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Embutió el montón de sobres detrás de una lámpara del escritorio para no verlos. Su reciente éxito sólo le había proporcionado un pequeño aumento de sueldo, y pasarían semanas, meses, antes de que notara la diferencia.

Nick no lo comprendía, no podía comprenderlo. Su éxito periodístico no tenía como objetivo perjudicarlo a él, sino salvarse a sí misma. Por una vez en la vida, estaba haciendo algo ella sola, no como la hija de Tony Morrelli, la esposa de Bruce Hamilton o la madre de Timmy, sino como Christine Hamilton. Se sentía bien.

Lamentaba los años que había fingido ante su familia y amigos. Había interpretado el papel de esposa abnegada y madre responsable. Durante todos esos años, se había obsesionado con hacer feliz a Bruce. Durante meses, había sabido que tenía una aventura. Costaba pasar por alto los recibos de las tarjetas de crédito con facturas de hoteles en los que ella no había puesto pie y de flores que no había recibido. Si su marido estaba teniendo una aventura, la culpa debía de ser de ella… le faltaba algo que no podía darle.

En aquellos momentos, la avergonzaba recordar los lujosos picardías de Victoria's Secret que había comprado para atraerlo. El sexo, que nunca había sido fantástico entre ellos, se había convertido en obras rápidas y sensuales de un solo acto. Se hundía en ella como si la castigara por sus propios pecados, para después darse la vuelta y dormir. Muchas noches, Christine se había levantado de la cama cuando lo oía roncar, se había quitado los picardías a veces rasgados y manchados y había llorado en la ducha. Ni siquiera las punzadas de agua hirviendo podían recomponer su corazón. Y que el amor hubiera desaparecido de su matrimonio también era culpa de ella.

Christine se acurrucó sobre el sofá y se cubrió el cuerpo trémulo con una colcha de punto. Ya no era la esposa débil y obsesiva. Era una periodista de éxito. Cerró los ojos. Se concentraría en eso… en el éxito. Por fin, después de tantos fracasos.

Capítulo 6

Miércoles, 29 de octubre

Maggie se había ofrecido a ir a casa de Michelle Tanner con Nick, pero éste había insistido en presentarse solo, de modo que la dejó en el hotel. A pesar de la intimidad o, tal vez, a causa de ello, la aliviaba separarse de él. Había sido un error congeniar tanto. Estaba enfadada y decepcionada consigo misma y, aquella mañana, durante el trayecto a la ciudad, castigó a Nick con su silencio.

Debía mantenerse centrada y, para ello, tenía que mantener las distancias. Como agente del FBI, no le convenía encariñarse, no sólo con una persona, sino con una comunidad. Resultaba fácil perder la agudeza y la objetividad; lo había visto en otros agentes. Y, como mujer, era peligroso implicarse sentimentalmente con Nick Morrelli, un hombre que equipaba su casa con trampas románticas para sus aventuras de una noche. Además, estaba casada… el grado de felicidad no contaba. Se dijo todo aquello para justificar su repentina altivez y para descargar su culpa.

Su ropa húmeda todavía olía a río cenagoso y a sangre seca. Los jirones de la chaqueta y la blusa dejaban al descubierto su hombro herido. Al entrar en el hotel, el recepcionista elevó su rostro salpicado de acné y su expresión pasó de inmediato del mecánico «buenos días» a la sorpresa.

– Caray, agente O'Dell, ¿se encuentra bien?

– Sí. ¿Me han dejado algún mensaje?

Se dio la vuelta con la torpeza de un adolescente larguirucho, y a punto estuvo de derramar su capuccino. El dulce aroma se elevaba con el vapor y, a pesar de ser una imitación de máquina del auténtico, olía de maravilla.

La nieve, una capa de casi quince centímetros, se había adherido a las perneras de sus pantalones y le estaba calando los zapatos. Tenía frío, agujetas y estaba agotada.

El muchacho le pasó media docena de notas de papel rosa y un pequeño sobre cerrado con las palabras AGENTE ESPECIAL O'DELL cuidadosamente escritas con tinta azul.

– ¿Qué es esto? -levantó la carta.

– No lo sé. La metieron por el buzón en algún momento durante la noche.

Maggie fingió que no tenía importancia.

– ¿Hay alguna tienda en la que pueda comprarme un abrigo y unas botas?

– La verdad es que no. Hay una ferretería especializada en productos agrícolas a kilómetro y medio al norte del pueblo, pero sólo tienen ropa de hombres.

– ¿Le importaría hacerme un favor? -extrajo un billete húmedo de cinco dólares del fajo para situaciones de emergencia que guardaba en la funda de la insignia. El chico parecía más interesado en la insignia que en el billete-. ¿Podrías llamar a la tienda y preguntarles si pueden enviarme una chaqueta? No me importa qué aspecto tenga, mientras sea abrigada y de talla pequeña.

– ¿Y las botas? -anotaba las instrucciones en un bloc lleno de garabatos.

– Sí. Lo más parecido que tengan a un treinta y ocho. Tampoco me importa el estilo, sólo quiero poder caminar por la nieve.

– Entendido. Seguramente, no abrirán hasta las ocho o las nueve.

– No importa. Pasaré la mañana en mi habitación. Llámame cuando lleguen y pagaré la factura.

– ¿Algo más? -de pronto, parecía ansioso por ganarse los cinco dólares.

– ¿Hay servicio de habitaciones?

– No, pero puedo pedirle casi cualquier cosa de la cafetería Wanda's. El reparto es gratuito, y podemos añadírselo a la cuenta del hotel.

– Estupendo. Querría un desayuno de verdad: huevos revueltos, chorizo, tostadas, zumo de naranja… Ah, y mira si tienen capuccinos.

– Entendido.

Una vez en su habitación, Maggie se quitó los zapatos llenos de nieve y a duras penas los pantalones. Subió el termostato a veinticinco grados, y se despojó de la blusa y de la chaqueta. Aquella mañana, le dolía todo el cuerpo. Intentó mover el hombro herido, se detuvo, esperó a que el latigazo de dolor pasara, y continuó.

En el baño, abrió el grifo de la ducha y se sentó en el borde de la bañera en ropa interior mientras esperaba a que saliera el agua caliente. Hojeó los mensajes. Uno era del director Cunningham, y no había dejado recado. ¿Por qué no la habría llamado al móvil? Maldición, lo había olvidado. Debía denunciar su desaparición y hacerse con otro.

Había tres mensajes de Darcy McManus, del Canal Cinco. El recepcionista, claramente impresionado, había dejada escrita la hora en los tres. Otros dos mensajes eran de la doctora Avery, la terapeuta de su madre, ambos de última hora de la noche, con instrucciones de llamarla cuando fuera posible.

Estaba imaginando que el sobre cerrado era de la persistente McManus. El vapor se elevaba por encima de la cortina de la ducha. Por lo general, el agua de los hoteles no pasaba de ser tibia. Se levantó para ponerla a su gusto y se detuvo al ver su reflejo en el espejo, que se estaba empañando rápidamente. Quitó el vaho con la palma de la mano para poder examinarse el hombro. Las incisiones triangulares aparecían rojas y descarnadas en contraste con su piel blanca. Arrancó el vendaje casero de Nick, dejando al descubierto un tajo de cinco o seis centímetros, fruncido y manchado de sangre. Le dejaría una cicatriz. Magnífico; haría juego con las demás.

Giró el torso y se levantó el sujetador. Por debajo del seno izquierdo empezaba otra cicatriz reciente. Se extendía a lo largo de diez centímetros a través de su abdomen: un regalo de Albert Stucky.

– Tienes suerte de que no te destripe -recordaba haberlo oído decir mientras deslizaba la hoja por su abdomen, con cuidado de cortarle únicamente la piel, para dejar una cicatriz. No había sentido nada; estaba demasiado aturdida y agotada, o ya se había resignado a morir-. Todavía estarás viva -le había prometido-, cuando empiece a comerte los intestinos.