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– Eso es -Hal parecía aliviado-. Dile a George que siga un kilómetro y medio después de la señal del parque estatal. Puede dejar el coche en el pasto de Ron Woodson, en lo alto de la colina. Verá los faros en los árboles. Estaremos cerca del río.

– Gracias, Hal. Sé que puede parecer insensible por mi parte pero, por el bien de Michelle, sigo confiando en que se trate de un vagabundo y no de Matthew.

– Sé lo que quieres decir. Pero no hay duda, es Matthew. Tengo que dejarte. Dile a George que tenga cuidado bajando la ladera.

Christine esperó a oír el clic y, después, marcó el número de teléfono de la casa de Taylor Corby.

La ligera capa de nieve refulgía a la luz de los faros del Jeep. Aparcaron en una ladera que daba al río. Unos focos luminosos iluminaban el cúmulo de árboles que había debajo, creando sombras inquietantes, fantasmas de brazos larguiruchos que se mecían al viento.

La temperatura había descendido notablemente en el transcurso de las últimas dos horas. Maggie notaba el frío traspasándole la chaqueta de lana con pequeños cortes afilados. No se le había ocurrido guardar un abrigo en la maleta. Hasta Morrelli tiritaba bajo la chaqueta vaquera. A los pocos segundos de salir del Jeep, tenía copos de nieve prendidos en las pestañas, el pelo y la ropa, que agravaban el frío con la humedad. Para colmo de males, debían recorrer a pie unos cuatrocientos metros. Después de contaminar el lugar del crimen del caso Alverez, Morrelli estaba excediéndose en las medidas de precaución y había dado instrucciones a sus agentes y ayudantes de que establecieran un perímetro muy amplio. Un perímetro que guardaban como centinelas militares.

La maleza era espesa. El barro había empezado a congelarse, creando una capa crujiente. Había una estrecha senda que serpenteaba entre los árboles, y Nick encabezaba la marcha, partiendo ramas. Las que se le escapaban sacudían a Maggie en la cara, pero el frío la había insensibilizado tanto que ya no sentía el contacto.

Las raíces de los árboles sobresalían por debajo de la tierra, y Maggie tropezó en una ocasión. El descenso final a la orilla del río era pronunciado, y tuvieron que agarrarse a ramas, raíces de árboles, plantas trepadoras, cualquier cosa que pudiera sostenerlos. En la ribera, las espadañas y la hierba alta separaban el bosquecillo del agua. Hal fue a su encuentro, y Maggie reparó en el blanco lechoso que había adquirido su tez, normalmente rubicunda. Tenía los ojos llorosos, la actitud silenciosa. Maggie ya lo había visto otras veces: el asesinato de un niño enmudecía momentáneamente a los hombres. Hal los condujo al lugar del crimen mientras Nick le hacía preguntas y él contestaba con inclinaciones de cabeza.

– Bob Weston va a enviar un equipo forense del FBI para recoger pruebas. Nadie más puede traspasar el cordón, nadie. ¿Me has entendido, Hal?

De pronto, Hal se detuvo y señaló. Al principio, Maggie no vio nada. El lugar estaba tranquilo y silencioso a pesar de la presencia de más de dos docenas de agentes desperdigados por el bosquecillo. Los copos de nieve bailaban como luciérnagas a la luz dura de los enormes focos. Entonces, vio el pequeño cuerpo blanco bordeado de sangre en el lecho de hierba coronada de nieve. Tenía el pecho tan pequeño que la equis dentada se extendía desde la base del cuello hasta la cintura. Los brazos yacían a los costados, con los puños cerrados. No había sido preciso atar a aquel niño, demasiado pequeño para representar una amenaza para el asesino.

Dejó a los dos hombres y se acercó despacio, con reverencia. Sí, habían lavado el cuerpo. Se arrodilló a su lado y le quitó con suavidad la nieve de la frente. Sin inclinarse hacia delante, vio la mancha de líquido aceitoso. Le cubría los labios azulados y había otra marca similar entre las aspas de la equis, por encima del corazón.

Parecía tan frágil, tan vulnerable, que quería cubrirlo, protegerlo de la nieve que refulgía sobre su piel gris, cubriendo los cortes y las heridas abiertas.

Llevaba un rato a la intemperie. Ni siquiera el repentino frío podía camuflar el hedor. Maggie reparó en unas pequeñas incisiones en la cara interna del muslo izquierdo, profundas pero sin rastro de sangre. Se las habían infligido estando muerto. Quizá hubiera sido un animal, pensó mientras extraía su pequeña linterna. Las incisiones eran dentelladas, dentelladas humanas, comprendió Maggie, y se solapaban varias veces, como si el asesino lo hubiera mordido en un arrebato de locura o, a propósito, para borrar la huella. Estaban cerca de la ingle, pero no veía ninguna señal en el pene. Era la primera vez que lo hacía. El asesino estaba innovando su rutina, acelerando, volviéndose impulsivo. Había raptado al niño hacía sólo dos días. Algo había cambiado. Quizá los artículos de prensa lo estuvieran poniendo nervioso.

Se sentó de rodillas, sintiendo un mareo y náusea re- pentinos. Ya nunca se indisponía en los lugares del crimen. Años atrás, cuando dejó de vomitar al ver y oler cadáveres, pensó que había concluido su etapa de iniciación. ¿Acaso Albert Stucky había desmantelado su sistema defensivo, había horadado su armadura? ¿O su maldad la había hecho humana otra vez? ¿Le habría enseñado a sentir de nuevo?

Se estaba poniendo en pie cuando lo vio. Un trozo rasgado de papel asomaba entre los minúsculos dedos. Matthew Tanner tenía algo firmemente sujeto en el puño. Volvió la cabeza y vio a Nick y a Hal donde los había dejado, de espaldas a ella, viendo descender por la ladera arbolada a cinco hombres con cortavientos del FBI.

Con la mayor suavidad posible, Maggie le abrió los dedos, rígidos e inflexibles en las etapas avanzadas del rigor mortis. El trozo de papel era, en realidad, una esquina rasgada de cartulina. Sin necesidad de examinarla de cerca, supo lo que era. Hacía escasas horas había visto docenas de cartulinas semejantes desparramadas sobre la cama de Timmy Hamilton. Ligeramente arrugada en el puño de Matthew Tanner se encontraba la esquina de un cromo de béisbol, y Maggie tenía una idea bastante clara de a quién pertenecía.

El equipo forense trabajaba deprisa ante la amenaza de un nuevo enemigo. La nieve arreciaba y caía en copos grandes y húmedos, cubriendo hojas y ramas, adhiriéndose a la hierba y enterrando pruebas valiosas.

Maggie y Nick habían buscado el cobijo de los árboles que bordeaban el sendero. Maggie no podía creer que hiciera tanto frío. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta, intentando no arrugar la fotografía que Timmy le había prestado. Esperaban en silencio a que Hal les llevara una manta, otra chaqueta, cualquier cosa de abrigo. Estaban tan cerca el uno del otro que Maggie notaba el aliento de Nick en el cuello, y la tranquilizaba saber que todavía podía sentir a pesar del frío.

– Será mejor que volvamos -dijo Nick-. Aquí ya no pintamos nada -se frotaba los brazos, se balanceaba sobre los pies. Maggie oía el suave castañeteo de sus dientes.

– ¿Quieres que te acompañe a casa de Michelle Tanner? -se subió el cuello de la chaqueta, pero no servía de nada.

– Dime si crees que me estoy escaqueando -vaciló mientras ordenaba sus pensamientos-. Me gustaría esperar a mañana, en parte para no despertarla en mitad de la noche. Además, todavía tardarán en trasladar el cuerpo al depósito de cadáveres y, por muy doloroso que sea, querrá verlo. Laura Alverez insistió en identificar a Danny; no me creyó hasta que no lo vio con sus propios ojos.

Tenía los ojos llorosos por el viento y los recuerdos. Maggie vio que se pasaba la manga por la cara.

– No, no te estás escaqueando. Parece razonable. Por la mañana, tendrá más personas en las que apoyarse. Y, sí, cuando terminen aquí, ya habrá amanecido.

– Voy a decirles que nos vamos -empezaba a andar hacia el equipo forense cuando Maggie vio algo y lo agarró del brazo. A no más de cinco metros de distancia, detrás de Nick, había un par de huellas… de pies desnudos, recién estampadas en la nieve.