– No tardes mucho, cielo. Esto no es como tu periódico; no podemos parar la rotativa. Esto es el directo -tomó el vaso de agua y bebió en pequeños sorbos para no estropearse el pintalabios.
Christine se preguntó si McManus sabría cómo se llamaba Timmy sin la ayuda del TelePrompTer. A la cotizada presentadora le importaban un comino Timmy, Danny y Matthew. Santo Dios, ¡qué cerca había estado de convertirse en una Darcy McManus!
Christine se dirigió a la parte de atrás del plató, con cuidado de no tropezar con los cables. En cuanto se apartó de los focos, su cuerpo sintió una brisa de aire fresco. Podía respirar otra vez. Siguió caminando por el estrecho pasillo, esquivando a los ayudantes de plató y pasando delante de los servicios, de los vestuarios hasta atravesar, por fin, la puerta gris metálica marcada con el letrero de Salida.
– ¿Estoy detenido? -quiso saber Ray Howard mientras movía nerviosamente los dedos en la silla de respaldo alto.
Maggie se lo quedó mirando. Los ojos sobresalían sobre su tez pastosa; eran unos ojos insípidos, de un color gris deslavazado y con pequeñas venas rojas que ponían en evidencia su agotamiento. Ella se frotó la nuca para disipar su propio cansancio. Intentó recordar cuándo había dormido por última vez.
La pequeña sala de conferencias zumbaba con el goteo del café recién hecho, que llenaba la habitación con su aroma. Un chorro de sol naranja se filtraba por las persianas venecianas. Nick y ella llevaban allí horas, haciendo las mismas preguntas y obteniendo las mismas respuestas. Aunque había insistido en interrogar a Howard, seguía sin creer que fuera el asesino. Nada había cambiado, pero confiaba en que supiera algo, cualquier cosa, y cediera a la presión. Nick, sin embargo, persistía, convencido de que Howard era su hombre.
– No, Ray. No estás detenido -contestó Nick por fin.
– Sólo pueden retenerme aquí durante cierto número de horas.
– ¿Y cómo sabes eso, Ray?
– Eh, veo Homicidio y Policías de Nueva York. Conozco mis derechos. Y tengo un amigo que es poli.
– ¿En serio? ¿Tienes un amigo?
– Nick -lo previno Maggie.
Nick puso los ojos en blanco y se remangó la camisa. Maggie vio que tenía los puños cerrados y que su impaciencia bullía a flor de piel.
– Ray, ¿te apetece un poco de café recién hecho? -preguntó Maggie con vacilación. El conserje bien vestido vaciló; después, asintió.
– Con leche y dos cucharaditas de azúcar. Leche fresca. Si tiene. Y prefiero no usar azucarillos.
– ¿Qué tal algo de comer? Sé que no ha almorzado, y ya casi es la hora de cenar. Nick, podríamos pedir algo de Wanda's.
Nick frunció el ceño, pero Howard se enderezó, encantado.
– Me encantan los filetes de pollo frito de Wanda's.
– Estupendo. Nick, ¿podrías encargar un filete de pollo frito para el señor Howard?
– Con puré de patatas y salsa de carne, no de pimienta. Y me gusta el aderezo italiano para la ensalada. Pero sin mezclar.
– ¿Algo más? -Nick no se molestó en ocultar su impaciencia ni su sarcasmo. Howard volvió a encogerse en la silla.
– No, nada más.
– ¿Y para usted, agente O'Dell? -le lanzó una mirada de desprecio impregnada de frustración.
– Un sandwich de jamón y queso. Creo que ya sabes cómo me gusta -le sonrió, y la complació ver que relajaba la mandíbula y que su mirada se suavizaba.
– Sí, lo sé -era obvio que el recuerdo había reemplazado de inmediato el sarcasmo y la frustración-. Enseguida vuelvo.
Maggie dejó una taza de café humeante delante de Howard; después, caminó a lo largo de la habitación, esperando a que el conserje se relajara. Encendió las luces del techo. Los fluorescentes inundaron de luz la sala y lo hicieron parpadear. Le recordaba a un lagarto con sus parpadeos lentos mientras probaba el café caliente con la lengua larga. Cuando vio que se había olvidado de su presencia, se colocó detrás de él y dijo:
– Sabes dónde está Timmy Hamilton, ¿verdad, Ray?
Dejó de sorber. Enderezó la espalda, dispuesto a defenderse otra vez.
– No, no lo sé. Y tampoco sé qué hacía ese teléfono en mi cajón. No lo había visto nunca.
Maggie rodeó la mesa y se sentó justo delante de él. Los ojos de lagarto trataron de eludir su mirada y, por fin, se posaron en su barbilla. Bajó la vista fugazmente a sus senos, aunque no lo bastante deprisa para impedir que el rubor trepara por su cuello blanco.
– El sheriff Morrelli cree que mataste a Danny Alverez y a Matthew Tanner.
– Yo no he matado a nadie -barbotó.
– ¿Ves? Yo te creo, Ray.
Pareció sorprenderse y la miró a los ojos para ver si era un truco.
– ¿De verdad?
– No creo que hayas matado a esos niños.
– Me alegro, porque no lo he hecho.
– Pero creo que sabes más de lo que nos cuentas. Creo que sabes dónde está Timmy.
No protestó, pero lanzó miradas por toda la habitación: el lagarto buscaba una salida. Sostenía el tazón con las dos manos, y Maggie advirtió que tenía las uñas mordidas, algunas de forma alarmante. Desde luego, no parecían las uñas de una persona obsesionada con la limpieza.
– Si nos lo dices, podremos ayudarte, Ray. Pero si averi-guamos que lo sabías y que no nos lo habías dicho, podrías acabar cumpliendo condena durante mucho tiempo, aunque no hayas matado a esos niños.
El conserje se miró la mano y empezó a morderse y a pelar las pocas uñas que le quedaban.
– ¿Dónde está Timmy, Ray?
– ¡No sé dónde está ningún niño! -gritó, conteniendo la furia con los dientes amarillos apretados-. Y el que use la camioneta algunas veces para cortar leña no significa nada.
Maggie se pasó los dedos por el pelo. La falta de sueño y de comida le provocaba mareos. ¿Habrían perdido toda la tarde? Keller podría haber escondido fácilmente el móvil en la habitación de Howard. Sin embargo, Maggie sospechaba que el conserje estaba al tanto de todo lo que ocurría en la casa parroquial.
– ¿Dónde cortas leña, Ray?
Se la quedó mirando, todavía lamiéndose las uñas. Intentaba adivinar por qué quería saberlo.
– He visto la chimenea de la casa parroquial -prosiguió Maggie-. Debe de consumir una tonelada de leña en invierno, sobre todo, este año que ha llegado tan pronto.
– Cierto. Y al padre Francis le gusta… -se interrumpió y bajó la mirada al suelo-. Que en paz descanse -murmuró a sus pies, y volvió a alzar la vista-. Le gustaba que esa habitación estuviera muy caliente.
– Entonces, ¿adonde vas?
– Al río. La iglesia todavía tiene allí un trozo de tierra en propiedad. Donde está la vieja iglesia de Santa Margarita. Era muy hermosa, pero se está viniendo abajo. Hay muchos olmos y nogales secos, unos cuantos robles y multitud de arces de río. La madera de nogal es la que mejor se quema -se interrumpió y miró por la ventana.
Maggie siguió su mirada vacía. El sol se hundía en el horizonte cubierto de nieve, proyectando un rojo sangriento sobre el manto blanco. Cortar leña le había recordado algo, pero ¿qué?
Sí, Ray Howard sabía mucho más de lo que decía, y ni la amenaza de cárcel ni la promesa del pollo frito de Wanda's lo inducirían a hablar. Iban a tener que dejarlo marchar.
Nick colgó el teléfono y se recostó en el sillón de su despacho para frotarse los ojos y borrar de ellos el enojo. Sabía que Maggie había visto lo ansioso que estaba por golpear algo, quizá incluso a Ray Howard. ¿Cómo hacía ella para permanecer tan serena?
No podía dejar de pensar en Timmy. Era como si le hubieran instalado una bomba de relojería en el pecho, y el tictac cada vez sonaba más deprisa retumbando en sus costillas. Se les estaba agotando el tiempo.
Aaron Harper y Eric Paltrow habían sido asesinados en un intervalo inferior a dos semanas. Matthew Tanner había sido raptado una semana después que Danny Alverez. Sólo habían pasado unos días y Timmy había desaparecido. Algo estaba acelerando al asesino. Si no conseguían atraparlo, ¿volvería a desaparecer durante seis años? Peor aún, ¿se integraría en la comunidad, como había hecho antes? Si no era Howard ni Keller, ¿quién diablos era?