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– ¿Las llaves?

– De la camioneta.

– Dudo que esté cerrada con llave. Espere, me pondré el abrigo y unas botas y lo acompañaré.

– Gracias, padre. Se lo agradezco -Nick vio al cura dirigirse al costado de la chimenea y ponerse las botas de goma que había visto manchadas de nieve la noche anterior. De modo que eran de él. Claro que quizá la nieve se debiera a que había salido un momento a recoger más leña.

Los tres echaron a andar hacia la puerta. De pronto, Maggie se aferró a una pequeña mesa y se inclinó hacia delante.

– Oh, no. Creo que voy a vomitar otra vez -balbució.

– Maggie, ¿estás bien? -Nick lanzó una mirada al padre Keller-. Lleva así toda la mañana -le susurró. Después, se dirigió a Maggie-. ¿Se puede saber qué bebiste anoche?

– ¿Podría usar el servicio?

– Por supuesto -los ojos del padre Keller recorrían el suelo, claramente preocupado por la alfombra de color perla-. Por el pasillo, la segunda puerta a la derecha -dijo rápidamente, como si quisiera apremiarla.

– Gracias. Enseguida os alcanzo -desapareció por la esquina, sujetándose el costado.

– ¿Se pondrá bien? -el padre Keller parecía preocupado.

– Sí. Créame, no le conviene acercarse mucho a ella. Hace un rato, me puso las botas perdidas.

El cura hizo una mueca y miró las botas de Nick; después, lo siguió fuera, a la parte posterior de la casa parroquial.

La camioneta estaba encajada en un ventisquero, y tuvieron que abrir un camino con la pala para rescatar el viejo montón de chatarra. La puerta chirrió al abrirse. Un olor acumulado de humedad y de aire viciado llenó las fosas nasales de Nick. Daba la impresión de que no la hubieran usado desde hacía años. Nick sintió una punzada de decepción; estaba harto de seguir pistas infructuosas. Aun así, subió a la cabina empuñando una linterna y sin tener la menor idea de lo que estaba buscando. Debería dejar el registro a los expertos, pero se le estaba acabando el tiempo.

Se tumbó sobre el asiento agrietado de vinilo, alargó el brazo y lo dobló para buscar a tientas por la moqueta. Le costaba maniobrar en aquel espacio tan estrecho. El volante se le clavaba en el costado y la palanca de cambios se le hundía en el pecho… como cuando, a los dieciséis años, había usado el viejo Chevy de su padre para darse el lote con sus novias; sólo que su cuerpo ya no era tan flexible como antes.

– Dudo que haya nada salvo ratas en este montón de chatarra -dijo el padre Keller, de pie junto a la puerta.

– ¿Ratas? -Nick detestaba las ratas. Retiró la mano rápidamente, golpeándose los nudillos con un muelle salido. Cerró los ojos de dolor y se mordió el labio para reprimir las blasfemias. A continuación, abrió la guantera e inundó de luz el agujero con la linterna.

Con cuidado, removió los contados objetos: un manual amarillento del conductor, una aerosol de aceite multiusos, varias servilletas de McDonald's, una caja de cerillas de un lugar llamado La Dama de Rosa, una hoja plegada con direcciones y códigos que no reconocía y un pequeño destornillador. Cubrió la caja de cerillas con la mano sintiendo la mirada del padre Keller en la espalda. Antes de cerrar la guantera, deslizó los dedos por el fondo, por la honda ranura. Notó algo pequeño, liso y redondo, lo rescató y se lo metió en la mano, junto con la caja de cerillas. Se guardó los dos objetos en el bolsillo de la chaqueta después de comprobar que el padre Keller no podía verlo. Cuando empezó a cerrar el compartimento, vio una lista escrita en la hoja plegada. Como no podía leerla desde aquel ángulo, agarró el papel y lo escondió debajo de la manga. Después, cerró la guantera con fuerza.

– Aquí no hay nada -dijo mientras sacaba las piernas y se guardaba el papel en el bolsillo. Echó un último vistazo a su alrededor y advirtió que, aunque el habitáculo olía a moho y a cerrado, todo, el salpicadero, el asiento, la moqueta, estaba bastante limpio.

– Siento que haya sido una pérdida de tiempo -dijo el padre Keller, volviéndose hacia la casa parroquial.

– Todavía tengo que registrar la parte de atrás, padre.

El sacerdote se detuvo, vaciló y se volvió hacia él. El viento le agitaba la sotana con violencia y la hacía chasquear. En aquella ocasión, Nick reconoció una chispa de frustración en los ojos azules del padre Keller: frustración e impaciencia. De no ser un sacerdote, habría dicho que el padre Keller estaba cabreado.

Fuera lo que fuera, allí había algo más; algo que le hizo ansiar y temer a un tiempo lo que encontraría en la parte de atrás de la camioneta.

Maggie volvió a mirar por la ventana. Nick y el padre Keller seguían junto a la camioneta. Prosiguió su búsqueda por el largo pasillo, deteniéndose ante cada una de las puertas cerradas, escuchando y asomándose con cuidado a todas las habitaciones que no tenían echada la llave. Varias eran oficinas, una un cuarto de provisiones. Por fin, encontró un dormitorio.

Era una habitación sobria y pequeña de suelos de madera y paredes blancas. Un crucifijo sencillo adornaba la pared contra la que se apoyaba el cabecero de la estrecha cama. En el rincón vio una mesa pequeña con dos sillas y un velador en el que descansaban un viejo tostador y una tetera. La lámpara de la mesilla de noche desentonaba en aquel entorno tan sobrio por su pie con relieves de querubines; era el único objeto que llamaba la atención. Por lo demás, no había desorden.

Se dio la vuelta para salir y su mirada se posó en tres re-producciones enmarcadas colgadas de la pared contigua a la puerta. Eran reproducciones de cuadros renacentistas. Aunque no le resultaban familiares, reconocía el estilo: los cuerpos perfectamente definidos, el movimiento y el color. Cada uno representaba la tortura sangrienta de un hombre. Se acercó y leyó los títulos escritos en letra pequeña en la esquina inferior.

El martirio de San Sebastián, 1475, de Antonio del Pollaivolo mostraba a San Sebastián atado a un pedestal y con flechas clavadas en el cuerpo. En El martirio de San Erasmo, 1629, de Nicolás Poussin, unos querubines sobrevolaban a un gentío de hombres que sacaba las entrañas de otro que estaba encadenado.

Maggie no entendía cómo alguien podía adornar las paredes de su dormitorio con aquellas obras de arte. Echó un vistazo a la última reproducción: El martirio de San Hermión, 1512, de Matthias Anatello, mostraba a un hombre atado a un árbol y a sus acusadores rajándole el cuerpo con cuchillos y machetes. Ya estaba saliendo por la puerta cuando algo la hizo fijarse otra vez en la última reproducción. Sobre el pecho del mártir había varios tajos sangrientos, dos diagonales perfectas que se cruzaban para crear una cruz serrada o, desde donde estaba Maggie, una equis inclinada. ¡Pues claro! Por fin lo entendía. Los cortes en los pechos de los niños no eran una equis, sino una cruz. Y la cruz era parte de su ritual, una marca, un símbolo. ¿Creía estar convirtiendo a los niños en mártires?

Oyó pasos acercándose hacia el dormitorio. Maggie salió al pasillo justo cuando Ray Howard doblaba la esquina. Encontrarla allí lo sobresaltó, pero se fijó en que tenía la mano en el pomo de la puerta.

– Usted es esa agente del FBI -dijo en tono acusador.

– Sí, he venido con el sheriff Morrelli.

– ¿Qué hacía en la habitación del padre Keller?

– Ah, ¿era la habitación del padre Keller? Estoy buscando el cuarto de baño, pero no lo encuentro.

– Porque está al otro lado del pasillo -la regañó, señalando el lugar correcto y siguiéndola con la mirada como si no se fiara de ella.

– ¿De verdad? Gracias -Maggie pasó junto a él, recorrió el pasillo y se detuvo delante de la puerta indicada. Volvió a mirarlo-. ¿Aquí?

– Sí.

– Gracias otra vez -entró y pegó el oído a la puerta durante varios minutos. Cuando volvió a asomarse, vio a Ray Howard entrando en el dormitorio del padre Keller.