La parte posterior de la camioneta estaba llena de nieve, pero Nick saltó por encima de la cancela posterior.
– ¿Podría pasarme la pala, padre?
El sacerdote permanecía paralizado, contemplando la nieve que engullía las piernas de Nick. Keller tenía las manos desnudas en el pecho, con los dedos largos entrelazados, como si estuviera rezando. El viento le agitaba el pelo negro y ondulado. Tenía las mejillas coloradas y los ojos de un color azul aguado.
– Padre Keller, la pala, por favor -volvió a pedirle Nick, señalándosela en aquella ocasión.
– Claro -se dirigió al árbol en el que la habían dejado apoyada-. Dudo que haya ahí nada que pueda serle de utilidad.
– Enseguida lo veremos.
Nick tuvo que inclinarse bastante para agarrar la pala, ya que el padre Keller no hizo esfuerzo alguno por pasársela. El comportamiento del cura le disparaba la adrenalina. Allí había algo, lo presentía. Empezó a cavar con frenesí, pero se obligó a calmarse y a dar paladas más pequeñas para no arrojar las pruebas fuera de la caja. El cierre lateral para el ganado crujía con cada ráfaga de viento. El frío le traspasaba la chaqueta y, sin embargo, notaba el sudor en la espalda y dentro de los guantes de cuero que había encontrado con la pala en el cobertizo de herramientas.
De pronto, la pala chocó contra algo duro, incrustado bajo la nieve. Aquel ruido sordo alertó al padre Keller, que se aproximó a la cancela de atrás para escudriñar el agujero que Nick estaba haciendo.
Nick cavó en torno al objeto con cuidado. Incapaz de contener la curiosidad, soltó la pala e hincó las rodillas en la nieve. Palpaba los bordes del objeto, pero seguía sin poder determinar lo que era. Estaba envuelto en nieve y trocitos de hielo, así que debía de haber estado caliente al caer sobre el montón de nieve.
Por fin, Nick vio algo que parecía piel. El corazón se le desbocó. Con las manos retiraba y rompía el hielo. Se desprendió un trozo enorme, y Nick retrocedió, sorprendido.
– ¡Santo Dios! -exclamó, con náuseas repentinas.
Miró al padre Keller, que hizo una mueca y retrocedió. Encajado en la tumba de nieve yacía un perro muerto; tenía el pelaje negro levantado, la piel hecha jirones y el cuello cortado.
Nick y el padre Keller estaban subiendo los peldaños justo cuando Maggie salía por la puerta principal de la casa parroquial. Nick la miró a los ojos de inmediato, ansioso de ver si había averiguado algo, pero no leyó nada en la rápida mirada que le lanzó ni en la sonrisa que le dirigió al padre Keller.
– ¿Se encuentra mejor? -el padre Keller parecía sinceramente preocupado.
– Mucho mejor, gracias.
– Me alegro de que no nos hayas acompañado -comentó Nick, todavía con el estómago levantado. ¿Quién podía ser capaz de descuartizar a un perro indefenso? Pero se sintió ridículo: era evidente quién lo había hecho.
– ¿Por qué? ¿Qué habéis encontrado? -quiso saber Maggie.
– Luego te lo cuento.
– ¿Les apetece ahora un poco de té? -les ofreció el padre Keller.
– No, gracias. Tenemos que…
– Pues sí -lo interrumpió Maggie-. Puede que así se me asiente el estómago. Bueno, si no es mucha molestia, padre.
– Por supuesto que no. Pasen. Veré si tenemos algunos dulces.
Entraron detrás del sacerdote y, una vez más, Nick intentó intercambiar una mirada con Maggie, porque no entendía aquel repentino entusiasmo por pasar más tiempo en compañía de un sacerdote al que aborrecía.
– Me alegra ver que invierte en los comerciantes locales -comentó el padre Keller mientras le quitaba la parka. Ella sonrió sin darle explicaciones y entró en el salón. Nick empezó a sacudirse las botas en el felpudo del vestíbulo, alzó la vista y sorprendió al padre Keller admirando los vaqueros ajustados de Maggie. No era una simple ojeada, sino una mirada larga y placentera. De pronto, el sacerdote volvió la cabeza, y Nick se inclinó sobre la cremallera de la chaqueta, fingiendo estar forcejeando con ella. Antes de que el recelo y el enojo afloraran en su mente, recordó que el padre Keller también era un hombre. Y Maggie estaba magnífica en vaqueros y con ese jersey rojo ajustado. Un hombre tenía que estar muerto para no darse cuenta.
El padre Keller desapareció por el pasillo, y Nick se reunió con Maggie delante de la chimenea.
– ¿Qué pasa? -susurró.
– ¿Tienes el móvil de Christine?
– Lo llevo en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Podrías traérmelo?
Se la quedó mirando, esperando una explicación, pero ella se puso en cuclillas delante del fuego para calentarse las manos. Cuando Nick regresó con el móvil, estaba removiendo las cenizas con un atizador. Nick se mantuvo de pie de espaldas a ella, como si estuviera montando guardia.
– ¿Qué haces? -costaba susurrar con los labios apretados.
– Antes he olido a goma quemada.
– Volverá de un momento a otro.
– Fuera lo que fuera, ya ha quedado reducido a cenizas.
– ¿Leche, limón, azúcar? -el padre Keller apareció con una bandeja llena. Cuando la dejó en el banco que estaba junto a la ventana, Maggie ya estaba de pie junto a Nick.
– Limón, por favor -contestó Maggie con naturalidad.
– Con leche y azúcar para mí -dijo Nick, y se percató de que estaba dando golpecitos en el suelo con el pie.
– Si me disculpáis, tengo que hacer una llamada -anunció Maggie de repente.
– Hay un teléfono en el despacho, al final del pasillo -señaló el padre Keller.
– No, gracias. Usaré el móvil de Nick. ¿Puedo?
Nick le pasó el teléfono, todavía buscando alguna pista de lo que Maggie estaba tramando. Ella se refugió en el vestíbulo para disponer de cierta intimidad mientras el padre Keller le entregaba a Nick una taza de té humeante.
– ¿Quiere un dulce? -el sacerdote le ofreció una fuente de pasteles variados.
– No, gracias -Nick intentó seguir a Maggie con la mirada, pero había desaparecido.
Empezó a sonar un teléfono. El timbre se oía lejano pero insistente. El padre Keller se mostró perplejo; después, salió rápidamente al pasillo.
– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell?
Nick dejó la taza con estrépito, quemándose la mano. Salió del salón y vio a Maggie con el móvil pegado a la oreja mientras caminaba por el pasillo, deteniéndose y escuchando en cada puerta. El padre Keller la seguía de cerca, interrogándola sin recibir respuesta.
– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell? -intentó bloquearle el paso, pero Maggie se coló por un lateral. Nick se acercó corriendo por el pasillo, con los nervios de punta y la adrenalina nuevamente disparada.
– ¿Qué está pasando, Maggie?
El timbre ahogado del teléfono seguía sonando, cada vez más cerca. Por fin, Maggie abrió la última puerta de la izquierda y el sonido se volvió claro y enérgico.
– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Maggie desde el umbral. Una vez más, el padre Keller estaba paralizado. Parecía confuso, pero también indignado-. Padre Keller, ¿sería tan amable de buscar el teléfono? -preguntó con educación, apoyándose en la jamba de la puerta, con cuidado de no entrar-. Suena como si estuviera en uno de esos cajones.
El sacerdote seguía sin moverse; tenía la mirada clavada en la habitación. A Nick el timbre lo estaba desquiciando. Entonces, comprendió que era Maggie quien había marcado el número. Vio el móvil de Christine iluminado y parpadeando con cada timbrazo del teléfono escondido.
– Padre Keller, por favor, busque el teléfono -le volvió a decir.
– Ésta es la habitación de Ray. No creo que sea correcto que rebusque entre sus cosas.
– Saque el teléfono, por favor. Es negro, pequeño, de ésos que se abren.
Se la quedó mirando un momento más; después entró en el dormitorio despacio y con paso vacilante. A los pocos segundos, los timbrazos cesaron. El sacerdote regresó al umbral y le pasó el pequeño teléfono móvil. Maggie se lo arrojó a Nick.