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– ¿En serio?

– ¿No lo sabía?

– Este año tuvimos a más de doscientos niños. Ojalá pudiera llegar a conocerlos a todos, pero no hay tiempo.

– ¿Se fotografía con todos ellos?

– ¿Cómo dice?

– Mi sobrino, Timmy Hamilton, tiene una fotografía de unos quince o veinte niños posando con usted y con el señor Howard.

– Ah, sí -el padre Keller se pasó los dedos por su pelo grueso y sólo entonces advirtió Nick que no estaba mojado-. Las fotos con las canoas. No todos los niños podían participar en las carreras pero, sí, sacamos fotos con los participantes. El señor Howard es un consejero voluntario. He intentado incluir a Ray en tantas actividades eclesiásticas como me ha sido posible desde que dejó el seminario el año pasado y vino a trabajar para nosotros.

Howard había estado en el seminario. Nick esperó a oír más.

– Así que Timmy Hamilton es su sobrino. Es un niño estupendo.

– Sí, sí, lo es -¿se atrevería a hacer más preguntas sobre Howard o era precisamente la distracción que buscaba el padre Keller? No había tenido necesidad de mencionar que Howard había dejado el seminario.

– Organizó un campamento de verano similar para niños en su anterior parroquia, ¿verdad, padre Keller? En Maine -Nick fingió consultar su bloc, aunque estaba en blanco-. En Wood River, creo que era -buscó una reacción, pero no vio ninguna.

– Así es.

– ¿Por qué dejó Wood River?

– Me ofrecieron un puesto de segundo párroco ayudante aquí, en Platte City. Podría decirse que fue un ascenso.

– ¿Tuvo conocimiento del asesinato de un niño en la zona de Wood River poco antes de su marcha?

– Vagamente. No sé si entiendo adonde quiere ir a parar, sheriff. ¿Me está acusando de saber algo sobre los asesinatos?

Su voz seguía sin reflejar alarma ni actitud defensiva, sólo preocupación.

– Sólo estoy comprobando el mayor número de pistas posibles -de pronto, se sentía ridículo. ¿Cómo podía Maggie haberlo impulsado a creer que un sacerdote católico podía ser un asesino? Entonces, cayó en la cuenta-. Padre Keller, ¿cómo sabía que fui monaguillo del padre Francis en la antigua iglesia de Santa Margarita?

– No lo sé. El padre Francis debe de habérmelo mencionado -una vez más, el cura eludió mirar a Nick a los ojos. Un repentino golpe de nudillos en la puerta los interrumpió, y el padre Keller se levantó rápidamente, casi demasiado, como si estuviera ansioso por escapar-. No estoy vestido para recibir visitas -sonrió a Nick mientras se remetía las solapas de la bata y se ajustaba el cinturón.

Nick aprovechó la oportunidad para escapar del calor del fuego. Se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación. Había pocos adornos: un lustroso crucifijo de madera oscura con un extremo afilado poco común… casi parecía una daga. También había varios cuadros originales de un artista desconocido. Bastante bonitos, aunque Nick no sabía mucho sobre arte. Las pinceladas de color verde brillante resultaban hipnóticas, al igual que los remolinos de amarillos y rojos sobre el fondo púrpura.

Fue entonces cuando las vio. Colocadas a un costado de la chimenea de ladrillo había un par de botas negras de goma todavía manchadas de nieve y dispuestas sobre un viejo felpudo. ¿Le habría mentido el padre Keller al decirle que no había salido en toda la tarde? O quizá fueran las botas de Ray Howard.

Nick oyó voces en el vestíbulo, un ápice de frustración en la del padre Keller y acusaciones en boca de una mujer. Se dirigió a paso rápido a la entrada, donde vio al padre Keller tratando de permanecer sereno y amable mientras Maggie O'Dell lo acosaba a preguntas.

Al principio, Nick no reconoció la voz de Maggie. Era ruidosa, estridente y beligerante… y la profería una mujer que parecía la quintaesencia del autodominio.

– Quiero ver ahora mismo al padre Francis -dijo, y apartó a un lado al padre Keller antes de que éste pudiera explicarse. Estuvo a punto de tropezar con Nick. Retrocedió, sobresaltada. Se miraron a los ojos. Había algo frenético y oscuro en los de ella… algo descontrolado, a juego con su voz-. Nick, ¿qué haces aquí?

– Podría preguntarte lo mismo. ¿No tienes que tomar un avión?

Parecía pequeña con el chaquetón verde demasiado grande y los vaqueros azules. Sin maquillaje y con el pelo alborotado, podría haber pasado por una universitaria.

– Han retrasado los vuelos.

– Disculpen -los interrumpió el padre Keller.

– Maggie, no conoces al padre Michael Keller. Padre Keller, ésta es la agente especial Maggie O'Dell.

– ¿Así que usted es Keller? -había acusación en su voz-. ¿Qué ha hecho con el padre Francis?

De nuevo, la beligerancia. Nick no comprendía aquella nueva estrategia. ¿Qué había sido de la mujer templada y serena que lo hacía parecer un irreflexivo?

– He intentado explicarle… -probó a decir el padre Keller otra vez.

– Sí, tiene muchas cosas que explicar. El padre Francis debía reunirse conmigo en el hospital a eso de las cuatro. No se presentó -miró a Nick-. Llevo llamando toda la tarde.

– Maggie, ¿por qué no pasas y te tranquilizas?

– No quiero tranquilizarme, quiero respuestas. Quiero saber qué diablos está pasando aquí.

– Esta mañana ha ocurrido un accidente -le explicó Nick, ya que Maggie no dejaba hablar al padre Keller-. El padre Francis se cayó por la escalera del sótano. Mucho me temo que ha muerto.

Maggie guardó silencio, repentinamente inmóvil.

– ¿Un accidente? -entonces, miró al padre Keller-. Nick, ¿estás seguro de que fue un accidente?

– ¡Maggie!

– ¿Cómo sabes que no lo empujaron? ¿Ha examinado alguien el cuerpo? Yo misma haré la autopsia si es necesario.

– ¿La autopsia? -repitió el padre Keller.

– Maggie, estaba viejo y frágil.

– Exacto. ¿Por qué iba a bajar la escalera del sótano?

– En realidad, es la bodega -intentó explicar el padre Keller.

Maggie se lo quedó mirando, y Nick advirtió que tenía los puños cerrados. No lo habría sorprendido si hubiera asestado un puñetazo al cura. Nick no entendía su comportamiento. Si estaba jugando a «poli malo, poli bueno», quería saberlo.

– ¿Qué es lo que insinúa, padre Keller? -preguntó por fin.

– ¿Insinuar? No insinúo nada.

– Maggie, creo que debemos irnos -dijo Nick, y la agarró con suavidad del brazo. Ella se desasió de inmediato y le lanzó una mirada que lo hizo retroceder. Volvió a clavar la vista en el padre Keller; después, se abrió paso entre los dos hombres y salió por la puerta.

Nick miró al sacerdote, que parecía tan avergonzado y confundido como él se sentía. Sin decir palabra, salió detrás de Maggie. La alcanzó en la acera, hizo ademán de agarrarle el brazo para frenarla un poco, pero se lo pensó mejor y se limitó a apretar el paso para mantenerse a su altura.

– ¿A qué diablos ha venido eso? -inquirió.

– Miente. Dudo que fuera un accidente.

– El padre Francis era un anciano, Maggie.

– Tenía algo importante que contarme. Cuando hablamos por teléfono esta mañana, noté que alguien más estaba escuchando la conversación. ¿No lo entiendes, Nick? -se detuvo en seco y se volvió para mirarlo-. Quien quiera que estuviera escuchando decidió detener al padre Francis antes de que pudiera contarme lo que sabía. Quizá la autopsia revele si lo empujaron o no. Yo misma la haré si…

– Maggie, para. No habrá ninguna autopsia. Keller no empujó a nadie, y no creo que tuviera nada que ver con los asesinatos. Esto es una locura. Tenemos que empezar a buscar a algunos sospechosos de verdad. Tenemos que…

Tenía cara de estar poniéndose enferma. Palideció y encogió los hombros; tenía los ojos llorosos.

– ¿Maggie?

Se dio la vuelta y se alejó corriendo de la acera en dirección a la nieve, por detrás de la casa parroquial y lejos de las brillantes farolas. Resguardada del viento y sujetándose a un árbol, dobló la cintura y empezó a vomitar. Nick hizo una mueca y mantuvo la distancia. Por fin comprendía la beligerancia, las ruidosas acusaciones, la ira tan poco característica de ella. Maggie O'Dell estaba borracha.