Las linternas la encontraron y, muy pronto, los hombres de la orilla dejarían de buscarlo. Asomó la cara a la superficie para respirar. El pasamontañas negro y mojado se adhería a su cara como una telaraña, pero no se atrevió a quitárselo.
La corriente lo arrastraba. Vio a los hombres bajar el terraplén torpemente, sombras estúpidas y resbaladizas que bailaban a la luz. Sonrió, complacido consigo mismo. La agente especial O'Dell detestaría que la rescataran. ¿La asombraría saber cuánto sabía de ella? De aquella mujer maligna que creía ser su Némesis. ¿Realmente esperaba escarbar en su cerebro sin que él la correspondiera con el mismo servicio? Por fin, un adversario digno para mantenerlo alerta, no como aquellos pueblerinos.
Algo flotaba a su lado, pequeño y negro. Sintió un aleteo de pánico en el estómago hasta que advirtió que no estaba vivo. Atrapó el objeto de plástico duro. Se abrió, y se encendió una luz que lo sobresaltó. Era un teléfono móvil. ¡Qué pena que se echara a perder! Se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.
Maniobró para acercarse a la orilla. En cuestión de segundos, encontró la marca. Se aferró a la rama torcida que colgaba sobre el agua; crujió bajo su peso, pero no se resquebrajó.
Notaba los dedos ateridos mientras usaba la rama para encaramarse a la orilla. Le dolían los brazos. Otro paso, unos cuantos centímetros más. Sus pies tocaron tierra, tierra helada y cubierta de nieve, pero ya tenía los pies insensibles. Las plantas callosas eran expertos navegantes. Surcó el mar de hierba helada, jadeando para recuperar el aliento, pero sin aminorar el paso. Los copos de nieve plateada flotaban como diminutos ángeles que estuvieran bailando con él, corriendo con él.
Encontró su escondite. Las ramas de los ciruelos se inclinaban bajo el peso de la nieve, dando un efecto de cueva al denso dosel. En aquel momento, un timbre inesperado lo puso nuevamente frenético. Enseguida comprendió que se trataba del teléfono que vibraba en sus pantalones. Lo sacó y lo sostuvo en alto durante dos o tres timbrazos, mirándolo con fijeza. Por fin, lo abrió. Volvió a encenderse, y los timbrazos cesaron. Alguien estaba gritando.
– ¡Oiga!
– ¿Sí?
– ¿Es el teléfono de Maggie O'Dell? -inquirió la voz. El hombre estaba tan enojado que se le pasó por la cabeza colgar.
– Sí, se le ha caído.
– ¿Puedo hablar con ella?
– Ahora mismo está ocupada -dijo, a punto de reír.
– Pues dígale que su marido, Greg, la ha llamado, y que su madre está grave. Tiene que llamar al hospital. ¿Me ha entendido?
– Claro.
– No lo olvide -le espetó el hombre, y colgó.
Sonrió, todavía con el teléfono pegado a la oreja, y escuchó el tono de marcado. Pero hacía demasiado frío para disfrutar de su nuevo juguete. Se despojó de los pantalones negros de deporte, de la sudadera y del pasamontañas, y los arrojó en la bolsa de plástico sin ni siquiera escurrirlos. Se le formaron cristales de hielo en el vello húmedo de brazos y piernas antes de que pudiera secarse y ponerse unos vaqueros y un grueso jersey de lana. Después, se sentó en el estribo para atarse las zapatillas de tenis. Si seguía nevando así, tendría que calzarse. No, el calzado le impediría maniobrar en el río; era como un ancla. Además, detestaba ensuciarse las zapatillas.
Habría preferido entrar en el cálido y confortable Lexus, pero alguien podría haber reparado en su ausencia aquella noche. Subió a la vieja camioneta, arrancó el motor y condujo hacia su casa, temblando y parpadeando mientras el único faro del vehículo hendía la negrura.
Le había parecido buena idea: su casa se hallaba a poco más de un kilómetro de distancia, y ella estaba calada hasta los huesos y sangrando. De pronto, Nick no estaba tan seguro de su acierto. Mientras colgaba las prendas de Maggie en el cuarto de la ropa para que se secaran, tocó el suave encaje del sujetador y no pudo evitar imaginarlo lleno. Era absurdo, teniendo en cuenta lo ocurrido en las últimas horas. Sin embargo, la suave fragancia de Maggie lo calmaba, lo tranquilizaba, por no decir que lo excitaba.
La había dejado en el cuarto de baño principal, en la planta de arriba, mientras él se duchaba abajo y encendía la chimenea. Sacó una camisa limpia de la secadora y forcejeó con los botones. Se sentía como un colegial incapaz de controlar las reacciones de su cuerpo. Era una locura. Después de todo, no era la primera vez que tenía a una mujer desnuda en su casa. Había habido muchas. Demasiadas.
El botiquín estaba bien provisto, fruto de la paranoia de su madre. Se llenó los brazos de bolitas de algodón, alcohol, gasa, agua oxigenada y una lata de salvia que debía de tener la misma edad que su madre, y montó su puesto de enfermería junto al fuego. Añadió almohadones y mantas. La calefacción volvía a hacer un ruido sordo; tendría que haberla revisado. Llenó la chimenea de troncos, y el resplandor dorado y tibio de las llamas templó aún más la habitación. Claro que no podía compararse con el fuego que lo abrasaba por dentro. Por una vez, haría caso omiso de sus hormonas y se portaría como un caballero. Así de sencillo.
Se volvió y la vio bajando la escalera. Llevaba puesto el viejo albornoz de felpa de Nick. La prenda se abría con cada paso que daba, dejando al descubierto unas pantorrillas moldeadas y, a veces, un atisbo de muslo firme y sedoso. No, aquello distaría de ser sencillo.
Maggie tenía el pelo húmedo y brillante, y las mejillas sonrosadas por el exceso de agua caliente. Caminaba despacio, casi con vacilación. La ducha parecía haber arrastrado sus defensas; Nick vislumbraba una vulnerabilidad oculta en aquellos exuberantes ojos castaños.
En cuanto vio su arsenal de medicinas, movió la cabeza y los desechó con un ademán.
– Creo que me he lavado todas las heridas. No es necesario.
– O dejas que te cure o te llevo al hospital -Maggie se había caído sobre una maraña de alambres y postes astillados que se habían quedado anclados en el río-. Compláceme, ¿quieres? Ese alambre estaba lleno de óxido. ¿Cuándo te pusieron la antitetánica por última vez?
– Debe de estar al día. El FBI nos obliga a vacunarnos cada tres años, tanto si lo necesitamos como si no. Oye, Morrelli, te lo agradezco, pero estoy bien. De verdad.
Nick destapó el alcohol y el agua oxigenada, sacó bolitas de algodón y señaló el diván que tenía delante.
– Siéntate.
Creyó que volvería a negarse, pero quizá estuviera demasiado cansada para discutir. Se sentó, se aflojó el cinturón del albornoz, vaciló, y dejó que la prenda le resbalara por el hombro mientras se la ceñía a la altura del pecho.
Al instante, lo distrajo aquella piel tersa y cremosa, la redondez inicial de sus senos, la curva del cuello, el olor fresco del pelo y de la piel. Estaba un poco mareado, y duro como una piedra. ¿Cómo podría tocarla y no desear hacer algo más? Era una estupidez. Debía concentrarse y hacer caso omiso de su erección por una vez en la vida.
Alrededor de media docena de marcas triangulares y sangrientas mancillaban la hermosa piel de Maggie, empezando en la parte superior del hombro y descendiendo por el omóplato y el brazo. Algunas eran profundas y sangraban. En un punto, se le había desgarrado la piel. Nick acercó el algodón empapado en alcohol a la primera herida y ella se apartó de dolor. Sin embargo, no hizo ningún ruido.
– ¿Estás bien?
– Sí. Acabemos de una vez.
Intentó limpiarle con suavidad las heridas. Aun así, ella hacía muecas de dolor. Después, aplicó gasa y esparadrapo a los pequeños desgarrones que seguían sangrando.
Cuando terminó, deslizó la palma abierta de la mano por el hombro y prolongó la lenta caricia hacia el brazo, dejando que sus dedos fueran la envidia de sus labios. Notó que Maggie temblaba levemente y que enderezaba la espalda, alertando a su cuerpo del peligro o reaccionando a la electricidad. Nick alargó el contacto de su mano, disfrutando de aquella piel sedosa. Después, con suavidad, con desgana, cubrió con el albornoz la hermosa piel marcada. Ella vaciló, como si la hubiera sorprendido, como si esperara algo más. Después, se cerró mejor la bata y se ajustó el cinturón.