– Pensé que os interesaría conocer la edición matutina del Omaha Journal -Hal desdobló el periódico y lo sostuvo en alto. Los titulares proclamaban en letra negrita: Niño asesinado al estilo de Jeffreys.
– ¡Qué cojones! -Weston le arrebató el periódico y empezó a leer en voz alta-. «El cadáver de un niño fue hallado muerto anoche a orillas del río Platte, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Parece probable que el muchacho, todavía sin identificar, fuese apuñalado. Un ayudante del sheriff, cuya identidad permanecerá en el anonimato, dijo en el lugar del crimen: “El hijo de perra lo ha destripado”. Los cortes profundos en el pecho eran el sello de identidad del asesino en serie Ronald Jefrreys, que fue ejecutado en julio del presente año. La policía todavía no ha hecho ninguna declaración relativa a la identidad del muchacho ni a la causa de su muerte».
– ¡Dios! -masculló Nick. Las náuseas volvían a adueñarse de sus entrañas.
– Maldita sea, Morrelli. Tendrás que amordazar a tus hombres.
– Y todavía hay más -dijo Hal, mirando a Nick-. La noticia la firma Christine Hamilton.
– ¿Quién diablos es Christine Hamilton? -Weston miró a Hal, después a Nick-. No, por favor, no me digas que es una de las conquistas de tu pequeño harén…
Nick se dejó caer en su sillón. Christine… ¿Cómo podía habérsela metido torcida? ¿Había siquiera intentado avisarlo, ponerse en contacto con él? Los dos hombres se lo quedaron mirando, Weston esperando una explicación.
– No -dijo Nick, despacio-. Christine Hamilton es mi hermana.
Maggie O'Dell se quitó las zapatillas de deporte embarradas en el vestíbulo, antes de que su marido, Greg, se lo recordara. Echaba de menos su minúsculo apartamento de Richmond, a pesar de haber cedido a la obligada conveniencia de vivir a medio camino entre Quantico y Washington. Desde que habían comprado el lujoso chalé de la cotizada zona de Crest Ridge, Greg no hacía más que obsesionarse con la imagen. A su marido le gustaba tener el chalé impecable, una tarea fácil ya que los dos trabajaban fuera del hogar. Aun así, la irritaba volver a una casa que devoraba su sueldo pero que parecía uno de esos hoteles en los que acostumbraba a alojarse cuando viajaba.
Se despojó de la sudadera húmeda y sintió un grato escalofrío. Aunque era un fresco día otoñal, había logrado sudar después de otra noche de dar vueltas en la cama. Hizo un ovillo con la prenda y la lanzó al interior del cuarto de la ropa de camino a la cocina. ¡Qué descuido el suyo al no acertar a meterla en el cesto!
Permaneció de pie ante la nevera abierta. Un vistazo bastaba para poner en evidencia el escaso talento culinario de ambos: una caja de restos de comida china, media rosquilla de pan envuelta en film transparente y un envase de corcho de comida para llevar que contenía una sustancia viscosa irreconocible. Maggie sacó un botellín de agua y cerró la nevera con ímpetu. Estaba en pantalones cortos de deporte, camiseta y sujetador deportivo, y temblaba de frío.
Sonó el teléfono. Maggie lo buscó en las encimeras impolutas y lo encontró sobre el microondas antes del cuarto timbrazo.
– ¿Sí?
– O'Dell, soy Cunningham.
Maggie se pasó los dedos por la masa húmeda de pelo corto y oscuro y se enderezó.
– Buenas tardes. ¿Qué ocurre?
– Acabo de recibir una llamada de la oficina de Omaha. Han encontrado el cadáver de un niño. Algunas de las heridas son características de un asesino en serie que operó en la misma zona hace cosa de seis años.
– ¿Y otra vez está haciendo de las suyas? -Maggie empezó a dar vueltas.
– No, el asesino en serie era Ronald Jeffreys. No sé si recuerdas el caso. Asesinó a tres niños…
– Sí, me acuerdo -lo interrumpió, porque sabía que Cunningham detestaba las explicaciones-. ¿No fue ejecutado en junio, o julio, de este año?
– Sí… Sí, en julio, creo -parecía cansado.
Aunque era sábado por la tarde, Maggie lo imaginaba en su despacho, tras los montones de papeles de su escritorio. Podía oír cómo movía las hojas. Conociendo al director Kyle Cunningham, ya tenía la ficha completa de Jeffreys desplegada ante sus ojos. Mucho antes de que Maggie empezara a trabajar a sus órdenes en la Unidad Científica de Comportamiento Criminal, le habían puesto el apelativo cariñoso de Halcón porque no se le escapaba nada. Sin embargo, últimamente, parecía que su agudeza le costara preciadas horas de sueño.
– Entonces, puede que sea un imitador -se detuvo y abrió varios cajones en busca de un papel y un bolígrafo, pero sólo encontró paños de cocina bien doblados, utensilios estériles alineados en irritante orden. Hasta los más dispares, como el sacacorchos y el abrelatas, yacían en sus rincones respectivos, sin tocarse ni solaparse. Sacó un reluciente cucharón y lo colocó al revés, cerciorándose de que quedara atravesado. Satisfecha, cerró el cajón y siguió dando vueltas.
– Podría ser un imitador -dijo Cunningham en tono distraído, y Maggie lo imaginó leyendo el expediente mientras hablaba, con una pequeña arruga de preocupación entre las cejas y las gafas caídas sobre la nariz-. Podría ser un asesinato aislado. La cuestión es que han solicitado la ayuda de un experto en perfiles. En concreto, Bob Weston me ha pedido que fueras tú.
– ¿De modo que hasta en Nebraska soy una celebridad? -Maggie pasó por alto la irritación que había percibido en su superior. Un mes antes, no habría existido. Un mes antes, lo habría enorgullecido que hubieran requerido la colaboración de uno de sus protegidos-. ¿Cuándo salgo para allá?
– No tan deprisa, O'Dell -Maggie sujetó con fuerza el auricular y aguardó a oír el sermón-. Estoy seguro de que el montón de informes brillantes que Weston tenía sobre ti no incluía el último caso.
Maggie se detuvo y se recostó contra la encimera. Se llevó la mano al estómago, esperando, acorazándose contra la náusea.
– Espero sinceramente que no vayas a echarme en cara el caso Stucky cada vez que vaya a investigar un homicidio -el temblor de su voz parecía causado por el enojo.
Eso estaba bien… la furia era mejor que la debilidad.
– Sabes que no es eso lo que hago, Maggie.
Cielos, la había llamado por su nombre de pila. Iba a ser un sermón memorable. Permaneció inmóvil y hundió las uñas en un paño cercano.
– Me preocupas, eso es todo -prosiguió-. No te has tomado un descanso después de lo de Stucky. Ni siquiera has ido a ver al psicólogo de la casa.
– Kyle, estoy bien -mintió, irritada por el repentino temblor de su mano-. No es como si fuera la primera vez. He visto sangre y tripas de sobra en los últimos ocho años. Ya casi nada me sorprende.
– Eso es precisamente lo que me preocupa. Maggie, estuviste en el centro de esa carnicería. Es un milagro que Stucky no te matara. Por muy dura que seas, no es lo mismo encontrárselo todo hecho que ver cómo te salpican la sangre y las tripas.
No necesitaba que Kyle se lo recordara, a Maggie no le costaba ningún trabajo evocar la imagen de Albert Stucky descuartizando a aquellas mujeres: aquel drama cruento y mortal interpretado sólo para Maggie. Todavía escuchaba su voz en mitad de la noche:
– Quiero que mires. Si cierras los ojos, mataré a otra, y luego a otra, y a otra.
Maggie era licenciada en psicología, no necesitaba que un psicólogo le dijera por qué no podía dormir por las noches, por qué las imágenes seguían atormentándola. Ni siquiera había podido hablarle a Greg de lo ocurrido aquella noche; ¿cómo iba a contárselo a un perfecto extraño?
Claro que Greg no estaba esperándola cuando Maggie regresó tambaleándose a su habitación de hotel. Se encontraba a muchos kilómetros de distancia cuando ella se arrancó los pedazos del cerebro de Lydia Barnett del pelo, se lavó la sangre y la piel de Melissa Stonekey del resto del cuerpo y se vendó su propia herida, un tajo desagradable en el abdomen. Y no era la clase de historias que se contaban por teléfono.