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– Relájate, hijo. Acabas de romper un cristal que es propiedad del gobierno -declaró Antonio Morrelli, señalando la grieta.

A pesar de la rabia y la frustración, Nick hundió las manos en los bolsillos, dejó caer los hombros hacia delante y se miró las botas. De pronto, se sorprendió preguntándose cuánto costaría reponer el cristal.

Maggie tomaba pequeños sorbos de whisky en su mesa del rincón, mientras observaba a los clientes de la cafetería del aeropuerto e intentaba decidir quiénes eran hombres de negocios y quiénes turistas. La ventisca había retrasado los vuelos, el suyo incluido, y había atestado de viajeros la pequeña cafetería pobremente iluminada, que consistía en una barra con forma de ele, varias mesas y sillas pequeñas, docenas de maquetas de aviones suspendidas del techo y una vieja máquina de discos.

Su parka John Deere verdinegra estaba extendida sobre la otra silla de su mesa para evitar compañía indeseada. Ya había facturado el equipaje, todo menos el portátil, que estaba a salvo bajo la parka. Se sentía tentada a volver a llamar a la iglesia de Santa Margarita. Empezaba a pensar que había ocurrido una desgracia. Si no, ¿por qué la habría dejado plantada el padre Francis en el hospital? Y ¿por qué no contestaba nadie al teléfono en la casa parroquial?

También quería llamar a Nick; de hecho, había marcado el número pero había colgado. Ya tenía bastantes problemas de los que ocuparse para verificar sus corazonadas. Además, se estaba quedando sin cambio para el teléfono público y se había gastado su último billete de diez dólares en aquel whisky y en dos anteriores. No era una gran cena pero, después de pasarse la tarde rebanando el cuerpo de Matthew Tanner, pesando partes y hurgando en sus minúsculos órganos, creía merecérsela.

La marca de la cara interna del muslo de Matthew era, efectivamente, un mordisco humano. El pobre George Tillie había intentado idear otras teorías antes de aceptar que el asesino había mordido a Matthew una y otra vez en el mismo punto, dejando sus huellas dentales irreconocibles. Lo que agravaba el asunto y lo volvía más extraño era que los mordiscos habían sido ocasionados horas después de la muerte de Matthew. El asesino no regresaba al lugar del crimen sólo para observar a la policía, prolongaba su absurda fascinación con el cuerpo de la víctima. Pero se estaba saliendo de su ritual cuidadosamente planeado. Algo lo estaba haciendo degenerar, perder el control. En su irreflexión, podría dejar alguna prueba sólida con la que poder inculparlo.

– Disculpe, señora -el joven camarero se cernía sobre la mesa-. El caballero del final de la barra la invita a otro whisky -dejó el vaso delante de ella-. Y me ha pedido que le diera esto.

Maggie reconoció el sobre y la letra angulosa antes de que se lo entregara. Se le encogió el estómago, y se puso en pie con tanto ímpetu, que la silla se balanceó.

– ¿Qué caballero? -se estiró para ver por encima del gentío. El camarero hizo lo mismo; después, se encogió de hombros.

– Debe de haberse ido.

– ¿Qué aspecto tenía? -se dio una palmada en el costado de la chaqueta, y se tranquilizó al sentir la culata de la pistola presionándola justo debajo del pecho.

– No lo sé… Alto, pelo moreno, de unos veintiocho o treinta años. Oiga, no he prestado mucha atención. ¿Tiene algún problema con…?

Lo apartó y se abrió camino entre los clientes del bar para salir corriendo al luminoso pasillo central del aeropuerto. Frenética, observó a los pasajeros que iban y venían. El corazón le golpeaba con fuerza las costillas. Le palpitaba la cabeza, y tenía la vista un poco borrosa a causa del whisky.

El largo pasillo se extendía en línea recta a izquierda y derecha. Vio a una familia con tres niños, varios hombres de negocios con portátiles y maletines, un empleado de aeropuerto empujando un carrito, dos mujeres de pelo gris y un grupo de hombres y mujeres de color con vistosas túnicas y tocados. Pero no había ningún hombre alto y moreno sin equipaje.

No podía estar muy lejos. Corrió hacia el ascensor del fondo, empujando a los pasajeros y esquivando un carro deequipaje vacío. Pulsó la tecla de subida y se inclinó por encima de la barandilla para mirar hacia abajo. Una vez más, no distinguió a ningún hombre alto y moreno entre los grupos de viajeros. Se había ido. Se le había vuelto a escapar.

Regresó a la cafetería y sólo entonces advirtió que se había olvidado la chaqueta y el portátil. Aunque la cafetería estaba atestada de clientes, nadie había intentado ocupar su mesa. Hasta el sobre seguía apoyado en la bebida, donde el camarero lo había dejado.

Se sentó en la silla y clavó la mirada en el pequeño sobre. Apuró el whisky de su vaso, lo apartó, y empezó a beber del otro a pesar del torbellino que giraba en su cabeza. Quería entumecerse.

Levantó el sobre con cuidado por una esquina. Se despegó fácilmente, y dejó caer la tarjeta en la mesa sin tocarla. Ni siquiera el whisky pudo frenar las náuseas ni la puñalada de terror que le infligieron las palabras. Con la misma letra angulosa, la nota decía:

SIENTO QUE TE VAYAS TAN PRONTO. QUIZÁ PUEDA PASARME POR TU CHALÉ LA PRÓXIMA VEZ QUE ME PASE POR CREST RIDGE. SALUDA A GREG DE MI PARTE.

Desde el pasillo central, podía ver a Maggie O'Dell subiendo al ascensor. Tenía que reconocer que se movía con gracia… no había duda de que era deportista. Aquellas piernas fuertes y atléticas debían de tener buen aspecto en pantalones cortos, aunque la imagen no le interesaba mucho.

Dejó el carro a un lado y se quitó la gorra y la chaqueta que había tomado prestadas al empleado dormido del aeropuerto. Hizo un ovillo con las prendas y las metió en la papelera.

Había dejado el Lexus con la radio a todo volumen en la zona de carga y descarga. Con la radio y los aviones que sobrevolaban la zona, nadie oiría a Timmy si se despertaba antes de lo previsto. Además, el maletero era estanco, casi insonorizado.

Subió al coche justo cuando un guardia de seguridad con un bloc de multas echaba a andar hacia él. Se separó del bordillo y sorteó los vehículos que estaban descargando. Sería noche cerrada cuando instalara a Timmy en su cuarto, pero había merecido la pena dar aquel rodeo para ver la cara que ponía la agente especial O'Dell.

El viento arreciaba, creando remolinos de nieve y prometiendo ventisqueros al día siguiente. La estufa de queroseno, la lámpara y el saco de dormir que había preparado para la acampada le vendrían de perillas. Haría un alto en el McDonald's; a Timmy le encantaban los Big Mac, y él empezaba a tener hambre.

Se incorporó al tráfico, y dio las gracias con la mano a la mujer pelirroja del Mazda que le hizo hueco. Había aprovechado bien el día. Aceleró, sin prestar atención a los patinazos de los neumáticos sobre el pavimento helado. Otra vez era dueño de sí.

– Ese tipo te está dejando en ridículo -sermoneaba Antonio Morrelli a Nick, cómodamente sentado detrás de la mesa, girando a izquierda y derecha el sillón de cuero que había sido suyo. Era la única pieza del recargado mobiliario de su padre que Nick había conservado al sustituirlo al frente de la oficina del sheriff-. Tienes que pasar más tiempo con esa gente de la tele -prosiguió-, para que sepan que sabes lo que haces. Anoche, Peter Jennings te pintó como un sheriff pueblerino que no supiera hacer la o con un canuto. ¡Maldita sea, Nick, Peter Jennings!

Nick miraba por la ventana, más allá de las calles cubiertas de nieve y de las farolas, hacia el oscuro horizonte. Una luna naranja asomaba por detrás del velo de nubes.

– ¿Has venido con mamá? -preguntó sin mirar a su padre, haciendo caso omiso de sus improperios. Era el mismo juego de siempre. Su padre le lanzaba insultos y órdenes, y Nick guardaba silencio y fingía escucharlo. Casi siempre, seguía las instrucciones; era lo más fácil.