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El viento aullaba por los tablones podridos que condenaban las ventanas, pero la habitación estaba templada. Timmy vio una estufa de queroseno en el rincón; se parecía a la que había usado su padre en las acampadas que hacían juntos. Sólo que de eso hacía siglos, cuando su padre todavía se preocupaba por él.

– Deberías comer algo. Sé que no has tomado nada desde el almuerzo.

Timmy se quedó mirando al hombre, que estaba más ridículo que temible vestido con jersey, vaqueros y unas Nike blancas relucientes que parecían nuevas salvo porque uno de los cordones se le había roto y lo llevaba anudado. Había unas botas enormes negras y chorreantes junto a la puerta, sobre una bolsa de papel. A Timmy le parecía extraño que unas Nike nuevas pudieran tener ya un cordón deteriorado. Si él tuviera unas Nike nuevas, cuidaría mejor de ellas.

La voz amortiguada le resultaba familiar, pero no sabía por qué. Intentó pensar en el nombre del presidente, el de la careta. Era el tipo de la nariz grande que tuvo que dimitir. ¿Por qué no se acordaba? El año anterior, habían memorizado la lista de presidentes.

No quería temblar, pero le dolía intentar controlar los estremecimientos, así que dejó que le castañetearan los dientes.

– ¿Tienes frío? ¿Puedo traerte alguna otra cosa? -preguntó el hombre, y Timmy lo negó con la cabeza-. Mañana te traeré algunos tebeos y algunos cromos de béisbol -el hombre se levantó, tomó la lámpara de encima de la caja y empezó a marcharse.

– ¿Puedo quedarme con la lámpara? -su propia voz lo sorprendió. Sonaba clara y serena, a pesar de que su cuerpo no dejaba de temblar. El hombre lo miró, y Timmy vio sus ojos a través de los agujeros de la careta. A la luz de la lámpara, centelleaban como si estuviera sonriendo.

– Claro, Timmy. Dejaré la lámpara.

Timmy no recordaba haberle dicho su nombre. ¿Lo conocía?

El hombre dejó la lámpara sobre la caja, se puso las gruesas botas de goma y se marchó, cerrando la puerta con varios clics desde fuera. Timmy esperó, aguzando el oído para escuchar más allá de los latidos de su corazón. Contó dos minutos enteros y, cuando estuvo convencido de que el hombre no volvería, paseó la mirada más despacio por la habitación. Las tablillas podridas de la ventana eran su mejor apuesta.

Se descolgó de la cama y tropezó con su trineo, que estaba en el suelo. Se dirigía hacia la ventana cuando algo lo tiró de la pierna. Bajó la vista y vio que tenía una esposa plateada en torno al tobillo, con una cadena gruesa de metal unida con un candado al poste de la cama. Tiró de la cadena, pero la estructura metálica de la cama no cedió. Se puso de rodillas y forcejeó con la esposa hasta que se le pusieron rojos los dedos y empezó a dolerle el tobillo. De pronto, dejó de luchar.

Paseó otra vez la mirada por la habitación y, entonces, lo supo. Allí era donde habían tenido secuestrados a Danny y a Matthew. Gateó hasta su trineo de plástico y se hizo un ovillo.

– Señor -rezó en voz alta, y el temblor de su voz lo asustó aún más-. Por favor, no dejes que me maten como a Danny y a Matthew.

Entonces, intentó pensar en algo, en cualquier otra cosa, y empezó a nombrar a los presidentes:

– Washington, Adams, Jefferson…

Después de hacer varias llamadas sin obtener respuesta, Nick decidió acercarse a la casa parroquial. No podía refugiarse en la granja. Al final, allí sería a donde iría su padre. Aquélla era la única desventaja de vivir en la casa de sus padres: éstos entraban y salían siempre que querían. Y, aunque la vieja granja era bastante espaciosa, Nick no quería ver ni hablar con su padre durante lo que quedara de día.

La casa parroquial era una construcción tipo rancho, unida a la iglesia por un pasaje cerrado de ladrillo. La vidriera de la iglesia sólo dejaba traspasar un parpadeo de velas, pero la casa parroquial estaba iluminada por dentro y por fuera como si se fuera a celebrar una fiesta. Sin embargo, Nick tuvo que esperar largo rato a que le abrieran la puerta.

El padre Keller apareció en el umbral, envuelto en un largo albornoz negro.

– Sheriff Morrelli, perdone la tardanza. Me estaba duchando -dijo sin sorpresa, como si hubiera estado esperándolo.

– Intenté llamar antes de venir.

– ¿En serio? No he salido en toda la tarde, pero quizá no haya oído el teléfono desde el baño. Pase.

El fuego ardía con fuerza en la enorme chimenea que presidía el salón. Delante, se extendía una colorida alfombra oriental con varios sillones dispuestos en semicírculo. Había libros apilados junto a una de las sillas, y a Nick le bastó una ojeada para comprobar que eran de arte: Degas, Monet, pintura renacentista… Se sentía absurdo esperando que trataran de temas religiosos o filosóficos. A fin de cuentas, los sacerdotes eran personas. Cómo no, tenían otros intereses, aficiones, pasiones y adicciones.

– Por favor, siéntese -el padre Keller le señaló uno de los sillones. Aunque lo conocía sólo de las contadas ocasiones en las que había ido a misa los domingos, costaba trabajo no sentir simpatía por él. Además de ser alto, atlético y agraciado, con cara de niño, el padre Keller poseía una calma, una serenidad, que enseguida lo hacían sentirse cómodo. Lanzó una mirada a las manos del joven cura. Tenía dedos largos, limpios y tersos, con uñas bien cuidadas, sin una cutícula a la vista. Desde luego, no parecían las manos de un estrangulador de niños. Maggie iba muy descaminada. Tendría que estar interrogando a Ray Howard, no a Keller.

– ¿Puedo servirle un café? -preguntó el padre Keller, como si de verdad quisiera complacer a su visitante.

– No, gracias. No tardaré mucho -Nick se bajó la cremallera de la chaqueta y extrajo un bloc y un bolígrafo. Le dolía la mano. Los nudillos le sangraban a través del vendaje que se había hecho. Dejó la mano medio escondida en la manga para que no llamara la atención.

– Temo no poder contarle gran cosa, sheriff. Creo que ha sufrido un ataque al corazón.

– ¿Cómo dice?

– El padre Francis. Por eso ha venido, ¿no?

– ¿Qué pasa con el padre Francis?

– Dios mío, lo siento. Pensaba que había venido por eso. Creemos que sufrió un ataque al corazón y que se cayó por la escalera del sótano esta mañana.

– ¿Se encuentra bien?

– Lamento decirle que ha muerto, sheriff. Que Dios lo acoja en su seno -el padre Keller tiró de un hilo de la bata y eludió la mirada de Nick.

– Vaya, lo siento. No lo sabía.

– Ha sido una sorpresa para todos, sinceramente. Usted fue monaguillo del padre Francis, ¿verdad? En la antigua Santa Margarita.

– Parece que fue hace siglos -Nick se quedó mirando el fuego, recordando lo frágil que había notado al anciano cuando Maggie lo había estado interrogando.

– Disculpe, sheriff, pero si no ha venido por el padre Francis, ¿en qué puedo ayudarlo?

En un primer momento, el motivo se le escapó. Entonces, recordó el perfil de Maggie. El padre Keller encajaba en la descripción física; hasta los pies desnudos parecían del número 46. Pero, al igual que las manos, los tenía demasiado limpios, demasiado suaves para haber estado en el frío, corriendo entre rocas y ramas.

– Sheriff Morrelli, ¿se encuentra bien?

– Sí, estoy bien. Había venido a hacerle unas cuantas preguntas sobre… sobre el campamento de verano que usted organiza.

– ¿El campamento de verano? -¿era una mirada de confusión o de alarma? Nick no podía estar seguro.

– Tanto Danny Alverez como Matthew Tanner asistieron a su campamento este verano.