oportunidades que él nunca tuvo.

– ¿Y tú?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No quiere esas mismas oportunidades, esas mismas cosas, para ti?

Christine debía reconocer que O'Dell era buena. Allí estaba, sentada en la butaca de Christine, tomando café y sonsacándole información con mucha calma.

– Quiero a mi padre, aunque sé que es un poco machista. Cualquier cosa fuera de lo normal que yo hiciera lo impresionaba; era chica. Nicky, por el contrario, lo tenía más difícil. Tenía que estar constantemente superándose a sí mismo, tanto si quería como si no. Supongo que, en parte, es por eso por lo que se pone hecho una furia conmigo.

– No, suele ser por lo bocazas que eres -Nick las sobresaltó desde el umbral. Timmy estaba de pie junto a su tío, sonriendo como si estuviera a punto de participar en algo que su madre, en circunstancias normales, censuraría.

Sonó el teléfono, y Christine se levantó con ímpetu. «Salvada por la campana», pensó. Atravesó el salón y descolgó antes del tercer timbrazo.

– ¿Sí?

– ¿Christine? Soy Hal. Perdona que te moleste, ¿está Nick por ahí? -había interferencias. Christine oyó un zumbido, un motor; Hal llamaba desde su coche.

– Sí. Y te debo una, creo que me has salvado de la quema -miró a Nick y le sacó la lengua, haciendo reír a Timmy y echar humo a Nick.

– Eso estaría bien… poder salvar a alguien de la quema -los ruidos no ocultaban la angustia de su voz.

– Hal, ¿te encuentras bien? ¿Qué ocurre?

– ¿Podría hablar con Nick, por favor?

Antes de que Christine pudiera añadir algo más, Nick ya estaba quitándole el teléfono. Se entretuvo cerca de la mesa hasta que Nick la espantó con una mirada.

– Hal, ¿qué pasa? -les dio la espalda y escuchó-. No permitas que nadie toque nada -el pánico estalló en su voz, unido a la urgencia. Maggie reaccionó poniéndose rápidamente en pie. Christine le puso las manos a Timmy en los hombros.

– Timmy, ve a ponerte el pijama.

– Mamá, todavía es pronto.

– Timmy… -el pánico de su hermano era contagioso. El niño se alejó hacia la escalera.

– Hablo en serio, Hal -a continuación, era la furia la que camuflaba el pánico. A Christine no la engañaba; lo conocía demasiado bien-. Acordona la zona, pero no dejes que nadie toque nada. O'Dell está aquí conmigo. Llegaremos dentro de unos quince o veinte minutos -cuando se dio la vuelta, buscó rápidamente los ojos de Maggie mientras colgaba.

– Cielos, han encontrado el cuerpo de Matthew, ¿verdad? -Christine dijo sólo lo que parecía evidente.

– Christine, te lo juro, si publicas una sola palabra… -el pánico y el enojo amenazaban con transformarse en ira.

– La gente tiene derecho a saberlo.

– No antes que su madre. ¿Tendrás, al menos, la decencia de esperar… por su bien?

– Con una condición…

– Por Dios, Christine, ¡escúchate! -le espetó con tanta ira que la obligó a retroceder.

– Prométeme que me llamarás para darme vía libre. ¿Es mucho pedir?

Nick movió la cabeza con desagrado. Christine miró a Maggie, que esperaba junto a la puerta, sin querer interponerse por segunda vez entre hermano y hermana. Después, volvió a mirar a Nick.

– Vamos, Nicky. No querrás que acampe en el porche delantero de la casa de Michelle Tanner, ¿no? -sonrió, sólo para hacerle saber que no hablaba en serio.

– No te atrevas a decírselo a nadie ni a publicar ni una sola palabra hasta que yo no te llame. ¡Y aléjate de Michelle Tanner! -batió un dedo con furia ante su rostro y salió dando zancadas.

Christine esperó a que las luces del Jeep desaparecieran por la esquina del final de la calle. Descolgó y marcó la tecla de la última llamada recibida. Sonó sólo una vez.

– Ayudante Langston.

– Hal, hola, soy Christine -antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, se adelantó-. Nicky y Maggie acaban de salir. Nicky me pidió que siguiera llamando a George Tillie. Ya sabes, hay días que no lo despertaría ni una Tercera Guerra Mundial.

– ¿Ah, sí? -la pregunta estaba cargada de recelo.

– No recuerdo el lugar exacto; ya sabes, para decírselo a George.

Silencio. Maldición, sospechaba de ella. Christine se arriesgó.

– Está saliendo de la carretera de la Vieja Iglesia…