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Nick sintió la ira crecer otra vez en su interior y supo que debía contenerla. No era el momento de defender su relación con Maggie. Ni siquiera sabía si podría hacerlo sin confundirse con lo que sentía. Y, desde luego, no quería revelar detalles sobre Jeffreys cuando empezaba a cuestionar la lealtad de sus hombres.

– Lo que digo es que hay muchas posibilidades de que el asesino todavía ande suelto. Tanto si es cierto como si no, cerciorémonos de que ese cabrón no se salga con la suya, puede que por segunda vez -pasó junto a Eddie, golpeándole el hombro, y se alejó por el pasillo para refugiarse en su despacho.

Estaba agotado y la mañana acababa de empezar. A los pocos segundos de dejarse caer en el sillón, oyó un golpe de nudillos en la puerta. Lucy entró con un paquete de hielo y una taza de café.

– ¿Se puede saber qué te ha pasado, Nick?

– Ni lo preguntes.

Tras una leve vacilación inicial, Lucy rodeó el escritorio. Se apoyó en la esquina y la falda se le subió por los muslos. Vio que él se daba cuenta y no hizo ademán de bajársela. En cambio, le levantó la barbilla y le puso el paquete de hielo en la mandíbula hinchada. Él se apartó con una sacudida, refugiándose en el dolor para apartarse de ella.

– Pobrecito Nick… Ya sé que duele -dijo, consolándolo con voz sensual.

Aquella mañana llevaba un jersey rosa tan ceñido al pecho que, a través de la tela de punto, se vislumbraba el sujetador negro que llevaba debajo. Lucy empezó a apartarse de la mesa para acercarse a él, y Nick salió disparado del sillón.

– Oye, no tengo tiempo para paquetes de hielo. Me pondré bien. Gracias por preocuparte.

Parecía decepcionada.

– Lo dejaré en la nevera, por si acaso quieres usarlo más tarde.

Atravesó el despacho hasta el pequeño frigorífico del rincón y dobló la cintura para guardar el hielo en el congelador, permitiéndole ver lo que se estaba perdiendo. En ese momento volvió la cabeza, por si acaso Nick había cambiado de idea, sonrió, y salió por la puerta contoneándose.

– ¡Dios! -masculló, y volvió a dejarse caer en la silla. ¿Qué clase de oficina había creado? El ex marido de Michelle Tanner tenía razón. No le extrañaba no haber encontrado al asesino.

El padre Francis recogió los recortes de periódico y los guardó en su portafolios de cuero. Se detuvo, levantó las manos y contempló las manchas marrones, las abultadas venas azules y el temblor que ya era habitual en él.

Sólo habían transcurrido tres meses desde la ejecución de Ronald Jeffreys, tres meses desde que había escuchado la confesión del verdadero asesino. Ya no podía seguir guardando silencio ni respetando el secreto de confesión de un criminal. Quizá no sirviera de nada, pero debía contar lo que sabía.

Caminó hasta la iglesia arrastrando los pies. Sus pasos eran el único sonido que reverberaba en las majestuosas paredes. No había nadie esperando para recibir confesión; sería una mañana tranquila. Aun así, entró en el pequeño confesionario.

A pesar de no haber visto a ningún feligrés en la iglesia, la puerta de la cabina contigua se abrió a los pocos minutos. El padre Francis se incorporó y apoyó el codo en la repisa para poder acercarse a la ventanilla.

– Perdóneme, padre, porque he vuelto a matar.

«Dios mío». El pánico oprimió el pecho del anciano sacerdote; le costaba trabajo respirar. De pronto, la pequeña caja de madera no contenía más que aire caliente y viciado. Empezaron a palpitarle los oídos. El padre Francis trató de ver más allá de la gruesa rejilla que los separaba, pero lo único que podía ver era una sombra negra encogida.

– He matado a Danny Alverez y a Matthew Tanner. Por estos pecados, estoy sinceramente arrepentido y pido perdón.

La voz sonaba amortiguada y era apenas audible, como si hablara a través de una máscara. ¿Había algo, cualquier cosa, que pudiera reconocer?

– ¿Cuál es mi penitencia? -quiso saber la voz.

¿Podría hablar si no podía respirar?

– ¿Cómo puedo…? -no era fácil, le dolía el pecho-. ¿Cómo puedo absolverte de tus pecados… de esos pecados horribles y abominables, si piensas repetirlos?

– No… No lo entiende. Lo único que hago es darles paz -balbució la voz. Era evidente que no había previsto una confrontación, comprendió el padre Francis con cierta satisfacción. Sólo quería recibir la absolución y cumplir la penitencia.

– No puedo absolverte de tus pecados si piensas cometerlos una y otra vez -la voz fuerte e inflexible lo sorprendió a él mismo.

– Debe… tiene que hacerlo.

– Ya te absolví una vez, y te has burlado del sacramento volviendo a cometer el mismo pecado, no una, sino dos veces.

– Estoy sinceramente arrepentido de mis pecados y pido perdón a Dios -lo intentó de nuevo, repitiendo mecánicamente la frase como un niño que lo memorizara por primera vez.

– Debes dar prueba de ello -dijo el padre Francis, sintiéndose repentinamente poderoso. Quizá pudiera influir en aquella sombra negra, obligarlo a afrontar sus demonios, detenerlo de una vez por todas-. Debes demostrar tu arrepentimiento.

– Sí. Sí, lo haré. Sólo dígame cuál es mi penitencia.

– Ve a demostrar tu arrepentimiento y vuelve dentro de un mes.

Hubo una pausa.

– ¿No va a absolverme?

– Si demuestras que eres digno del sacramento no volviendo a matar, te absolveré.

– ¿No va a darme la absolución?

– Vuelve dentro de un mes.

Se hizo el silencio, pero la sombra no parecía haberse movido. El padre Francis se acercó aún más a la rejilla, de nuevo esforzándose por escudriñar el compartimento negro como el carbón. Se oyó un suave chasquido, y un chorro de saliva atravesó la rejilla y aterrizó en su cara.

– Nos veremos en el infierno, padre -el tono grave y gutural desató escalofríos por la espalda del padre Francis. Se aferró a la pequeña repisa, estrechando con fuerza la Biblia. Y, aunque la pegajosa saliva resbalaba por la barbilla, ni siquiera pudo moverse para limpiársela. Cuando oyó que la puerta se abría y que la sombra salía, su cuerpo paralizado no hizo intento alguno de seguirlo.

Permaneció sentado durante lo que le parecieron horas. Afortunadamente, no entró nadie más pidiendo confesión. Quizá la nieve hubiera retenido a los demás pecadores en sus casas, pensó distraídamente el padre Francis. Por lo cual, nadie había visto a la figura en sombras entrar o salir del confesionario.

Por fin, su corazón recuperó su ritmo normal; podía respirar. Buscó como pudo un pañuelo para limpiarse el rostro con manos más trémulas de lo habitual. Recogió su portafolios de cuero y su Biblia y echó un vistazo fuera del confesionario. La iglesia estaba vacía y silenciosa. Oyó reír a unos niños. Seguramente, cruzaban el aparcamiento en dirección a Cutty's Hill, para jugar allí al trineo. Al menos, viajaban en grupo.

Avanzó arrastrando los pies hacia la entrada de la iglesia, apoyándose en los bancos. El pánico y el terror lo habían vaciado de energía. Le contaría la visita de aquella mañana a Maggie O'Dell. La decisión de hacerlo lo fortaleció, y la culpa desapareció de su alma. Sí, era lo correcto.

Una vez en la casa parroquial, de camino a su despacho, notó que alguien había dejado abierta la puerta de la bodega. Se detuvo en el umbral y se asomó a los peldaños en sombra. Olía a moho y a humedad, y una corriente de aire lo hizo estremecerse. ¿Había una sombra? En la esquina del fondo, ¿había alguien agazapado en la oscuridad?

Pisó el primer peldaño, aferrándose con mano trémula a la barandilla. ¿Eran imaginaciones suyas, o había alguien acurrucado entre los botelleros y la pared de cemento?

Se inclinó hacia delante sobre las débiles rodillas. No llegó a ver la figura que estaba detrás de él, sólo sintió el empujón violento que lo lanzó escaleras abajo. Su cuerpo frágil chocó contra la pared lateral, y bajó rodando el resto del camino. Todavía estaba consciente cuando oyó crujir los peldaños uno a uno. El sonido del lento descenso provocó terror en su cuerpo maltrecho. Abrió la boca para gritar, pero sólo brotó un gemido. No podía moverse, no podía correr. Le ardía la pierna derecha y la tenía torcida bajo su cuerpo en un ángulo anormal.