– ¿Qué tal te ha ido hoy, cariño? ¿A mí? Bueno, nada del otro mundo. Acabo de ver cómo destripaban y mataban a golpes a dos mujeres.
No, la verdadera razón por la que no se lo había contado a Greg era porque su marido habría enloquecido. La habría apremiado para que dejara su trabajo o, peor aún, para que trabajara únicamente en el laboratorio, examinando la sangre y las tripas con ayuda de un microscopio, lejos del peligro. Ya había puesto el grito en el cielo en una ocasión, cuando le contó los detalles de un caso, y no había vuelto a hablarle de su trabajo. A él no parecía importarle la falta de comunicación; ni siquiera reparaba en su ausencia en la cama por las noches, cuando daba vueltas por la casa para desterrar las imágenes, para aplacar los gritos que todavía reverberaban en su cabeza. La falta de intimidad con su marido le permitía guardar para sí las cicatrices, físicas y mentales.
– ¿Maggie?
– Necesito seguir trabajando, Kyle. Por favor, no me quites eso -mantuvo la voz firme, dando gracias porque el temblor quedara confinado a sus manos y al estómago. ¿Detectaría Kyle su vulnerabilidad, de todas formas? Identificaba a criminales leyendo entre líneas, ¿cómo esperaba poder engañarlo?
Se hizo el silencio, y Maggie cubrió el micrófono para que no oyera su respiración agitada.
– Te enviaré los detalles por fax -dijo por fin-. Tu avión sale mañana a las seis de la mañana. Llámame cuando recibas el fax, si tienes alguna duda.
Maggie escuchó el clic y esperó a oír el tono de marcado. Con el teléfono todavía pegado al oído, suspiró; después, inspiró hondo. Oyó un portazo en el vestíbulo y se sobresaltó.
– ¿Maggie?
– ¡Estoy en la cocina! -colgó el teléfono y bebió agua con avidez, confiando en poder tranquilizar su estómago. Necesitaba aquel caso. Necesitaba demostrarle a Cunningham que, aunque Albert Stucky se había ensañado y había jugado con su psique, no le había quitado su agudeza profesional.
– Hola, nena -Greg rodeó la encimera. Hizo ademán de abrazarla, pero se contuvo al ver que estaba empapada en sudor. Forzó una sonrisa para disimular su desagrado. ¿Desde cuándo usaba sus dotes interpretativas de abogado con ella?-. Tenemos mesa reservada para las seis y media. ¿Crees que te dará tiempo a prepararte?
Maggie lanzó una mirada al reloj de pared; no eran más que las cuatro. ¿Tan terrible le parecía su aspecto?
– Claro -dijo, y bebió más agua, dejando deliberadamente que resbalara por la barbilla. Lo sorprendió haciendo una mueca, apretando su mandíbula perfectamente cincelada con desaprobación. Greg hacía pesas en el gimnasio del bufete, y allí sudaba, gruñía y se manchaba en el entorno apropiado. Después, se duchaba y se cambiaba de ropa, y cuando volvía a salir a la calle ya no tenía ni un mechón dorado fuera de lugar. Esperaba lo mismo de ella, hasta le había dicho cuánto detestaba que corriera por el vecindario. Al principio, Maggie pensó que se preocupaba por su seguridad.
– Soy cinturón negro, Greg. Puedo defenderme sola -lo tranquilizó con afecto.
– No me refiero a eso. Maldita sea, Maggie, cuando corres, tienes un aspecto lamentable. ¿No quieres causar buena impresión a los vecinos?
Sonó el teléfono, y Greg alargó el brazo.
– Déjalo sonar -barbotó Maggie con la boca llena de agua-. Es un fax de Cunningham -sin necesidad de mirar a Greg, percibió su irritación. Se dirigió corriendo al estudio, comprobó el número y conectó el fax.
– ¿Por qué te envía un fax un sábado por la tarde?
Maggie se sobresaltó; no se había dado cuenta de que Greg la había seguido al estudio. Estaba en el umbral, en jarras, con el aspecto más severo posible que le permitían los pantalones de pinza y el jersey de cuello redondo.
– Me está mandando los detalles de un caso que me han pedido que investigue -eludió mirarlo a la cara, temiendo los pucheros y la mirada entornada. Normalmente, era él quien interrumpía sus sábados, pero sería un poco infantil recordárselo. Arrancó la hoja de fax y empezó a transferir los detalles del papel a su memoria.
– Se suponía que esta noche íbamos a cenar tranquilos… tú y yo.
– Y así será -dijo con calma, sin mirarlo-. Sólo que tendremos que acostarnos pronto. Mi avión sale mañana a las seis.
Silencio. Uno, dos, tres…
– Maldita sea, Maggie, es nuestro aniversario. Se suponía que iba a ser nuestro fin de semana juntos.
– No, eso fue el fin de semana pasado, sólo que se te olvidó y participaste en el torneo de golf.
– Ah, ya entiendo -resopló-. Te estás vengando.
– No, no me estoy vengando -mantenía la calma aunque estaba cansada de aquellos pequeños berrinches. Él podía trastocar sus planes en cualquier momento con una leve disculpa y su encantador y prepotente: «Ya te compensaré, nena».
– ¿Cómo se llama si no lo que haces?
– Trabajar.
– Ah, claro. Trabajar. Muy oportuno. Llámalo como quieras, pero te estás vengando.
– Un niño ha aparecido muerto, y quiero ayudar a encontrar al psicópata que lo ha matado -la ira burbujeaba a flor de piel, pero mantuvo la voz serena-. Lo siento, ya te compensaré -se le escapó el sarcasmo, pero Greg no pareció darse cuenta. Maggie empezó a salir por la puerta con el fax en la mano. Greg la agarró de la muñeca y la hizo volverse hacia él.
– Diles que envíen a otro, Maggie. Necesitamos este fin de semana a solas -le suplicó con voz suave.
Maggie contempló aquellos ojos grises y se preguntó cuándo habían perdido su color. Buscó en ellos un destello del hombre inteligente y compasivo con el que se había casado hacía nueve años, cuando los dos eran universitarios dispuestos a dejar su huella en el mundo. Ella seguiría la pista a criminales y él ayudaría a las víctimas indefensas. Después, Greg aceptó el empleo en Brackman, Harvey y Lowe, un bufete de Washington, y sus víctimas inocentes se transformaron en multinacionales por valor de un billón de dólares. Aun así, en aquel momento de silencio, creyó reconocer un destello de sinceridad. Estaba a punto de ceder cuando él le apretó la muñeca y contrajo la mandíbula.
– Diles que envíen a otro, o lo nuestro ha terminado.
Maggie se desasió. Greg quiso atrapársela de nuevo y ella le hundió el puño en el pecho. Greg abrió los ojos con sorpresa.
– No vuelvas a agarrarme así. Y si este viaje significa que hemos acabado, quizá hayamos acabado hace tiempo:
Lo dejó atrás y se dirigió al dormitorio, confiando en que las rodillas la sostuvieran y que el escozor de los ojos no diera paso a las lágrimas.
Capítulo 3
Domingo, 26 de octubre
«Y vuelta a empezar», pensó mientras tomaba un sorbo del té hirviendo. El titular de la portada parecía propio del National Enquirer, y no de un periódico tan respetable como el Omaha Journal. Asesino en serie sigue aterrorizando a una pequeña comunidad desde la tumba. Era casi igual de histérico que el titular del día anterior pero, como cabía esperar, la edición dominical atraería a más lectores. De nuevo lo firmaba Christine Hamilton. Reconocía su nombre de la sección de «Vida Actual». ¿Por qué le asignaban la historia a una recién llegada, a una novata?
Pasó rápidamente las páginas para buscar el resto del reportaje, que continuaba en la página diez, columna primera. La página entera estaba llena de artículos relacionados con la noticia. Junto a una fotografía escolar del niño, se relataba con todo detalle su repentina desaparición antes de iniciar su ruta de reparto hacía sólo una semana. El artículo explicaba que el FBI y la madre del chico habían estado esperando una petición de rescate que no llegó a producirse. Al final, el sheriff Morrelli había encontrado el cadáver junto al río.
Volvió al comienzo del párrafo. ¿Morrelli? Ah, era Nicholas Morrelli, no Antonio. Qué agradable, pensó, que padre e hijo compartieran la misma experiencia.