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– Agente Maggie O'Dell, qué agradable sorpresa.

Maggie no reconocía la voz amortiguada que resonaba en su oído. La punta afilada del cuchillo se hincaba en su cuello con una presión firme que la obligaba a inclinar la cabeza hacia atrás y a dejar la garganta expuesta y vulnerable. Notó un reguero de sangre corriéndole por debajo del cuello de la chaqueta.

– ¿Por qué una sorpresa? Pensé que me estaba esperando. Parece saber muchas cosas sobre mí -con cada sílaba, notaba que el cuchillo se hundía cada vez más en su garganta.

– Suelte la barra -la apretó contra él, rodeándola con el brazo que tenía libre y presionando con más fuerza de la necesaria para dejar patente su fuerza.

Ella soltó la barra mientras él deslizaba los dedos dentro de la chaqueta de Maggie. El asesino tomó con cuidado la pistola por la culata, y retiró la mano rápidamente al rozarle el pecho sin querer. Después, arrojó el arma a un rincón oscuro, donde Maggie la oyó chocar contra la caja. Cómo no, el asesino se sentiría mucho más cómodo usando el cuchillo.

Intentó concentrarse en su voz y en su cuerpo. Era fuerte, entre diez y quince centímetros más alto que ella. Por lo demás, iba disfrazado. El roce de la goma en su oído y el sonido apagado de su voz indicaban que llevaba una careta. Hasta tenía las manos camufladas con guantes negros de cuero barato, de los que se vendían a cientos en las tiendas de ocasión.

– No la estaba esperando. Pensé que estaría a salvo en su chalé, con su marido abogado y su madre enferma. ¿Cómo está su madre, por cierto?

– ¿Es que no lo sabe?

Sintió la presión creciente de la hoja. Maggie tomó aire y reprimió el impulso de tragar saliva mientras otro reguero de sangre se deslizaba por su cuello, entre sus senos.

– Eso ha sido una insolencia -la regañó.

– Lo siento -dijo Maggie con cuidado, sin mover la boca ni la barbilla. Podía hacerlo; podía seguirle el juego. Debía mantener la calma, equilibrar aquella lucha-. El mal olor me está mareando. ¿No podríamos hablar de esto fuera?

– No, lo siento. Ése es el problema. Mucho me temo que no va a salir de aquí. ¿Qué le parece su nuevo hogar? -le hizo darse la vuelta para que examinara el agujero con la linterna lápiz mientras el cuchillo le arañaba la piel-. ¿O debería decir su tumba?

El hielo volvió a propagarse por sus venas. Tranquila, necesitaba mantenerse tranquila. Si lograba desechar la imagen de Albert Stucky abriéndole el abdomen… Si lograba hacer que aquel chiflado redujera la presión… Una pequeña sacudida y estaría notando el sabor del metal en la boca.

– Da igual… que se deshaga de mí -dijo despacio-. En la oficina del sheriff saben quién es usted. No tardarán en aparecer.

– Vamos, agente O'Dell, no use faroles conmigo. Sé que le gusta hacer las cosas por su cuenta. Por eso se metió en líos con el señor Stucky, ¿no? Y lo único que tiene de mí es su absurdo perfil psicológico. Imagino lo que dice. Mi madre abusaba de mí cuando era pequeño, ¿verdad? Me convirtió en un marica, así que ahora asesino a niños pequeños -el intento de risa sonó como la carcajada aguda de un maníaco.

– En realidad, no creo que su madre abusara sexualmente de usted -se devanaba los sesos con frenesí para recordar la escueta historia familiar que había encontrado sobre el padre Keller. Sí, su madre lo había criado sola, al igual que las madres de sus víctimas. Pero había muerto cuando Keller era todavía joven… un accidente fatal. ¿Por qué no lograba recordar los detalles? ¿Por qué le costaba tanto trabajo pensar? Era el hedor, la presión del cuchillo, el tacto de su propia sangre-. Creo que lo quería -prosiguió Maggie al ver que él guardaba silencio-.Y que usted la quería a ella. Pero sí que abusaron sexualmente de usted -una contracción nerviosa le indicó que estaba en lo cierto-. Un pariente… quizá un amigo de su madre… No, un padrastro -recordó de repente.

El cuchillo se le escurrió, sólo unos milímetros, pero lo bastante para dejarla respirar. Estaba tranquilo, esperando, escuchando. Maggie tenía su atención. Era su oportunidad.

– No, no es homosexual, pero su padrastro lo hizo dudar de sí mismo, ¿verdad? Le hizo pensar que, tal vez, podía serlo.

El brazo que le rodeaba la cintura se relajó, y Maggie advirtió que empezaba a respirar rápidamente.

– No mata a niños pequeños para divertirse. Intenta sal-varios porque le recuerdan a ese niño asustado y vulnerable de su pasado. Le recuerdan a usted. ¿Cree que, salvándolos a ellos, podría salvarse usted?

El silencio se prolongaba. ¿Habría ido demasiado lejos? Intentó concentrarse en la mano con la que él sostenía el cuchillo. Si le hundía el codo en el pecho, tal vez podría agarrar el cuchillo antes de que la rebanara. Debía mantenerlo distraído. Prosiguió.

– Salva a esos pobres niños del mal, ¿verdad? Infligiendo su propia maldad, los transforma en mártires. Es todo un héroe. Incluso podría decirse que su maldad es perfecta.

El asesino volvió a rodearle con fuerza la cintura y a apretarla contra él. Se había pasado de la raya. El cuchillo ascendió hasta su garganta, en aquella ocasión, a lo largo, de modo que la afilada hoja le presionaba de extremo a extremo la piel. Con un rápido movimiento, podría degollarla.

– Ésa es diarrea mental de psicólogos. No sabe lo que dice -el grave sonido gutural emergía de un lugar profundo de su ser-. Albert Stucky debió destriparla cuando tuvo oportunidad. Ahora, tendré que acabar el trabajo por él. Necesitamos más luz -la arrastró a la entrada del túnel y sacó una lámpara-. Enciéndala -la hizo ponerse de rodillas, manteniendo el cuchillo en su garganta, y le arrojó una caja de cerillas-. Enciéndala para que pueda mirar.

«Quiero que mires», oyó decir Maggie a Albert Stucky, como si estuviera de pie en el rincón en sombras, esperando. «Quiero que veas cómo lo hago».

Maggie tenía la sensación de que sus dedos pertenecían a otra persona. Los tenía insensibles, pero encendió la lámpara al primer intento. El resplandor amarillo llenó el pequeño espacio. Tenía el cuerpo entero entumecido. La sangre había dejado de fluir por sus venas. Su mente estaba paralizada, desconectada del dolor. Reconocía los síntomas; era Albert Stucky por segunda vez. Su cuerpo reaccionaba a aquel terror abrumador dejando de funcionar.

Costaba trabajo respirar el aire viciado e impregnado del olor de carne podrida. Hasta sus pulmones se negaban a funcionar. La hoja del cuchillo seguía presionándole la garganta. Al asesino le temblaba un poco la mano. ¿Sería de enojo o de miedo? ¿Acaso importaba?

– ¿Por qué no gime ni grita? -era enojo.

Maggie no contestó, no podía contestar. Hasta la voz la había abandonado. Pensó en su padre, en aquellos cálidos ojos castaños que le sonreían mientras le ponían la cadenita con la medalla en torno al cuello.

– Te protegerá por dondequiera que vayas. No te la quites nunca, ¿de acuerdo, Maggie, cariño?

«Pero no te protegió a ti, papá», quiso decirle. «Y tampoco protegió a Danny Alverez».

El desconocido la agarró del pelo y tiró para ponerla en pie, sin por ello separar el cuchillo del cuello. Fluyó más sangre entre sus senos.

– ¡Di algo! -le gritó por detrás-. Suplícame. Reza.

– Hazlo de una vez -dijo Maggie por fin, en voz baja y con mucho esfuerzo, teniendo que forzar la voz, los labios, la garganta magullada y herida.

– ¿Qué? -parecía sinceramente sorprendido.

– Hazlo de una vez -logró repetir, en aquella ocasión con más fuerza.

– ¿Maggie? -la voz de Nick resonó en lo alto de la escalera.

El desconocido giró en redondo, sobresaltado, arrastrando a Maggie con él. Como si contemplara la escena desde un rincón, Maggie se vio cerrando la mano en torno a la muñeca del asesino. Logró desasirse justo cuando él retiraba la mano y le daba un tajo. El metal desapareció en su chaqueta, rasgando tela y carne al salir. La empujó con fuerza, lanzándola contra la pared de tierra con un sonoro golpe seco.