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– Aunque lo encuentres, no tenemos ninguna prueba que lo incrimine.

– ¿De verdad crees que Eddie Gillick o Ray Howard han matado a esos niños?

Nick vaciló, volvió a mirar el ordenador, después la habitación, deteniéndose en el equipaje de Maggie antes de volver a mirarla a ella.

– No sé qué papel ha podido jugar Eddie en los asesinatos, pero sabes que sospechaba de Howard desde el principio. Vamos, Maggie. Lo encontramos en el aeropuerto con lo que podía ser el arma de los homicidios.

Maggie frunció el ceño y movió la cabeza.

– No encaja con el perfil.

– Puede que no, pero ¿sabes qué? Me niego a pasar la última hora contigo hablando de Eddie Gillick, Ray Howard, el padre Keller o de cualquier cosa relacionada con este caso.

Se acercó despacio, con cautela. Ella se retiró el pelo de la cara con nerviosismo, se recogió un mechón rebelde detrás de la oreja. La mirada de Nick volvió a desatar el temblor de sus dedos, y el hormigueo se propagó del estómago a los muslos.

Nick le tocó la cara con suavidad, sosteniendo su mirada con una intensidad que la hacía sentirse como si fuera la única mujer del planeta… al menos, por el momento. Podría haber detenido el beso, había sido ésa su intención cuando lo vio inclinarse hacia delante, pero cuando sus labios entraron en contacto, Maggie necesitó toda su energía para evitar que le fallaran las rodillas. Al ver que no protestaba, Nick atrapó su boca con un beso suave y húmedo lleno de tanta urgencia y emoción que a Maggie empezó a darle vueltas la cabeza. Mantuvo los ojos cerrados incluso después de que él se apartara, tratando de regular la respiración, de detener el mareo.

– Te quiero, Maggie O'Dell.

Ella abrió los ojos de par en par. Nick tenía el rostro muy cerca, la mirada seria. Vio un ápice de recelo infantil y supo lo mucho que le había costado pronunciar aquellas palabras. Se apartó, y sólo entonces advirtió que, aparte de acariciarle la mejilla con los dedos y besarla en la boca, no la había tocado de ninguna otra manera.

– Nick, apenas nos conocemos -todavía le costaba trabajo respirar. ¿Cómo era posible que un simple beso la hubiera dejado sin resuello?

– Nunca había sentido nada parecido, Maggie. Y no es sólo porque no seas libre. Es algo que ni siquiera puedo explicarme a mí mismo.

– Nick…

– Por favor, déjame terminar.

Ella esperó, cruzó los brazos y se apoyó en la cómoda. La misma cómoda a la que se había aferrado la noche en que habían estado tan peligrosamente cerca de hacer el amor.

– Sé que sólo ha sido una semana, pero te aseguro que no soy impulsivo en lo relativo a… Bueno, en lo relativo al sexo, sí, pero no a esto… no al amor. Nunca me había sentido así. Y jamás le había dicho a una mujer que la quería.

Parecía una frase aprendida, pero por su mirada, Maggie supo que era cierto. Abrió la boca para hablar, pero él levantó una mano para detenerla.

– No espero que nada de lo que yo diga comprometa tu matrimonio. Pero no quería que te fueras sin saberlo, por si acaso servía de algo. Y aunque no sirva de nada, todavía quiero que sepas que estoy… loca, profunda e irremediablemente enamorado de ti, Maggie O'Dell.

Era el turno de Nick de esperar. Maggie se había quedado muda. Hundió las uñas en la cómoda para no acercarse a él y abrazarlo.

– No sé qué decir.

– No tienes que decir nada -le aseguró con sinceridad.

– Es evidente que siento algo por ti -Maggie forcejeó con las palabras. Detestaba la perspectiva de no volverlo a ver. Pero ¿qué sabía ella del amor? ¿No había estado enamorada de Greg hacía años? ¿No había jurado amarlo para siempre?-. Ahora mismo, la situación es un poco complicada -se oyó decir, y quiso pellizcarse. Él le había abierto el corazón, había corrido el riesgo, y ella estaba siendo práctica y racional.

– Lo sé -dijo Nick-. Pero puede que no lo sea siempre.

– Quién sabe, Nick -dijo por fin, haciendo un débil intento de corregir su ambigüedad. Nick parecía aliviado por aquella sencilla revelación, como si fuera más de lo que había esperado oír.

– ¿Sabes? -dijo con el semblante más relajado mientras el corazón de Maggie le pedía a gritos que le expresara a Nick sus sentimientos-. Me has ayudado a ver muchas cosas sobre mí mismo, sobre la vida. No he hecho más que seguir los pasos enormes y profundos de mi padre y… y no quiero seguir haciéndolo.

– Eres un buen sheriff, Nick -hizo caso omiso del tirón de su corazón. Quizá fuera mejor así.

– Gracias, pero no es lo que quiero -prosiguió-. Admiro lo mucho que significa tu trabajo para ti. Tu dedicación… tu obstinada dedicación, dicho sea de paso. Nunca antes había comprendido lo mucho que deseo creer en algo.

– Entonces, ¿qué quiere hacer Nick Morrelli cuando sea mayor? -preguntó, sonriéndole cuando en realidad quería tocarlo.

– Cuando estudiaba Derecho, trabajé en la oficina del fiscal del distrito del condado de Suffolk, en Boston. Siempre dijeron que podría volver cuando quisiera. Ha pasado mucho tiempo, pero creo que los llamaré.

Boston. Tan cerca, pensó Maggie.

– Eso es magnífico -dijo, mientras calculaba los kilómetros que separaban Quantico de Boston.

– Voy a echarte de menos -se limitó a decir Nick.

Sus palabras la tomaron por sorpresa, justo cuando pensaba que estaba a salvo. Nick debió de ver el pánico en sus ojos, porque rápidamente consultó su reloj.

– Deberíamos salir ya hacia el aeropuerto.

– Sí -volvieron a mirarse a los ojos. Un último tirón, una última oportunidad de decírselo. ¿O habría muchas oportunidades?

Lo rozó al pasar a su lado, apagó el ordenador, lo desenchufó, cerró la tapa y lo guardó en su maletín. Él levantó su maleta, ella la funda de los trajes. Ya estaban en la puerta cuando sonó el teléfono. Al principio, Maggie pensó en no hacer caso y marcharse. De pronto, regresó corriendo y descolgó.

– ¿Sí?

– Maggie, me alegro de haberte encontrado.

Era el director Cunningham. Hacía días que no hablaba con él.

– Estaba saliendo por la puerta.

– Bien. Vuelve aquí lo antes posible. He encargado a Delaney y a Turner que vayan a recogerte al aeropuerto.

– ¿Qué pasa? -miró a Nick, que regresaba a la habitación con semblante preocupado-. Cualquiera diría que necesito guardaespaldas -bromeó, y se puso tensa cuando el silencio se prolongó demasiado.

– Quería que lo supieras antes de que lo oyeras en las noticias.

– ¿Oír el qué?

– Albert Stucky se ha fugado. Lo estaban trasladando de Miami a una instalación de máxima seguridad de Florida del Norte. Stucky le arrancó la oreja de un mordisco a un guardia y apuñaló al otro con un crucifijo de madera. ¿Te lo puedes creer? Después, les levantó la tapa de los sesos con sus propios revólveres. Al parecer, el día anterior, un sacerdote católico visitó a Stucky en su celda. Tuvo que ser él quien le dio el crucifijo. No quiero que te preocupes, Maggie. Ya hemos atrapado una vez a ese hijo de perra y volveremos a hacerlo.

Pero lo único que Maggie había oído era: «Albert Stucky se ha fugado».

Epílogo

Una semana después – Chiuchín, Chile

No podía creer lo maravilloso que era sentir la tibieza del sol. Sus pies desnudos se abrían paso entre la orilla rocosa. Los pequeños cortes y rozaduras eran un precio insignificante que pagar por sentir la caricia de las olas en los pies. El Océano Pacífico se perdía en el horizonte, y su agua era rejuvenecedora, su poder abrumador.

A su espalda, las montañas de Chile aislaban aquel paraíso, donde pobres campesinos en apuros estaban tan ávidos de atención como de salvación. La minúscula parroquia se componía de menos de cincuenta familias. Era perfecta. Desde que había llegado, apenas había sentido las palpitaciones en las sienes. Quizá le hubieran desaparecido para siempre.