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– Gracias -dijo sin mirarlo.

– Todavía quedan unas horas hasta que amanezca. He pensado que podíamos descansar aquí, junto al fuego. ¿Puedo traerte algo, chocolate caliente, coñac?

– Una copa de coñac no me vendría mal -se levantó del diván y se sentó en la alfombra que se extendía delante de la chimenea, recostándose sobre los cojines y cerrándose el albornoz en torno a sus piernas.

– ¿Y algo de comer?

– No, gracias.

– ¿Seguro? Podría hacerte una sopa. O un sandwich.

Ella le sonrió.

– ¿Por qué siempre quieres darme de comer, Morrelli?

– Seguramente, porque no puedo hacer contigo lo que realmente me gustaría hacer.

La sonrisa desapareció, y el rubor afloró en sus hermosas mejillas. Nick sabía que se estaba comportando de un modo totalmente inaceptable, pero lo único que podía preguntarse era si ella estaría sintiendo el mismo fuego que él. Finalmente, Maggie bajó los ojos, y él se retiró a la cocina aprovechando que todavía podía moverse.

La fotografía que Maggie se había sacado del bolsillo de la chaqueta estaba doblada y arrugada. Las esquinas se rizaban a medida que se secaba, y la pelusa del bolsillo del albornoz se adhería a su acabado brillante. Al menos, no había desaparecido en el agua oscura como su móvil. Parecía destinada a perder cosas en el fondo de ríos y lagos.

Nick se estaba demorando en la cocina, y se preguntó si se habría decidido a preparar un sandwich. Su último comentario la había dejado turbada, aunque se estaba comportando como un perfecto caballero. No tenía nada que temer de él, pese a estar envuelta en su bata y reclinada sobre almohadones que olían ligeramente a su aftershave.

Mientras le lavaba las heridas, Maggie había agradecido cada latigazo de escozor. Era lo único que había evitado que su mente disfrutara del tacto de Nick. Cuando terminó pasándole la mano por el hombro y el brazo, se quedó casi sin aliento, deseando que la caricia continuara. No podía evitar imaginar lo que habría sentido si sus manos firmes hubieran descendido lentamente hacia sus senos.

Oyó a Nick entrar en el salón y se llevó la mano al rostro. Estaba otra vez sonrojada, pero el fuego podía explicarlo. Lo que el calor no explicaba era su respiración entrecortada. Se serenó y eludió mirarlo mientras él se acercaba.

Nick le pasó una copa de coñac y se sentó a su lado.

– ¿Ésa es la foto de la que me hablaste? -la señaló con la cabeza mientras retiraba un edredón del sofá y empezaba a envolver las piernas de ambos con él, como si fuera natural que estuvieran acurrucados juntos delante de la chimenea. Aquella acción íntima disparó el calor que Maggie notaba en el rostro a otros lugares de su cuerpo. Quizá él lo percibiera, porque empezó a explicarse, avergonzado-. La calefacción no está funcionando muy bien; tengo que llamar para que la revisen. No esperaba que hiciera tanto frío en octubre.

Maggie le pasó la fotografía. Con las dos manos en torno a la base de la copa, hizo girar el líquido ámbar, inspiró su dulce y recio aroma y tomó un sorbo. Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás sobre los suaves cojines y disfrutó de la quemazón que se deslizaba por su garganta. Unos sorbos más la liberarían de la sensación de incomodidad. Era durante esos momentos iniciales de leve mareo cuando comprendía por qué había escogido su madre aquel escape; el alcohol tenía el poder de nivelar la tensión y disolver sentimientos no deseados. No había dolor si no podía sentirlo. El sufrimiento no existía si uno estaba demasiado aturdido para notarlo.

– Reconozco -dijo Nick, interrumpiendo su grato descenso al aturdimiento- que es demasiada casualidad. Pero no puedo llevar a Ray Howard a la comisaría para interrogarlo así, sin más.

Maggie abrió los ojos de par en par, y se incorporó.

– Howard no. El padre Keller.

– ¿Qué? ¿Te has vuelto loca? No puedo llevar a un cura a la comisaría. ¿Crees que un sacerdote católico sería capaz de asesinar a niños pequeños?

– Encaja en el perfil. Tengo que averiguar más datos sobre su pasado, pero sí, creo que un cura es capaz de matar.

– Yo no, es una locura -rehuyó la mirada de Maggie y bebió coñac a grandes sorbos-. El pueblo entero me colgaría de los pulgares si llevara a un cura a la comisaría. Sobre todo, a este tal padre Keller. Es como Superman con alzacuello. Dios, O'Dell, vas muy descaminada.

– Escúchame un minuto. Tú mismo dijiste que todo in dicaba que Danny Alverez no se resistió. Keller era una persona a la que conocía y en quien confiaba. El padre Francis nos dijo que no era probable que un laico educado después del concilio Vaticano II, es decir, cualquier persona menor de treinta y cinco, supiera cómo dar la extremaunción, a no ser que esa persona hubiese recibido alguna formación.

– Pero este tipo es un héroe con los niños. ¿Cómo podría hacer algo así sin que se le notara?

– Los que conocieron a Ted Bundy jamás sospecharon nada. Oye, también encontré un trozo de un cromo de béisbol en la mano de Matthew. Timmy me dijo esta noche que el padre Keller cambia cromos de béisbol con ellos.

Nick se pasó la mano por los mechones húmedos de la frente, y ella pudo oler el mismo champú que había usado en el cuarto de baño. Lo vio recostarse en los almohadones, apoyar la copa sobre su pecho y hacer girar el poco coñac que le quedaba.

– Está bien -dijo por fin-, indaga lo que puedas sobre él, pero necesitaré algo más que una fotografía y un trozo de cromo de béisbol para interrogarlo. Mientras tanto, haré algunas averiguaciones sobre Howard. Tienes que reconocer que es un poco raro. ¿Qué tipo se vestiría con camisa y corbata para limpiar una iglesia?

– No es un delito vestirse de forma inadecuada para el trabajo. De ser así, a ti te habrían detenido hace tiempo, Morrelli.

Nick le lanzó una mirada, pero no pudo ocultar la sonrisa que le elevó la comisura de los labios.

– Mira, es tarde, y los dos estamos agotados. ¿Qué tal si intentamos dormir un poco? -apuró la copa y la dejó a un lado, sobre el suelo. Estiró las piernas por debajo del edredón, tomó un mando a distancia de una mesa auxiliar, apretó unos cuantos botones y las luces se suavizaron. A Maggie le hizo gracia aquel pequeño juguete para sus revolcones románticos delante del fuego. ¿Por qué se sentía casi decepcionada por no ser una de sus aventuras de una noche?

– Debería regresar al hotel.

– Vamos, O'Dell, todavía tienes la ropa mojada. En las etiquetas pone que hay que lavarlas en seco; no podía meterlas en la secadora. Oye, estoy demasiado cansado para sobrepasarme, si es eso lo que te preocupa -se puso cómodo sobre los almohadones, con su cuerpo próximo al de ella.

– No, no es eso -dijo Maggie, extrañándose de sentir cansancio. Todos los músculos, todas las terminaciones nerviosas, parecían reaccionar a la proximidad de Nick. ¿Sería capaz de resistirse si se sobrepasaba? ¿Acaso ya no sentía nada por Greg? ¿Qué diablos le pasaba? Resultaba sumamente irritante-. Es que no suelo dormir mucho. No querría que te desvelaras por mi culpa.

– ¿Cómo que no duermes? -se tumbó junto a ella, con su cabeza casi rozándole el brazo. Cerró los ojos, y ella se fijó en lo largas que tenía las pestañas.

– Hace más de un mes que no logro pegar ojo. Y, cuando lo hago, tengo pesadillas.

Nick la miró, pero mantuvo la cabeza sobre la almohada.

– Imagino que, con las cosas que ves, resulta difícil no tener pesadillas. ¿Es por algo en concreto que te ha ocurrido?

Maggie lo miró. Estaba acurrucado debajo del edredón. A pesar de la sombra de la barba, tenía un aspecto aniñado. De pronto, se incorporó sobre un codo, y la camisa medio abrochada se le abrió y dejó al descubierto su pecho musculado y los rizos de vello oscuro. La imagen aniñada desapareció rápidamente, y se imaginó deslizando la mano dentro de su camisa, explorando su cuerpo. Tenía que parar; aquello era absurdo. De pronto, advirtió que la estaba mirando con preocupación, aguardando una respuesta.