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– ¿Cómo sé que no es un truco?

– No lo sabes.

Deslizó los dedos por debajo del cuello de la gabardina, desabrochándola y abriéndola hasta que pudo verle la blusa y la falda. A Christine le erizaba el vello sentir sus caricias; le costaba trabajo disimular su repugnancia. Ni siquiera la nicotina la ayudaba.

– Eso no es justo, Eddie. Tiene que haber algo para mí.

Él fingió sentirse dolido.

– Pensaba que un orgasmo increíble sería suficiente.

Le rozó los senos con las yemas de los dedos. Christine tuvo que contenerse para no apretar el cuerpo contra el costado del coche y apartarse. En cambio, permaneció perfectamente inmóvil. «No pienses», se dijo. «Desconecta». Pero quiso gritar cuando Eddie le acarició el pecho con la mano, estrujó el pezón, lo observó y sonrió al verlo ponerse duro y erecto con sus caricias.

Eddie apagó el cigarrillo y se acercó para poder asaltarle el muslo con la otra mano. Los dedos carnosos ascendieron, y Christine vio cómo desaparecían debajo de la falda. Se negó a abrir las piernas y, en aquella ocasión, Eddie rió, lanzándole su aliento agrio a la cara.

– Vamos, Christine, relájate.

– Es que estoy nerviosa -la voz le tembló, y pareció complacido-. ¿Tienes protección?

– ¿No usas nada? -hundió la mano entre sus muslos.

– No he… -costaba trabajo pensar con aquellas bruscas caricias. Sentía deseos de vomitar-. No he estado con nadie desde que me divorcié.

– ¿De verdad? -la hurgaba con los dedos, tirando de la braguita para poder acceder a ella-. Pues yo no uso condones.

Christine no podía respirar.

– Pues no podremos hacerlo si no tienes nada.

Era evidente que Eddie tomaba sus jadeos por excitación.

– No importa -dijo, y deslizó las yemas de los dedos de la otra mano por sus labios para luego meterle el pulgar en la boca-. Podemos hacer otras cosas.

Se le revolvió el estómago. ¿Vomitaría? No podía… No podía permitirse el lujo de enfurecerlo. Eddie bajó la mano, se abrió la bragueta y sacó su pene erecto, largo y grueso. Después, tomó la mano de Christine; ella se la apartó. Sonrió y volvió a agarrársela, le puso los dedos en torno a su miembro hasta que ella sintió la vena hinchada palpitando a lo largo de él. Eddie gimió y se recostó en el asiento.

No, no podía hacerlo. No podía metérselo en la boca.

– ¿De verdad sabes dónde está Timmy? -preguntó una vez más, tratando de recordar su misión.

Eddie cerró los ojos y empezó a jadear.

– Nena, chúpamela bien y te diré lo que quieras oír.

Al menos, le había quitado las manos de encima. En aquel momento, Christine recordó que seguía sosteniendo el cigarrillo en la otra mano, con la punta cargada de ceniza. Dio otra calada hasta que el extremo se puso rojo candente. Después, estrujó el pene con la mano y le clavó las uñas.

– ¿Qué diablos…?

Eddie abrió los ojos de par en par e intentó agarrarle la mano, pero Christine le hundió el cigarrillo en la cara. Eddie aulló y retrocedió hacia la puerta abanicándose la mejilla quemada. Christine le pasó el brazo por detrás y abrió la puerta. Eddie aprovechó la ocasión para sujetarla por las muñecas, pero la soltó cuando ella le hundió la rodilla en el pene erecto; intentaba respirar. Christine echó mano a la botella de cerveza y, cuando Eddie quiso agarrarla otra vez, la estrelló contra su cabeza. Otro aullido, en aquella ocasión, agudo e inhumano. Christine retrocedió a su lado del asiento y, haciendo fuerza contra la puerta, flexionó las rodillas, le clavó los tacones en el pecho y lo empujó fuera.

Eddie cayó sobre la tierra y la nieve, pero empezaba a levantarse cuando ella cerró la puerta, le echó el seguro y comprobó las demás puertas. Entonces, empezó a aporrear el cristal mientras ella forcejeaba con las llaves. El Chevy arrancó a la primera.

Eddie se encaramó al capó, chillándole, y empezó a dar patadas al parabrisas. Se hizo una pequeña grieta. Christine metió la marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. El vehículo retrocedió con violencia y Eddie salió despedido del capó. Se puso en pie justo cuando ella metía la primera y pisaba a fondo el acelerador, patinando y lanzando grava alrededor.

Después, el coche descendió por la carretera serpenteante envuelto en la negrura. Las luces. Christine empezó a tocar todos los mandos, activando los limpiaparabrisas y la radio. Bajó la vista un segundo, encontró el mando e iluminó la carretera a tiempo de ver la curva cerrada. Ni siquiera girando el volante con las dos manos bastaría. Pisó los frenos y el coche chirrió y voló por encima de la zanja llena de nieve y la alambrada hasta estrellarse contra un árbol.

Nick observó la iglesia en sombras por el espejo retrovisor mientras el Jeep traqueteaba sobre las profundas huellas de neumáticos, lo único que identificaba la carretera desierta.

– ¿Seguro que no has visto una luz?

Maggie volvió la cabeza por encima del asiento.

– Quizá fuera un reflejo. Esta noche hay luna.

La iglesia de estructura de madera se erguía oscura y gris, y desapareció del espejo retrovisor cuando Nick viró para entrar en el cementerio. Volvió a contemplar la iglesia, que había quedado a su izquierda. Estaba situada en el centro de un campo cubierto de nieve, con hierba alta y marrón emergiendo entre el blanco. La pintura había desaparecido hacía años, dejando la madera desnuda y pudriéndose. Todas las vidrieras habían sido trasladadas o estaban rotas y condenadas. Hasta el enorme portón delantero se deterioraba tras gruesos tablones claveteados en diagonal.

– Me ha parecido ver una luz -dijo Nick- en una de las ventanas del sótano.

– ¿Por qué no vas a echar un vistazo? Yo daré una vuelta por aquí.

– Sólo tengo una linterna -se inclinó hacia la guantera, con cuidado de no tocar a Maggie, y abrió el compartimento.

– No importa, yo tengo esto -le iluminó los ojos con su linterna lápiz.

– Como si fueras a ver mucho con ella…

Maggie sonrió y, de pronto, Nick se percató de lo cerca que tenía la mano de su muslo. Rescató la linterna y se apartó rápidamente.

– Puedo dejar los faros encendidos -sugirió, aunque la luz pasaba por encima de las lápidas sin iluminarlas.

– No, no importa. No me pasará nada.

– No entiendo por qué siempre cavan las sepulturas en las colinas -refunfuñó Nick, y apagó los faros. Los dos permanecieron inmóviles, sin hacer ningún esfuerzo por salir del Jeep. Ella estaba pensando en otra cosa; Nick la había notado ausente desde que habían salido del despacho. ¿Estaría pensando en Albert Stucky? ¿Acaso aquel lugar, aquella oscuridad, le recordaban a él?

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó Maggie, pero con demasiada brusquedad, sin dejar de mirar al frente-. Estaba esperando a que mis ojos se adaptaran a la oscuridad.

El cementerio estaba vallado con hilos de alambre sostenidos por postes de acero doblados e inclinados. La cancela colgaba de un solo gozne, y se balanceaba aunque no hacía viento. Nick sintió un escalofrío. Había detestado aquel lugar desde que era crío y Jimmy Montgomery lo había desafiado a tocar el ángel negro.

Era imposible no fijarse en el ángel, a pesar de la negrura nocturna. Desde donde estaban, mirando hacia lo alto de la colina, la alta figura de piedra se cernía sobre las demás sepulturas. Sus alas melladas la volvían aún más amenazadora. Su recuerdo se remontaba a un día de Halloween, veinticinco años atrás. De pronto, recordó que al día siguiente sería Halloween y, aunque era una tontería, creyó oír otra vez los gemidos fantasmales. Los lamentos huecos y angustiados que, según aseguraban los rumores, emergían de la tumba del ángel custodio.

– ¿Has oído eso? -lanzó miradas por las hileras de tumbas. Encendió los faros; comprendió que estaba haciendo el ridículo y los apagó-. Perdona -balbució, rehuyendo la mirada de Maggie, aunque sabía que lo estaba observando. Otra estupidez como aquélla y se arrepentiría de haberlo invitado a acompañarla. Afortunadamente, ella no dijo nada.