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– Cuando te pedí que fueras a recogerme el equipaje al aeropuerto, no quería decir que tuvieras que traérmelo -intentó sonreír, pero él parecía decidido a no dejarla escapar tan fácilmente.

– El próximo año me harán socio del bufete. Estamos en camino, Maggie.

– ¿En camino adonde? -sacó un sujetador y una braguita a juego.

– No deberías perseguir a los asesinos en su terreno. Por el amor de Dios, Maggie, tienes ocho años de antigüedad en el FBI. Ya tienes influencia para ser… no sé, una supervisora, una instructora… algo, cualquier cosa.

– Me gusta lo que hago, Greg -empezó a quitarse su odioso camisón, vaciló y volvió la cabeza. Greg elevó las manos y puso los ojos en blanco.

– ¿Qué? ¿Quieres que me vaya? -su voz estaba cargada de sarcasmo y un ápice de enojo-. Sí, quizá deba irme para que puedas hacer pasar a tu cowboy.

– No es mi cowboy -Maggie notó cómo el enfado le teñía las mejillas de rubor.

– ¿Por eso no me has devuelto las llamadas? ¿Hay algo entre tú y ese sheriff Mazas?

– No digas tonterías, Greg -se quitó el camisón y se puso las braguitas. Le dolía inclinarse y levantar los brazos. Daba gracias porque la venda le cubriera los antiestéticos puntos.

– Dios mío, Maggie.

Giró en redondo y lo encontró mirándole el hombro herido con una mueca que distorsionaba sus hermosos rasgos. No podía evitar preguntarse si la mueca era de desagrado o de preocupación. Greg le recorrió el resto del cuerpo con la mirada, y por fin la clavó en la cicatriz que tenía debajo del pecho. De pronto, Maggie se sintió vulnerable y avergonzada, lo cual no tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de su marido. Aun así, echó mano al camisón y se cubrió el pecho.

– No todo es de la noche anterior -dijo Greg, y el enojo prevalecía sobre la preocupación-. ¿Por qué no me lo dijiste?

– ¿Por qué no te diste cuenta?

– Entonces, ¿la culpa es mía? -una vez más elevó las manos. Era un gesto que Maggie reconocía de cuando practicaba sus alegatos finales. Quizá funcionara con los jurados. Para ella, era un melodrama sin valor, una mera táctica para llamar la atención. ¡Cómo se atrevía a utilizar sus cicatrices para eso!

– No tiene nada que ver contigo.

– Eres mi esposa. Tu trabajo te deja el cuerpo lleno de costurones. ¿Por qué no iba a preocuparme? -su tez pálida se puso púrpura de ira, amplios ronchones que parecían un sarpullido.

– No estás preocupado. Estás furioso porque no te lo he contado.

– Por supuesto que estoy furioso. ¿Por qué no me lo has contado?

Maggie arrojó el camisón sobre la cama para que pudiera ver bien la cicatriz.

– Esto es de hace un mes, Greg -dijo, y deslizó el dedo por el recuerdo que le había dejado Stucky-. Casi todos los maridos se habrían dado cuenta. Pero ya no hacemos el amor, así que ¿cómo ibas a fijarte? Ni siquiera te has percatado de que ya no duermo a tu lado, de que me paso las noches dando vueltas. No te preocupas por mí, Greg.

– Eso es absurdo. ¿Cómo puedes decir que no me preocupo por ti? Por eso precisamente quiero que dejes el FBI.

– Si de verdad te preocuparas, comprenderías lo importante que es mi trabajo para mí. No, te preocupa más la imagen que doy de ti. Por eso no quieres que trabaje fuera de la oficina. Quieres poder decirles a tus amigos y socios que soy un pez gordo del FBI, que tengo un despacho enorme con una secretaria que te hace esperar cuando me llamas. Quieres que me ponga vestiditos sexys en tus selectas fiestas de abogados para así poder presumir de mí, y mis horribles cicatrices no encajan en ese escenario. Pues ésta soy yo, Greg -dijo, con las manos en las caderas, tratando de no prestar atención al escalofrío que sentía en el cuerpo-. Así soy. Puede que ya no encaje en tu estilo de vida de club selecto.

Greg movió la cabeza, como un padre impaciente con su hija descarriada. Ella volvió a tomar el camisón arrugado y se cubrió los senos, sintiéndose vulnerable; había dejado al descubierto algo más que su desnudez.

– Gracias por traerme mis cosas -le dijo en voz baja, con calma-. Ahora quiero que te vayas.

– Bien -se puso la gabardina-. ¿Qué tal si almorzamos juntos cuando te hayas calmado?

– No, quiero que te vayas a casa.

Se la quedó mirando. Sus ojos grises se enfriaron, y sus labios fruncidos reprimieron las palabras de enojo. Maggie se acorazó contra el próximo ataque, pero Greg giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Maggie se dejó caer sobre la cama; el dolor del costado sólo era una pequeña contribución a su agotamiento. Apenas oyó el golpe de nudillos en la puerta, pero se preparó para repeler la furia de Greg. Sin embargo, fue Nick el que entró y, nada más verla, giró en redondo.

– Perdona, no sabía que no estabas vestida.

Maggie bajó la vista, y sólo entonces advirtió que únicamente llevaba puestas unas braguitas y el delgado camisón apretado contra el pecho, que apenas cubría nada. Lo miró para asegurarse de que seguía de espaldas a ella y rescató el sujetador de la bolsa para ponérselo con dificultad. Las punzadas del costado entorpecían sus movimientos.

– En realidad, debería ser yo quien se disculpara -dijo, recurriendo al sarcasmo de Greg-. Al parecer, mi cuerpo lleno de cicatrices repugna a los hombres.

Tomó una blusa del montón y metió los brazos por las mangas. Nick le lanzó una mirada por encima del hombro, pero volvió a su posición inicial.

– Dios, Maggie, a estas alturas ya deberías saber que te equivocas de persona al decir eso. Hace días que intento encontrar algo en ti que no me ponga a cien.

Oyó la sonrisa en la voz de Nick. Dejó de abrocharse los botones, porque el levé temblor, la oleada de calor, le impedían continuar. Contempló la espalda de Nick y se preguntó cómo podía hacerla sentirse tan sensual, tan llena de vida, sin ni siquiera mirarla.

– De todas formas, no pretendía importunarte, pero hay un pequeño problema para interrogar al padre Keller.

– Ya lo sé, no tenemos suficientes pruebas.

– No, no es eso -otra mirada para comprobar si ella estaba visible. Maggie tenía los pantalones a medio muslo, pero volvió a mirar hacia la puerta.

– Si no son las pruebas, ¿cuál es el problema?

– Acabo de telefonear a la casa parroquial y he hablado con la cocinera. El padre Keller se ha ido, y Ray Howard también.

En cuanto salieron del ascensor, Timmy reparó en el cartel de Zona Restringida, Sólo Personal Autorizado. El padre Keller no pareció reparar en el cartel. Avanzaba por el pasillo sin vacilar, como si hubiera estado allí muchas veces.

Timmy intentaba no quedarse rezagado, aunque todavía le dolía el tobillo. Casi le dolía más desde que el médico se lo había envuelto en esa tela elástica tan prieta; estaba convencido de que le saldrían más cardenales.

El padre Keller lo miró, y sólo entonces reparó en la cojera.

– ¿Qué te ha pasado en la pierna?

– Creo que me torcí el tobillo anoche, en el bosque.

Timmy no quería pensar en ello, no quería recordarlo. Cada vez que recordaba, volvía a hacérsele un nudo en el estómago. Y, al poco, empezaba a sentir otra vez los temblores.

– Has vivido una experiencia horrible, ¿eh? -el sacerdote se detuvo, dio una palmadita a Timmy en la cabeza-. ¿Quieres contármelo?

– No, mejor no -dijo Timmy sin alzar la mirada. En cambio, se miró sus Nike recién compradas. Eran unas Air Nike, el modelo más caro. El tío Nick se las había regalado aquella misma mañana.

El padre Keller no insistió, no le hizo más preguntas como el resto de los adultos. Timmy se estaba cansando de las preguntas. El ayudante Hal, los periodistas, el médico, el tío Nick, el abuelo, todos querían que les hablara de la pequeña habitación, del desconocido, de la huida. Él ya no quería pensar en eso.