El último peldaño crujió justo por encima de él. Levantó la cabeza a tiempo de ver el resplandor de una lona blanca aplastándole la cara. Después, sólo hubo oscuridad.
Christine se premió con una sopa de pollo casera y panecillos de mantequilla de Wanda's. Corby le había dado la mañana libre, pero llevaba consigo su bloc de notas y apuntaba ideas para el artículo del día siguiente. Era temprano, y los clientes del almuerzo llegaban progresivamente, de modo que tenía un reservado para ella sola en la esquina del fondo de la cafetería. Se sentó junto al escaparate y vio a los escasos peatones abriéndose paso entre la nieve.
Timmy había llamado para preguntar si él y sus amigos podían almorzar en la casa parroquial con el padre Keller. El sacerdote había estado montando en trineo con ellos en Cutty's Hill y, para compensarlos por la acampada que había tenido que suspender, había invitado a los niños a perritos calientes asados en la enorme chimenea de la casa parroquial.
– Enhorabuena por tus artículos, Christine -dijo Angie Clark mientras le rellenaba la taza con café humeante. Sorprendida, Christine engulló el bocado de pan caliente.
– Gracias -sonrió y se limpió los labios con la servilleta-. Los panecillos de tu madre siguen siendo los mejores de por aquí.
– No hago más que decirle que deberíamos empaquetar y vender su bollería, pero cree que si la gente se la puede llevar a casa, no se quedarán aquí a comer o a cenar.
Christine sabía que Angie era la mente empresarial del negocio de su madre. Como no podían ampliar el pequeño restaurante, Angie le aconsejó poner en marcha el servicio de reparto. Seis meses después, ya habían contratado a otra cocinera y daban trabajo a dos conductores de furgonetas, sin que por ello hubiera mermado la clientela acostumbrada del desayuno, el almuerzo y la cena.
A veces, Christine se preguntaba por qué Angie se habría quedado en Platte City. Era evidente que tenía cabeza para los negocios y un cuerpo que llamaba mucho la atención. Pero después de dos años en la universidad y rumores sobre una aventura con un senador casado, había regresado a casa, con su madre viuda.
– ¿Qué tal está Nick? -preguntó Angie mientras fingía recolocar los cubiertos en una mesa cercana.
– Ahora mismo, debe de estar otra vez furioso conmigo. No le han hecho mucha gracia mis artículos -sabía que no era lo que Angie quería oír, pero hacía tiempo que había aprendido a no entrometerse en la vida amorosa de su hermano.
– La próxima vez que lo veas, salúdalo de mi parte.
Pobre Angie. Seguramente, Nick no la había llamado desde el comienzo del caos. Y, aunque lo negara, Christine sabía que estaba embelesado con la encantadora e inalcanzable Maggie O'Dell. A ver si por fin le rompían el corazón y probaba su propia medicina.
¿Por qué las mujeres perdían la cabeza por Nick? Era algo que Christine nunca había entendido, pero sabía que, después de días, incluso semanas, sin llamar, Angie Clark volvería a acogerlo con los brazos abiertos.
Tomó un sorbo de café humeante y anotó informe del forense. George Tillie era un viejo amigo de la familia; él y su padre habían sido compañeros de caza durante años. Quizá George pudiera proporcionarle algún dato nuevo. Que ella supiera, la investigación estaba en punto muerto.
De pronto, la televisión del rincón se oyó por toda la sala. Alzó la vista justo cuando Wanda Clark le hacía una seña.
– Christine, escucha esto.
Bernard Shaw, de la CNN, acababa de mencionar Platte City, Nebraska. Un gráfico situado a su espalda mostraba su ubicación mientras Shaw hablaba de la extraña sucesión de asesinatos. Mostraron fugazmente el titular del domingo de Christine, Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba, mientras Bernard describía los homicidios y el rastro de muertes dejado por Jeffreys seis años atrás.
– Una fuente cercana a la investigación afirma que la oficina del sheriff sigue sin tener pistas, y que el único sospechoso de la lista es un asesino que fue ejecutado hace tres meses.
Christine hizo una mueca al oír el sarcasmo en la voz de Shaw, y por primera vez simpatizó con Nick. El resto de los comensales rompieron en aplausos y le hicieron señas de aprobación. Sólo habían oído que su pueblo había salido en las noticias nacionales. El sarcasmo y las referencias a los pueblerinos incompetentes habían pasado desapercibidos.
Bajaron el volumen, y Christine siguió tomando notas. Al poco, empezó a sonarle el móvil.
– ¿Sí?
– ¿Christine Hamilton? -la voz esperó a oír la confirmación-. Soy William Ramsey, de KLTV, Canal Cinco. Espero no pillarla en un mal momento. Me han dado este teléfono en su oficina.
– Estoy almorzando, señor Ramsey. ¿En qué puedo ayudarlo?
Durante las últimas noches, la cadena de televisión había dependido de sus artículos para informar sobre los asesinatos. Aparte de unas cuantas tomas de entrevistas a familiares y a vecinos, su noticiario había carecido de la garra que necesitaban para ganar audiencia.
– Quería saber si podríamos vernos mañana para almorzar
– Tengo una agenda muy apretada, señor Ramsey.
– Sí, claro. Lo entiendo. Supongo que tendré que ir al grano.
– Se lo agradecería.
– Querría que viniera a trabajar para Canal Cinco como periodista y copresentadora de fin de semana.
– ¿Cómo dice? -estuvo a punto de atragantarse con el panecillo.
– El nervio con el que ha contado esos asesinatos es justo lo que necesitamos aquí, en Canal Cinco.
– Señor Ramsey, soy periodista de prensa, no…
– Su estilo narrativo se adaptaría bien a las noticias televisadas. Estaremos dispuestos a formarla para su puesto de presentadora. Y me han dicho que es muy fotogénica.
Christine no era inmune a los halagos. Había recibido tan pocos en el pasado que, de hecho, ansiaba oírlos. Pero Corby y el Omaha Journal le habían dado una gran oportunidad. No, ni siquiera podía contemplar la idea.
– Me halaga, señor Ramsey, pero no puedo…
– Estoy dispuesto a ofrecerle sesenta mil dólares al año si empieza ahora mismo.
A Christine se le cayó la cuchara de la mano, salió catapultada del cuenco y le salpicó sopa en el regazo. No hizo ademán de limpiarse.
– ¿Cómo dice?
Su sorpresa debió de sonar como otra negativa, porque Ramsey se apresuró a añadir:
– Está bien, puedo subir a sesenta y cinco mil. Incluso le daré un suplemento de dos mil dólares si empieza este fin de semana.
Sesenta y cinco mil dólares era más del doble de lo que Christine ganaba con su módico aumento de sueldo. Podría pagar su deudas y no preocuparse por localizar a Bruce para la pensión.
– ¿Podría llamarlo cuando lo haya pensado un poco, señor Ramsey?
– Claro, por supuesto que debe pensarlo. ¿Qué tal si lo consulta con la almohada y me llama mañana por la mañana?
– Gracias, lo haré -le dijo, y cerró con fuerza el teléfono. Todavía estaba aturdida cuando Eddie Gillick se sentó en el reservado junto a ella, apretándola contra el escaparate-. ¿Se puede saber qué hace? -inquirió.
– Ya fue terrible que me engañaras para conseguir la cita para tu artículo, pero ahora que tu hermanito me está haciendo encargos de mierda… También le dijiste que yo era tu fuente anónima, ¿verdad?
– Oiga, ayudante Gillick…
– Eh, soy Eddie, ¿recuerdas?
Bebió de su café, añadiendo un montón de azúcar y sorbiéndolo sin quemarse la lengua. El olor de su aftershave resultaba asfixiante.
– No, no se lo dije a Nick. Él…