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Nick bajó corriendo las escaleras con su chorro de luz justo cuando la sombra negra agarraba la lámpara y desaparecía por el agujero. El estante de madera osciló y cayó al suelo.

– ¿Maggie? -la luz la cegaba.

– Por el túnel -lo señaló mientras trataba de ponerse de rodillas. Un latigazo de dolor la hizo sentarse otra vez-. No dejes que se escape.

Nick desapareció por el agujero, dejándola en la oscuridad más absoluta. No necesitaba luz para saber que estaba sangrando. Sus dedos no tardaron en localizar el tajo pegajoso del costado. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cadena con la medalla y frotó la superficie lisa con forma de cruz. En muchos sentidos, el fresco metal le recordaba a la hoja del cuchillo. El bien y el mal… ¿realmente era tan delgada la línea que los separaba? Después, se metió la cadena por la cabeza y en torno al cuello ensangrentado.

Nick intentaba no pensar. Sobre todo, desde que el túnel había empezado a torcerse y a estrecharse, obligándolo a gatear. Ya no podía ver la sombra enmascarada delante de él; las sacudidas de luz de su linterna sólo mostraban oscuridad. Había raíces rotas brotando de la tierra, a veces colgando delante de él, adhiriéndose a su cara como telarañas. Le costaba trabajo respirar. Cuanto más se adentraba en el túnel, menos aire había. Lo poco que quedaba estaba viciado y rancio, le quemaba los pulmones e intensificaba el dolor del pecho.

Notó el pelaje de un animal en la mano. Lanzó la linterna al suelo, falló el tiro y las pilas salieron despedidas. La repentina oscuridad lo sorprendió; el terror estalló en su pecho. Buscó la linterna con frenesí, llenándose los puños de tierra húmeda. Una pila, dos, tres. «Que funcione, por favor». Ni siquiera sabía si podría dar media vuelta en aquel espacio estrecho y curvo, y no se imaginaba gateando hacia atrás hasta el comienzo del túnel.

Enroscó la linterna. Nada. Le dio un golpe, la enroscó mejor, le dio otro golpe. Luz, gracias a Dios. Pero le faltaba el aire. ¿Acaso la oscuridad había consumido todo el oxígeno? Gateó más deprisa. El túnel se estrechaba aún más, haciéndolo arrastrarse con el vientre pegado al suelo. Se impulsó con los codos y los dedos de los pies, como un nadador al avanzar a contracorriente. Nadaba fatal y, en aquellos momentos, tenía la sensación de estar ahogándose, luchando por recobrar aire y tragando la tierra que se desprendía del techo del túnel.

¿Cuántos metros había recorrido? ¿Cuántos metros faltaban por recorrer?. Aparte del ruido de las ratas al corretear, reinaba el silencio. ¿Se estaría enterrando vivo?

¿Cómo podía haber desaparecido la sombra tan deprisa? Y, si aquél era el asesino, ¿a quién había visto Nick perderse entre los árboles?

Aquello era una locura. No sobreviviría, no podía respirar. Tenía la boca seca con el sabor de muerte y podredumbre, y sentía deseos de vomitar. Las paredes se estrechaban aún más, rozándole el cuerpo. Se le desgarraba la ropa, a veces la piel, al rozar salientes de roca o árbol, tal vez incluso huesos.

¿Cuánto faltaría para llegar? ¿Sería una trampa? ¿Se habría saltado un desvío al principio, cuando el túnel parecía enorme y había podido caminar de pie, aunque encorvado? ¿Se le habría pasado por alto otro pasadizo secreto? Eso explicaría que no pudiera ver ni oír al desconocido. ¿Y si aquel túnel no tenía salida y acababa en una pared de tierra?

Cuando ya estaba convencido de que no podría seguir avanzando, la linterna captó una franja blanca por encima de su cabeza. Nieve… taponando el túnel. Con una última oleada de pánico, Nick se abrió paso con las uñas hasta la superficie. De pronto, vio el cielo negro tachonado de estrellas y, a pesar de los kilómetros que creía haber recorrido, se dio cuenta de que ni siquiera había salido del cementerio. Al contrario, se elevaba del suelo como un cadáver entre las tumbas. A menos de un metro de distancia, el ángel negro se cernía por encima de él con un resplandor fantasmal semejante a una sonrisa.

A Christine le dolía el cuello, como siempre que se quedaba dormida en el sofá. Veía ramas atravesando cristal. ¿Acaso la tormenta había lanzado ramas a través de la ventana del salón? Había oído un ruido de algo que se rompía, y había un agujero en el techo. Sí, hasta podía ver estrellas, miles de ellas, suspendidas por encima de su casa.

¿Dónde estaba la colcha de punto de la abuela Morrelli? Necesitaba algo con lo que repeler la corriente de aire y el frío. «Timmy, sube la calefacción, por favor». Chocolate a la taza, prepararía unos tazones de chocolate humeante para los dos. Pero antes, tendría que quitarse el mueble del pecho. ¿Y dónde estaban sus brazos cuando los necesitaba? Tenía uno al lado, ¿por qué no podía moverlo? ¿Se había quedado dormido, como el resto de su cuerpo?

El resplandor de los faros resultaba molesto; si pudiera encontrar el enchufe, los apagaría. De todas formas, le costaba mucho trabajo mantener los ojos abiertos. Podría volver a conciliar el sueño si dejaba de oír aquel sonido ronco. Emergía del interior de su abrigo, del interior de su pecho. Fuera lo que fuera, resultaba molesto y… y doloroso. Sí, muy doloroso.

¿Qué estaba haciendo el presidente Nixon en las luces? La saludó con la mano. Christine intentó devolverle el saludo, pero todavía tenía el brazo dormido. Nixon entró en su salón y le quitó los muebles del pecho. Después, la trasladó a un lugar donde pudo dormir otra vez.

Timmy veía su trineo alejarse corriente abajo. El naranja brillante parecía fosforito a la luz de la luna. Se agazapó en la nieve, entre las espadañas de la ribera. Las prácticas de salto en Cutty's Hill habían valido la pena, aunque su madre lo mataría si se enterara.

Se sentía bastante seguro de sí. Entonces, se percató de que había perdido un zapato en el salto. Le dolía el tobillo. Lo tenía hinchado, el doble de grande que el otro. Entonces, vio la sombra negra descolgándose de la loma, aferrándose a raíces y a plantas trepadoras. Se movía deprisa.

Timmy volvió a mirar el trineo, lamentando no haberse quedado en él. El desconocido se acercó a la orilla del río. Él también observaba el trineo. A aquella distancia, no podía ver el interior, así que quizá creyera que Timmy se había quedado dentro. Desde luego, ya no parecía tener prisa. De hecho, se quedó de pie, contemplando el río. Quizá estuviera pensando si lanzarse tras el trineo.

Allí, a la intemperie, el desconocido parecía menos alto y, aunque estaba demasiado oscuro para ver su rostro, Timmy podía ver que ya no llevaba la careta del presidente muerto.

Timmy se hundió aún más en la nieve. La brisa del río estaba cargada de humedad. Empezaron a castañetearle los dientes, y sintió escalofríos. Acercó las rodillas al pecho mientras observaba y esperaba. En cuanto el desconocido se fuera, seguiría la carretera. Parecía muy inclinada, pero sería mejor que volver a atravesar el bosque. Además, debía de conducir a alguna parte.

Por fin, el desconocido dio la impresión de desistir. Hurgó en sus bolsillos, encontró lo que buscaba y encendió un cigarrillo. Después, se volvió y echó a andar en línea recta hacia Timmy.

Maggie subía los peldaños a cuatro patas, molesta por que las rodillas no la sostuvieran. Sentía fuego en el costado, y las llamas se propagaban hacia dentro, prendiendo su estómago y sus pulmones. Era como si el metal del cuchillo se hubiese roto y estuviera atravesándole las entrañas. Nadie nacía sabiendo pero, Señor, ella ya debería estar acostumbrada. Sin embargo, cuando emergió de la tierra, se mareó al ver su propia sangre a la luz de la luna. Le cubría el costado y le empapaba la ropa, y tenía el cuello alto del jersey lleno de tierra y sangre ennegrecidas.

Se apartó el pelo de la cara, de la frente sudorosa, y se dio cuenta de que tenía la mano ensangrentada. Se quitó la chaqueta y rasgó el forro hasta que obtuvo un trozo de tela lo bastante grande para taponarse el costado. Envolvió puñados de nieve con la tela y se la aplicó a la herida. De pronto, las estrellas del cielo se multiplicaron. Cerró los ojos con fuerza para combatir el dolor. Cuando los abrió, vio acercarse una sombra negra que se tambaleaba entre las lápidas como un borracho. Echó mano a su arma, y los dedos permanecieron posados en la funda vacía. Claro, su pistola yacía en un rincón oscuro del túnel.