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– Desde que Eddie lo tumbó de un puñetazo -terminó Howard por Adam. Les sonrió por encima de su tenedor lleno de puré de patatas-. Eddie es mi hombre -dijo, y se metió el tenedor en la boca.

– ¿Qué quieres decir con eso? -le espetó Maggie, y la mirada de Howard le indicó que había sido demasiado brusca. Había vuelto a ponerlo nervioso.

– Nada. Es amigo mío, nada más.

– ¿El agente Gillick es amigo tuyo? -miró a Adam, que se limitó a encogerse de hombros.

– Sí, es un amigo. Eso no es ningún delito, ¿no? Hacemos cosas juntos. Nada del otro mundo.

– ¿Qué cosas?

Howard miró a Adam; había dejado de cortar el filete y de llevarse comida a la boca. Enderezó la espalda. Cuando volvió a mirar a Maggie, ésta vio el frío desafío en sus ojos.

– A veces, viene a la casa parroquial y juega a las cartas con el padre Keller y conmigo. A veces, él y yo salimos juntos a comer hamburguesas.

– ¿Gillick y tú?

– ¿No ha dicho que podía irme?

Se lo quedó mirando. Sí, aquellos ojos sagaces de reptil sabían mucho, mucho más. En el fondo, Maggie estaba convencida de que no era el asesino, a pesar de las corazonadas de Nick. Howard podía haber tenido la desgracia de estar en posesión de su móvil, pero no era el asesino. Su cojera jamás le permitiría correr por la pronunciada ladera próxima al río, ni mucho menos cargar con un niño de entre treinta y treinta y cinco kilos de peso. Y, a pesar de sus astutos comentarios, no era lo bastante inteligente para llevar a cabo una serie de asesinatos.

– Sí, he dicho que podías marcharte -contestó finalmente, sin dejar de mirarlo. Quería que viera la sospecha, que sudara un poco, que metiera la pata. En cambio, Howard siguió cargando el tenedor de comida, sujetándola con el cuchillo, para luego llenarse la boca y empezar a masticar.

Maggie le hizo una seña a Adam, y éste la siguió fuera. Una vez en el pasillo, se detuvo y se recostó en la pared para no caerse de agotamiento. Adam esperaba con paciencia, lanzando rápidas miradas a izquierda y derecha, como si quisiera asegurarse de que nadie lo veía a solas con la agente O'Dell. Era demasiado joven para haber trabajado a las órdenes del viejo Morrelli aunque él también se mostraba ansioso por agradar, por formar parte del grupo. Aun así, su respeto a la autoridad abarcaba a Maggie, y estaba dispuesto a escuchar.

– Te has criado en Platte City, ¿verdad?

La pregunta lo sorprendió. Era natural. Asintió de todas formas.

– ¿Qué puedes contarme sobre la vieja iglesia, la que está en el campo?

– Fuimos a verla, si es a eso a lo que se refiere. Lloyd y yo estuvimos allí antes de la nevada y después, otra vez. Tiene las puertas y las ventanas condenadas. No había pisadas ni huellas de neumáticos, como si nadie se hubiera acercado allí en años.

– ¿Está cerca del río?

– Sí, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Supongo que por eso se llama así. Figura como monumento histórico, por eso no la han derribado.

– ¿Cómo sabes todo eso? -fingió estar interesada, aunque su localización era lo único que necesitaba saber. Si Howard iba allí a cortar leña, quizá hubiera visto algo en los alrededores.

– Mi padre tiene una parcela cerca -prosiguió Adam-. Quiso comprar el terreno de la iglesia y tirar abajo el edificio. Es una tierra de cultivo magnífica. El padre Keller le dijo que no podía derribarla por su carácter histórico. Se usó como parte del Ferrocarril Subterráneo de John Brown allá por el 1860. Se supone que hay un túnel que va de la iglesia al cementerio.

Maggie se irguió, repentinamente interesada. Adam parecía complacido.

– Escondían a esclavos fugitivos en la iglesia. De noche, usaban el túnel para llevarlos al río, desde donde viajaban en botes río arriba hasta el siguiente escondrijo. Hay una vieja iglesia cerca de Nebraska City que también formaba parte del Ferrocarril. Ésa la han convertido en un reclamo para los turistas; ésta está demasiado deteriorada. Dicen que el túnel se ha hundido… por estar demasiado cerca del río. Ya ni siquiera se usa el cementerio. Hace años, cuando el río creció, removió algunas tumbas. Hasta aparecieron ataúdes flotando en el río. Fue espeluznante.

Maggie imaginó el cementerio desierto y el caudaloso río sacando a los muertos de sus sepulturas. De pronto, le pareció el lugar ideal para un asesino obsesionado con la salvación de sus víctimas.

Decidió dejar a Nick una nota, aunque no sabía qué decir. Querido Nick, he salido a buscar al asesino a un cementerio. Sonaba extraño, pero sería más de lo que había dejado antes de salir corriendo en busca de Albert Stucky. Salvo que aquella noche, no había tenido intención real de buscar a Stucky; simplemente, había seguido una pista con la esperanza de encontrar su escondrijo. No se le pasó por la cabeza que podía estar esperándola, tendiéndole una trampa, hasta que no fue demasiado tarde. ¿Podía ser lo que tramaba aquel asesino? ¿Le había tendido una trampa y esperaba que cayera en ella?

– Creo que Nick se ha ido -le dijo Lucy desde el final del pasillo al ver a Maggie con la mano en el pomo de la puerta del despacho.

– Lo sé, sólo voy a dejarle una nota.

Lucy no parecía satisfecha, y se plantó las manos en las caderas, como si esperara más explicaciones. Cuando Maggie no se las dio, añadió:

– Te han llamado antes de la archidiócesis.

– ¿Algún mensaje? -Maggie había hablado con un tal hermano Jonathan, y éste le había asegurado que la Iglesia no creía que la muerte del padre Francis pudiera haber sido fruto de un acto criminal, sólo un desafortunado accidente.

– Espera -Lucy suspiró y rebuscó entre el montón de mensajes-. Aquí está. El hermano Jonathan dijo que el padre Francis no tiene parientes vivos. La Iglesia se ocupará de organizar su entierro.

– ¿No han dicho si nos dejan hacer la autopsia?

Lucy la miró, sorprendida. A Maggie ya no le importaba lo que pudiera pensar.

– He tomado el mensaje yo misma -contestó Lucy-. No dijo nada más.

– Está bien, gracias -Maggie volvió a poner la mano en el pomo de la puerta.

– Si quieres, puedo darle a Nick tu mensaje.

– Gracias, pero casi prefiero dejárselo sobre la mesa.

Maggie entró, pero dejó las luces apagadas y se sirvió del resplandor de las farolas de la calle para guiarse. Tropezó con la pata de una silla.

– ¡Mierda! -masculló, y se inclinó para frotarse la espinilla. Al hacerlo, vio a Nick sentado en el suelo, en el rincón. Tenía las rodillas flexionadas contra el pecho y la mirada puesta en la ventana, como si no se hubiera percatado de su presencia.

Sin decir palabra, se acercó a él y se sentó en silencio a su lado. Siguió su mirada. Desde aquel ángulo, el marco recortaba un trozo de cielo negro. Por el rabillo del ojo vio el labio roto, magullado e hinchado, la mandíbula manchada de sangre seca. Seguía sin moverse, sin dar indicios de haber advertido su presencia.

– ¿Sabes, Morrelli? Para haber sido jugador de fútbol, peleas como una nena.

Quería enfurecerlo, sacarlo del aturdimiento. Reconocía aquel aturdimiento, aquel vacío, que podía paralizar a una persona si no se le hacía frente. No hubo respuesta. Ella permaneció sentada en silencio, junto a él. Debía levantarse, irse; no podía permitirse el lujo de compartir su dolor, ni el riesgo de preocuparse por él. Su propia vulnerabilidad ya era un tremendo inconveniente; no podía asumir la de él.

Justo cuando estaba estirando las piernas para levantarse, Nick dijo:

– Mi padre fue injusto al decir lo que dijo sobre ti.

Maggie volvió a recostarse en la pared.

– ¿Quieres decir que no tengo un trasero bonito?

Por fin, reconoció un atisbo de sonrisa.

– Está bien, sólo medio injusto.

– No te preocupes, Morrelli, he oído cosas peores -aunque siempre la sorprendía lo mucho que escocían.

– ¿Sabes? Cuando empezó todo esto, lo único que me importaba era lo que dirían de mí, si pensarían que soy un incompetente.