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Ella sonrió, y se recogió el pelo detrás de las orejas. Al menos, no era del todo dueña de sí misma.

– ¿Necesitas que te lleve al aeropuerto?

– No, tengo que devolver un coche alquilado.

– Bueno, que tengas un buen viaje -sonaba frío y patético cuando lo que en verdad quería hacer era estrecharla entre sus brazos y convencerla de que se quedara. Salvó la distancia que lo separaba de la puerta en tres grandes zancadas, confiando en que las rodillas lo sostuvieran.

– Nick.

El se detuvo en la puerta, con la mano en el pomo, y volvió la cabeza. Ella guardó silencio, y en aquel instante la vio cambiar de idea sobre lo que le iba a decir.

– Buena suerte.

Nick asintió y se marchó, sintiendo plomo en los zapatos y un dolor en el pecho que le impedía respirar con normalidad.

Maggie vio cómo se cerraba la puerta mientras estrangulaba y retorcía una blusa de seda entre las manos.

¿Por qué no le hablaba a Nick de la nota, de Albert Stucky? Había comprendido que tuviera pesadillas; también comprendería que no podía permitir que otro chiflado la atormentara psicológicamente. Todavía no. Todavía se sentía vulnerable, endiabladamente frágil, como si fuera a estallar en mil pedazos en cualquier momento.

Embutió sus trajes en la funda de ropa, aplastándolos y arrugándolos. El director Cunningham tenía razón; necesitaba tomarse un descanso. Se iría de viaje con Greg a algún lugar cálido y soleado donde no oscureciera a las seis de la tarde.

Sonó el teléfono, y se sobresaltó como si fuera un disparo. Ya había hablado con la doctora Avery; su madre había sobrevivido a setenta y dos horas de vigilancia pos suicidio y se encontraba bastante bien. Pero aquélla era la parte que se le daba mejor a su madre, hacer de paciente modelo y devorar las atenciones.

Descolgó el teléfono.

– ¿Sí?

– Maggie, ¿qué haces ahí todavía? Pensaba que ibas a volver a casa.

Se dejó caer en la cama, repentinamente agotada.

– Hola, Greg -esperó a oír un saludo de verdad, oyó ruido de papeles y supo que sólo la estaba escuchando a medias-. Mi avión sale esta noche.

– Estupendo. Entonces, ¿ese memo de anoche llegó a darte mi mensaje?

– ¿Qué memo?

– El que contestó a tu móvil. Dijo que se te había caído y que no podías hablar en ese momento.

Maggie sujetó con fuerza el teléfono; se le había acelerado el pulso.

– ¿A qué hora fue eso?

– No lo sé… Tarde. A eso de la medianoche. ¿Por qué?

– ¿Qué le dijiste?

– Vamos… Ese idiota no te dio el mensaje, ¿verdad?

– Greg, ¿qué le dijiste? -el corazón le aporreaba las costillas.

– ¿Con qué pueblerinos incompetentes trabajas, Maggie?

– Greg -intentó mantener la calma, impedir que el grito trepara por su garganta-. Perdí el móvil cuando estaba persiguiendo al asesino. Hay muchas posibilidades de que fuera con él con quien hablaste.

Silencio. Hasta había dejado de remover papeles.

– Por el amor de Dios, Maggie, ¿cómo querías que lo supiera? -dijo en tono sumiso.

– No podías saberlo. No te estoy echando la culpa, Greg. Pero, por favor, intenta recordar lo que le dijiste.

– No mucho… Sólo que me llamaras y que tu madre estaba grave.

Maggie se recostó en la cama, hundió la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

– Maggie, cuando vuelvas a casa tenemos que hablar.

Sí, hablarían en una playa soleada, en alguna parte, saboreando combinados de frutas adornados con minúsculas sombrillas de papel. Hablarían de lo que era realmente importante, reavivarían el amor perdido, redescubrirían el mutuo respeto y los valores que los habían unido en un primer momento.

– Quiero que dejes el FBI -dijo Greg, y fue entonces cuando Maggie supo que ya no habría playas soleadas para ellos.

La nieve estallaba en polvos blancos con cada pisotón que daba para abrirse paso por los ventisqueros. Se le quedaba prendida a las perneras de los pantalones y chorreaba dentro de los zapatos, congelándole los pies. Su cuerpo no era suyo, lo impelía ladera abajo a través de las ramas a una velocidad vertiginosa.

Entonces, los oyó chillando y riendo. Patinó y cayó contra los arbustos y la hierba coronada de nieve. Permaneció allí tumbado, sintiendo cómo la muerte blanca absorbía el calor de su cuerpo. Allí, escondido, trató de controlar los jadeos respirando por la boca y expulsando vaho cada vez que exhalaba.

Deberían haberse ido a sus casas antes de que empezara a sentir las palpitaciones. ¿Por qué no se habían ido? No tardaría en caer la noche. ¿Estarían esperándolos con la mesa puesta o sólo con una nota y una cena precocinada? ¿Estarían allí sus padres para asegurarse de que se quitaban la ropa mojada? ¿Tendrían a alguien que los arrebujara en la cama?

No podía frenar los recuerdos, y ya no lo intentaba. Reclinó el rostro en la nieve con la esperanza de calmar las palpitaciones. Podía verse a los doce años, vestido con una chaqueta verde militar con escaso forro que lo resguardara del frío. Los vaqueros remendados dejaban pasar el aire. No tenía botas. La nevada había dejado una capa de más de veinticinco centímetros de grosor y el pueblo entero se había detenido, dejando a su padrastro sin ningún lugar al que ir salvo al dormitorio de su madre. Le habían dicho que se fuera de casa, que saliera a jugar en la nieve con sus amigos. Sólo que no tenía amigos. Los niños sólo le habían prestado atención para reírse de sus andrajos y de su delgadez.

Después de pasar horas sentado en el jardín de atrás, viendo montar en trineo a los demás niños, había vuelto a la casa y había encontrado la puerta cerrada con llave. A través de la delgada madera y frágil cristal, podía oír los chillidos y gemidos de su madre, dolor y placer indivisibles. ¿Por qué tenía que doler el sexo? No se imaginaba llegando a disfrutar de aquel dolor. Y recordó haberse avergonzado del alivio que había sentido. Sabía que, mientras su padrastro pudiera hundirse en su madre, no se hundiría en su pequeño cuerpo.

Fue mientras esperaba en aquel frío amargo y blanco cuando tramó un plan tan sencillo que sólo requeriría un ovillo de cuerda. A la mañana siguiente, cuando su padrastro se refugiara en su taller del sótano, saldría en una camilla. Ni él ni su madre tendrían que sentir vergüenza o miedo nunca más. ¿Cómo iba a imaginar que sería su madre la primera en bajar al sótano aquella mañana? La mañana en que su vida terminó, cuando aquel horrible niño perverso puso fin a la vida de su madre.

De pronto, notó a alguien por encima de él, respirando y olisqueando. Alzó la vista despacio y vio a un perro negro a escasos centímetros de su cara. El perro le enseñó los dientes y emitió un lento gruñido. Sin previo aviso, sus manos salieron disparadas hacia el cuello del animal y el gruñido se redujo a un suave gemido, a un gorgoteo ahogado y, después, silencio. Contempló a los niños que corrían y saltaban abrigados con gruesas parkas. Por fin, recogieron sus trineos y se despidieron. Uno de ellos llamó al perro varias veces, pero no tardó en desistir para alcanzar a sus amigos. Se separaron y se alejaron en direcciones opuestas, tres por un lado, dos por otro, mientras que un tercero atravesaba solo el aparcamiento de la iglesia.

El cielo había pasado del gris tenue al gris pizarra, y las farolas fueron parpadeando una a una hasta encenderse. Un reactor pasó con gran estruendo sobre el pueblo nevado y silencioso. No había ni un solo vehículo ni peatón cuando subió a su coche. Se puso el pasamontañas a pesar del sudor que se condensaba en su frente y en el bigote. En el asiento contiguo, extendió un pañuelo limpio con meticulosidad, como si ya formara parte de la ceremonia. Se sacó una ampolla del bolsillo de la chaqueta, rompió el extremo y empapó el hilo blanco. Después, mantuvo los faros apagados y el motor suave mientras seguía despacio al niño que arrastraba el trineo naranja fosforito.