Esperó con paciencia mientras la secretaria enumeraba los ingredientes de una receta por teléfono. Le indicó a Nick con la mirada que sólo sería un minuto, pero no había prisa en su voz.
– Hola, Nick -Sandy Kennedy se acercó por detrás, pasó junto a la secretaria y levantó una carpeta de pinza.
– Sandy, por fin te han puesto en el turno de día -sonrió a la exuberante morena, mientras pensaba en su estúpido comentario. ¿Por qué no «qué tal estás» o «cuánto tiempo hacía que no te veía»? Entonces, se preguntó si habría algún lugar en aquella ciudad al que pudiera ir sin tropezarse con una antigua amante o aventura de un día.
– Parece que Christine está mejor -dijo Sandy, pasando por alto su estúpido comentario.
Nick intentó recordar por qué nunca había profundizado su relación con ella. Bastaba con verla para recordar lo hermosa y alegre que era. Pero claro, así eran todas las mujeres que escogía. Sin embargo, ninguna podía compararse a Maggie O'Dell.
– Nick, ¿estás bien? ¿Podemos hacer algo por ti?
Tanto Sandy como la secretaria se lo habían quedado mirando.
– ¿Podéis decirme qué habitación tiene la agente O'Dell?
– La 372 -dijo la secretaria sin mirarlo-. Al final del pasillo a la derecha. Aunque puede que se haya ido.
– ¿Que se ha ido?
– Pidió el alta y estaba esperando a que le llevaran algo de ropa. La tenía bastante sucia anoche cuando ingresó -le explicó, pero Nick ya se alejaba por el pasillo.
Irrumpió en la habitación sin llamar, sobresaltando a Maggie, que se dio la vuelta rápidamente en su puesto junto a la ventana y después, se mantuvo contra la pared, para que él no viera el camisón quirúrgico abierto por la espalda.
– Dios, Morrelli, ¿es que no sabes llamar?
– Lo siento -se le tranquilizó el corazón, que empezaba a recuperar su ritmo normal. Maggie estaba magnífica. Volvía a tener el pelo brillante y suave, y su piel cremosa había recuperado el color. Y los ojos, aquellos ojos castaños… destellaban-. Me habían dicho que podías haberte ido.
– Estoy esperando a que me traigan algo de ropa. Una de esas voluntarias del hospital se ofreció a ir de compras en mi lugar -dio varios pasos, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared-. De eso hace un par de horas. Espero que no vuelva con algo rosa.
– Entonces, ¿el médico ya te ha dado el alta? -Nick intentó formular la pregunta con naturalidad, pero ¿reflejaba su voz demasiada preocupación?
– Lo deja en mis manos.
Nick sostuvo la mirada de Maggie. No le importaba si ella veía la preocupación en sus ojos. A decir verdad, quería que la viera.
– ¿Qué tal está Christine? -preguntó Maggie por fin.
– La operación ha ido bien.
– ¿Y la pierna?
– El médico asegura que no sufrirá una lesión permanente. Acabo de llevarle a Timmy para que lo viera.
La mirada de Maggie se suavizó, aunque parecía distante.
– Es como para creer en los finales felices -dijo.
Volvió a mirarlo a los ojos, en aquella ocasión, sonriendo débilmente, una tenue elevación de las comisuras de los labios. Dios, qué hermosa estaba cuando sonreía. Quería decírselo. Abrió la boca, de hecho, para hacerlo, pero se lo pensó mejor. ¿Se habría dado cuenta Maggie del susto que se había llevado al pensar que se había ido sin despedirse? ¿Sabría el efecto que producía en él? Al diablo con su marido, con su matrimonio. Debía correr el riesgo, decirle que la amaba. En cambio, dijo:
– Esta mañana hemos detenido a Eddie Gillick -ella se sentó en el borde de la cama y esperó a oír más-. También hemos vuelto a interrogar a Ray Howard. Esta vez ha reconocido que a veces le prestaba a Eddie la vieja camioneta.
– ¿El día que Danny desapareció?
– Howard no podía recordarlo. Pero hay más, mucho más. Eddie entró a trabajar en la oficina del sheriff el verano previo a los primeros asesinatos. La policía de Omaha le había dado una carta de recomendación, pero tenía tres amonestaciones en su expediente, todas ellas por uso innecesario de la fuerza en las detenciones. Dos de los casos eran de delincuentes juveniles. Hasta le rompió el brazo a un crío.
– ¿Y la extremaunción?
– La madre de Eddie, madre soltera, por cierto, estaba pluriempleada para poder mandarlo a un colegio católico.
– No lo sé, Nick.
No parecía convencida. A Nick no lo sorprendía. Prosiguió.
– Podría haber falsificado las pruebas de Jeffreys fácilmente. También tenía acceso al depósito de cadáveres. De hecho, estuvo allí ayer por la tarde, recogiendo las fotografías de la autopsia. Podría haberse llevado el cadáver de Matthew al percatarse de que las marcas de dentelladas de las fotografías podrían identificarlo. Además, habría sido fácil para él hacer unas cuantas llamadas, utilizar su número de placa para obtener información sobre Albert Stucky.
Vio la contracción nerviosa, la leve mueca a la sola mención de aquel bastardo. Nick se preguntó si sería consciente de ello.
– El depósito de cadáveres nunca está cerrado con llave -replicó Maggie-. Cualquiera podría entrar allí. Y gran parte de lo que ocurrió con Stucky apareció publicado en los periódicos y la prensa amarilla.
– Aún hay más -lo había dejado para el final. La prueba que más lo incriminaba era la más cuestionable-. Encontramos algunas cosas en el maletero de su coche -dejó que Maggie viera su escepticismo. ¿Sería «Ronald Jeffreys segunda parte»? Ambos estaban pensando lo mismo.
– ¿Qué cosas? -preguntó con interés.
– La careta de Halloween, un par de guantes negros y un trozo de cuerda.
– ¿Por qué iba a llevar todo eso en el maletero de su vehículo abandonado si sabía que le seguíamos la pista? Sobre todo, si era responsable de haber inculpado a Jeffreys de la misma manera. Además, ¿cómo pudo tener tiempo para hacer todo lo que hizo?
Era eso exactamente lo que Nick se había preguntado, pero ansiaba desesperadamente que aquella pesadilla terminara.
– Mi padre acaba de reconocer que sabía que alguien podía haber amañado las pruebas.
– ¿Lo ha reconocido?
– Digamos que ha reconocido no percatarse de las incoherencias.
– ¿Cree tu padre que Eddie puede ser el asesino?
– Ha dicho que estaba seguro de que no lo era.
– ¿Y eso te convence aún más de que lo es?
Dios, qué bien lo conocía.
– Timmy tiene un mechero del secuestrador con el emblema de la oficina del sheriff. Era como un obsequio que hacía mi padre a sus hombres. No dio muchos. Eddie era uno entre cinco.
– Los mecheros se pierden -dijo Maggie. Se puso en pie y avanzó hacia la ventana.
En aquella ocasión, sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Hasta se olvidó de la abertura del camisón quirúrgico. Aunque desde donde estaba, Nick sólo podía ver una rendija de su espalda y parte de un hombro, el camisón la hacía parecer pequeña y vulnerable. Se imaginó estrechándola entre sus brazos, envolviéndola con todo su cuerpo, pasando las horas tumbado con ella, tocándola, deslizando las manos por su piel sedosa, los dedos por su pelo.
Dios, ¿de dónde salía todo aquello? Se llevó el dedo pulgar y el índice a los párpados, fingiendo agotamiento, cuando en realidad era esa imagen lo que necesitaba desechar.
– ¿Todavía crees que es Keller? -preguntó, pero ya conocía la respuesta.
– No lo sé. Puede que me cueste aceptar que estoy perdiendo facultades.
Nick se identificaba con ella.
– ¿Eddie no coincide con tu perfil?
– El hombre de ese subterráneo no era una persona impulsiva que perdía los estribos y descuartizaba a niños pequeños. Era una misión para él, una misión bien planeada y ejecutada. Cree estar salvando a esos niños -siguió mirando por la ventana, rehuyendo los ojos de Nick.