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Nick tomó la hoja arrugada de encima de la mesa. La misteriosa hoja con códigos y direcciones que había encontrado en la guantera de la camioneta tenía una extraña lista de la compra escrita en el reverso. Volvió a leer los artículos, tratando de darles una lógica. Manta de lana, queroseno, cerillas, naranjas, Snickers, raviolis, veneno para ratas. Quizá fuera una sencilla lista para una acampada, pero su instinto le decía que se trataba de algo más.

Llamaron a la puerta, y Hal entró sin esperar una invitación. Tenía los hombros encogidos de agotamiento y el pelo pegado a la cabeza de tantas horas sin quitarse el sombrero.

– ¿Qué has averiguado, Hal?

Se dejó caer en la silla del otro lado del escritorio.

– La ampolla vacía que has encontrado en la camioneta contenía éter.

– ¿Éter? ¿De dónde diablos ha salido?

– Seguramente, del hospital. Hablé con el director, y dijo que tenían ampollas parecidas en el depósito de cadáveres. Lo utilizan como una especie de disolvente, pero podría utilizarse para hacer perder el conocimiento a una persona. Con respirarlo un poco, basta.

– ¿Quién podría tener acceso al depósito de cadáveres?

– Cualquiera, la verdad. No cierran la puerta con llave.

– ¿En serio?

– Piénsalo, Nick. Raras veces se usa el depósito de cadáveres y, cuando lo hacen, ¿quién va a husmear por ahí?

– Cuando se está llevando a cabo una investigación criminal, debería estar cerrado con llave para que sólo pudieran entrar personas autorizadas -Nick tomó un bolígrafo y empezó a tamborilear con él sobre la mesa para desahogar su furia. Todavía sentía deseos de golpear algo.

Hal guardó silencio y, cuando Nick lo miró, se preguntó si hasta Hal pensaría que estaba desquiciándose.

– ¿Has encontrado alguna huella en el vial?

– Sólo las tuyas.

– ¿Y las cerillas?

– Bueno, no es un local de striptease. La Dama de Rosa es un pequeño bar barbacoa del centro de Omaha, situado a una manzana de la comisaría de policía. Muchos agentes de policía son clientes del local. Eddie dice que sirven las mejores hamburguesas de la ciudad.

– ¿Eddie?

– Sí, Gillick era policía municipal antes de mudarse aquí. Pensaba que lo sabías. Claro que hace mucho tiempo de eso… seis o siete años.

– No me fío de él -barbotó Nick; y lo lamentó en cuanto vio la cara de Hal.

– ¿De Eddie? ¿Y por qué no ibas a fiarte de Eddie?

– No lo sé. Olvida lo que he dicho.

Hal movió la cabeza y se levantó de la silla. Ya estaba saliendo por la puerta cuando se dio la vuelta, como si hubiera olvidado algo.

– ¿Sabes, Nick? No quiero que te lo tomes a mal, pero hay muchas personas en esta oficina que piensan lo mismo de ti.

– ¿Y qué es lo que piensan? -Nick se enderezó. Dejó de dar golpecitos con el bolígrafo.

– Tienes que reconocer que conseguiste este trabajo gracias a tu padre. ¿Qué experiencia tienes en la defensa de la ley? Oye, Nick, soy tu amigo, y estaré contigo hasta el final. Pero quiero que sepas que algunos de los chicos tienen dudas. Creen que estás dejando que O'Dell dirija el espectáculo.

Ya estaba… la bofetada que había estado esperando durante días. Se pasó una mano por la mandíbula como si pudiera suavizar el dolor.

– Ya lo había imaginado; sobre todo, desde que mi padre dirige su propia investigación.

– Eso es otra cosa. ¿Sabes que tiene a Eddie y a Lloyd localizando a ese tal Mark Rydell?

– ¿Rydell? ¿Quién diablos es Rydell?

– Un amigo o compañero de Jeffreys.

– Dios, ¿es que a nadie le entra en la cabeza? Jeffreys no mató a los tres… -se interrumpió al ver a Christine en el umbral.

– Tranquilo, Nick, no estoy aquí como periodista -vaciló; después, entró. Tenía el pelo alborotado, los ojos rojos, la cara manchada de lágrimas, la trinchera mal abrochada. Estaba hecha unos zorros-. Tengo que hacer algo. Tienes que dejarme ayudar.

– ¿Te apetece un café, Christine? -preguntó Hal.

– Sí, gracias.

Hal miró a Nick a modo de despedida y se marchó.

– Pasa, siéntate -dijo Nick, y tuvo que reprimir el impulso de levantarse y ayudarla a atravesar la habitación. Lo desquiciaba verla así. Era su hermana mayor, él era el que siempre lo hacía todo mal, ella la fuerte. Incluso cuando Bruce se fue. En aquellos momentos, le recordaba a Laura Alverez con su inquietante calma.

– Corby me ha dado unos días libres, pero con la condición de que el periódico tenga la exclusiva de lo que pase -se quitó la gabardina, la arrojó con descuido sobre una silla y empezó a dar vueltas delante de la mesa, aunque no parecía tener fuerzas ni siquiera para mantenerse en pie-. ¿Has tenido suerte intentando localizar a Bruce? -eludió mirarlo, pero Nick ya sabía que era un tema espinoso que su hermana no tuviera la más remota idea de dónde se encontraba su marido.

– Todavía no, pero puede que se entere de lo de Timmy por la tele y se ponga en contacto con nosotros.

Christine hizo una mueca.

– Tengo que hacer algo, Nick. No puedo quedarme sentada en casa esperando. ¿Qué haces con eso? -señaló la lista de la compra, que había dejado boca abajo, con los extraños códigos a la vista.

– ¿Sabes lo que es?

– Claro, la etiqueta de un fardo.

– ¿El qué?

– La etiqueta de un fardo. Los repartidores reciben una cada día con la prensa. ¿Ves? Señala el número de la ruta, el código de cada repartidor, el número de periódicos que ha de repartir y las paradas de la ruta.

Nick se levantó del sillón y dio la vuelta a la mesa para ponerse a su lado.

– ¿Puedes saber de quién es y de qué día?

– A ver… Es del domingo diecinueve de octubre. El código del repartidor es ALV0436. Por las direcciones que figuran en las paradas parece que… -miró a Nick con los ojos muy abiertos-. Ésta es la ruta de Danny Alverez. Y del domingo en que desapareció. ¿Dónde has encontrado esto, Nick?

Cuando anochecía, anochecía deprisa. A pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, la perspectiva de una larga noche a oscuras minaba las defensas de Timmy.

Se había pasado el día tratando de idear la manera de fugarse o, al menos, de enviar una señal de auxilio. Desde luego, no era tan fácil como parecía en las películas, pero lo había ayudado a mantenerse centrado. El desconocido le había llevado tebeos de Flash Gordon y de Superman. Aun equipado con los secretos de aquellos superhéroes, Timmy no podía huir. A fin de cuentas, era un niño pequeño y flaco de diez años. Pero en el campo de fútbol había aprendido a sacar partido de su delgadez, colándose entre los jugadores. Quizá no fuera fuerza lo que necesitaba, sino maña.

Costaba trabajo pensar cuando la oscuridad empezaba a devorar los rincones de la habitación, pero a la lámpara le quedaba muy poco queroseno, así que debía encenderla lo más tarde posible.

Se había pasado el día aguzando el oído para oír voces, perros ladrando o motores de coches, campanas de iglesia o sirenas de emergencia. Aparte del silbido lejano de un tren y del ruido de un reactor al cruzar el cielo, no había oído nada. Tenía la sensación de estar lejos, muy lejos, de nadie que pudiera ayudarlo.

Algo correteó por el suelo, un clic clac de minúsculas uñas sobre la madera. El corazón empezó a latirle con fuerza y los temblores lo sacudieron. Encendió el mechero, pero no podía ver nada. Por fin, cedió. Sin levantarse de la cama, se inclinó hacia la caja de embalaje y encendió la lámpara. Su luz dorada llenó de inmediato la habitación. Debería haber sentido alivio, pero se hizo un ovillo y se arropó, tapándose hasta la barbilla con la manta. Y, por primera vez desde que su padre se había marchado, Timmy cedió a las lágrimas.