El padre Keller empujó una puerta y pulsó un interruptor. La enorme habitación se iluminó con los parpadeos sucesivos de los fluorescentes.
– Vaya, sí que parece sacado de Expediente X -dijo Timmy, y empezó a deslizar los dedos por los mostradores impecables de acero inoxidable, como el de la mesa que presidía la habitación. Lanzó miradas a su alrededor, hacia los materiales y las herramientas extrañas colocadas por orden sobre las bandejas. Entonces, se fijó en los cajones de la pared-. ¿Es ahí…? -señaló-. ¿Es ahí donde guardan a los muertos?
– Sí, ahí es -dijo el padre Keller, pero parecía distraído. Dejó con cuidado la bolsa de lona en la mesa de metal.
– ¿Está el padre Francis en uno de esos cajones? -susurró Timmy, y se sintió estúpido. A fin de cuentas, nadie podía oírlos.
– Sí, a no ser que ya hayan recogido su cuerpo.
– ¿Recogido?
– Para llevarlo al aeropuerto.
– ¿Al aeropuerto? -Timmy estaba confuso. Nunca había oído hablar de cadáveres que viajaran en aviones.
– Sí, ¿recuerdas que iba a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura?
– Ah, ya -Timmy volvió a recorrer las encimeras con la mirada, en aquella ocasión, prestando más atención. Se acercó a mirar mejor, tentado de tocar pero manteniendolas manos a los costados. Algunas herramientas eran afiladas, otras largas, delgadas y serradas. Una de ellas parecía una sierra en miniatura. Nunca había visto unos instrumentos tan extraños. Intentó imaginar para qué servía cada uno.
– He oído que tu padre ha vuelto -dijo el padre Keller, rígido e inmóvil junto a la mesa.
– Sí, y espero que se quede -comentó Timmy sin apenas mirar al sacerdote. Había muchas ampollas, tubos de ensayo interesantes, incluso un microscopio. Quizá pudiera pedir un microscopio para su cumpleaños.
– ¿En serio? ¿Te gustaría que tu padre se quedara?
– Sí, creo que sí.
– ¿No era malo contigo?
Timmy miró al padre Keller. La pregunta lo sorprendió, y se preguntó qué querría decir el padre Keller, pero el sacerdote abrió la cremallera de la bolsa de lona y se quedó absorto mirando el contenido.
– ¿Malo? -preguntó por fin Timmy.
– ¿No te hacía daño? -dijo el padre Keller sin alzar la mirada-. ¿No te hacía cosas desagradables?
Timmy no sabía muy bien a qué cosas desagradables se refería. Sabía que tenía el semblante arrugado, como hacía siempre que estaba confuso. Podía oír a su madre diciendo: «No me mires así o te quedarás con la cara hecha una pasa». Intentó relajarse antes de que el padre Keller se diera cuenta, pero el sacerdote estaba ocupado hurgando en la bolsa.
– Mi padre era casi siempre amable conmigo. A veces, me gritaba.
– ¿Y los cardenales?
Timmy sabía que se estaba sonrojando de vergüenza pero, afortunadamente, el padre Keller no levantó la mirada.
– Me salen con mucha facilidad. La mayoría son de jugar al fútbol.
Del fútbol y de Chad Calloway.
– Entonces, ¿por qué echó tu madre a tu padre de casa? -la voz del padre Keller sorprendió a Timmy. De pronto, era grave, con un ápice de ira, mientras mantenía la mirada clavada en el interior de la bolsa.
Timmy no quería enfadar al padre Keller. Oyó el tintineo del metal y se preguntó qué clase de herramientas guardaría el padre Keller en la bolsa.
– No sé muy bien por qué lo echó de casa. Creo que tuvo algo que ver con una golfa pechugona que tenía de recepcionista -dijo Timmy, tratando de usar las palabras exactas que le había oído decir a su madre.
En aquella ocasión, el padre Keller sí que lo miró, sólo que sus penetrantes ojos azules le produjeron un escalofrío. Normalmente, los ojos del padre Keller eran amables y cálidos, pero de pronto… No, no podía ser. A Timmy se le revolvió el estómago. Se sintió mareado, notó el amargor que le ascendía por la garganta, y reprimió el impulso de vomitar. Los temblores empezaron en las yemas de sus dedos, por su espalda.
– Timmy, ¿te encuentras bien? -preguntó el padre Keller y, de pronto, la preocupación templó sus ojos fríos-. Siento haberte disgustado.
El pánico se le pasó, descendió por la garganta y cayó como plomo en su estómago. Timmy no dejaba de mirar al padre Keller a los ojos, atónito por el cambio drástico que había visto en ellos. ¿O lo había imaginado?
– Timmy -dijo el padre Keller con suavidad-. ¿Crees que tus padres van a reconciliarse? ¿Crees que podréis ser una familia de verdad otra vez?
Timmy tragó saliva, asegurándose de que el sabor y la sensación amargos desaparecían de una vez por todas. Todavía le dolía la tripa. Quizá fuera de haberse tomado la chocolatina con el estómago vacío.
– Espero que sí -contestó-. Echo de menos a mi padre. Solíamos irnos de acampada los dos solos. Me dejaba ponerle el cebo al anzuelo, y hablábamos de cosas. Era divertido. Sólo que mi padre cocina fatal.
El padre Keller le sonrió mientras cerraba la bolsa de lona, sin llegar a sacar nada.
– Por fin os encuentro -dijo el abuelo Morrelli, abriendo la puerta del depósito de cadáveres y sobresaltando tanto a Timmy como al padre Keller-. La enfermera Richards creyó ver que el ascensor bajaba hasta aquí. ¿Qué andáis tramando?
Su abuelo les sonreía desde el umbral. Tenía las manos llenas de bolsas, todas ellas con el logotipo amarillo de Subway. Timmy olía a embutido, a vinagre y a cebolla a pesar del olor abrumador de limpiador que se respiraba en aquella habitación.
– El padre Keller estaba recogiendo al padre Francis para su viaje -Timmy lanzó una mirada al rostro del cura y se alegró al ver que seguía sonriendo; después, se volvió hacia su abuelo-. ¿A que este sitio parece sacado de Expediente X?
Nick redujo el paso al ver el semblante tenso y pálido de Maggie. Le dolía la herida y, cómo no, no se quejaba.
Los viajeros de los viernes habían descendido en bandada sobre el aeropuerto de Eppley. Hombres y mujeres de negocios se apresuraban a volver a sus casas. Turistas de otoño y los que iban a pasar el fin de semana fuera se movían más despacio, arrastrando demasiados trozos de su hogar para alejarse realmente de él.
La señora O'Malley, la cocinera de Santa Margarita, le había dicho a Nick que el vuelo del padre Keller salía a las dos cuarenta y cinco y que iba a acompañar al cuerpo del padre Francis a su lugar de descanso final. Cuando Nick pidió hablar con Ray Howard, la cocinera le dijo que también se había ido.
– A ése no lo he visto desde el desayuno -dijo la mujer-. Siempre está haciendo recados. Dice que son para el padre Keller, pero nunca sé cuándo creerlo. Es muy sigiloso -añadió en un susurro.
Nick intentó pasar por alto los comentarios añadidos. Tenía prisa y no estaba interesado en las paranoias de una anciana de setenta y dos años. Intentó mantenerla centrada en los hechos.
– ¿Dónde van a enterrar al padre Francis?
– En un pueblo de Venezuela.
– ¡En Venezuela! ¡Dios! -la señora O'Malley no debió de oír la exclamación porque, de lo contrario, lo habría regañado por usar el nombre de Dios en vano.
– El padre Francis fue muy feliz allí -le dijo, alegrándose de ser la experta, de tener la atención de Nick-. Fue su primer destino cuando salió del seminario. Una parroquia pequeña de granjeros pobres. No me acuerdo del nombre. Sí, el padre Francis siempre hablaba de aquellos hermosos niños de tez morena, y de cómo algún día confiaba en poder regresar. Lástima que no haya podido ser en otras circunstancias.
– ¿Recuerda si estaba cerca de alguna ciudad importante? -la había interrumpido Nick.
– No, no me acuerdo. Todos esos nombres son tan difíciles de recordar… El padre Keller volverá la semana que viene, ¿no puede esperar hasta entonces?
– No, me temo que no. ¿Sabe el número de vuelo o la compañía?