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– ¿Cómo van? -preguntó Nick cuando se sentó a su lado.

– Creo que cinco a tres. ¿Te das cuenta de que acabas de convertirme en la envidia de todas las madres divorciadas del campo?

– ¿Ves? La de cosas que hago por ti y tú me lo pagas poniéndome la zancadilla.

– ¿Yo? Jamás te he puesto la zancadilla ni te he tirado al suelo -le dijo a su hermano pequeño-. Bueno, que yo recuerde.

– Eso no es lo que quería decir, y lo sabes -no estaba bromeando.

Christine enderezó la espalda, dispuesta a defenderse a pesar de los remordimientos. Sí, debería haberlo llamado antes de entregar el reportaje, pero ¿y si le hubiera pedido que no lo publicara? Aquella noticia la había ayudado a franquear la puerta de la redacción. En lugar de escribir aburridos consejos para amas de casa, había publicado dos artículos consecutivos en primera plana firmados con su nombre. Y, al día siguiente, dispondría de su propio escritorio en la sección de noticias locales.

– ¿Qué puedo hacer para compensarte? ¿Por qué no vienes a cenar mañana por la noche? Prepararé espaguetis con albóndigas y la salsa secreta de mamá.

Nick le lanzó una mirada a ella y, después, al bloc de notas.

– No lo entiendes, ¿verdad?

– Vamos, Nicky. ¿Sabes cuánto tiempo hacía que deseaba salir de la sección de «Vida Actual»? Si yo no hubiera entregado ese reportaje, lo habría hecho otra persona.

– ¿De verdad? ¿Y también habrían citado a un ayudante del sheriff que le hizo una confidencia?

– Gillick no me dijo que fuera confidencial. Si te ha metido esa bola, no te la tragues.

– En realidad, no sabía que era Eddie. Caray, Christine, acabas de revelar la identidad de un informador anónimo.

Notó el calor en el rostro, y supo que se estaba poniendo colorada.

– Maldita sea, Nicky. Sabes que me estoy esforzando. Estoy un poco oxidada, pero puedo ser una buena periodista.

– ¿En serio? Hasta ahora sólo puedo calificar tu periodismo de irresponsable.

– Por el amor de Dios, Nicky. Que no te guste lo que he escrito no quiere decir que sea irresponsable.

– ¿Qué me dices de los titulares? -Nick hablaba con los dientes apretados, eludía mirarla y observaba a los niños que corrían en el campo de fútbol-. ¿De dónde te has sacado las comparaciones con Jeffreys?

– Hay similitudes básicas.

– Jeffreys está muerto -susurró Nick, y miró alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba. Entrelazó las manos por debajo de una rodilla y tamborileó con el pie sobre el banco que tenía delante, una costumbre nerviosa que Christine reconocía de la infancia.

– Madura, Nicky. Cualquiera con dos dedos de frente va a comparar este asesinato con los de Jeffreys. Me limité a poner sobre el papel lo que pensaba todo el mundo. ¿Me estás diciendo que voy descaminada?

– Te estoy diciendo que no necesito otra escalada de pánico en una comunidad que empezaba a creer que sus hijos volvían a estar a salvo -cruzó los brazos, sin saber qué hacer con los puños cerrados-. Me dejaste como un perfecto idiota, Christine.

– Ah, ya entiendo. De eso se trata. No te importa la escalada de pánico en la comunidad, sólo tu imagen. ¿Por qué no me sorprende?

Nick le lanzó una mirada furibunda, pero no replicó. A Christine la irritaba la forma en que su hermano caminaba por la vida. Siempre tomaba la vía fácil, pero ¿por qué no? Todo parecía caerle del cielo, desde ofertas de empleo hasta mujeres. Y vagaba de una a la siguiente sin mucho esfuerzo, remordimiento o reflexión. Cuando su padre se jubiló e insistió en que Nick se presentara para el cargo de sheriff, Nick dejó la cátedra de la universidad sin vacilar, aunque le encantaba estar en el campus, ser una leyenda del fútbol y tener a las estudiantes suspirando por él. Como era de esperar, lo habían elegido sheriff del condado de Sarpy. Aunque Nick sería el primero en reconocer que había sido gracias a la reputación y al apellido de su padre, no parecía importarle. Aceptaba las cosas como le venían. Christine, por el contrario, tenía que arañar y arrastrarse para conseguir lo que quería, sobre todo, desde que Bruce se había ido. Pues bien, en aquella ocasión, se merecía el respiro que estaba recibiendo. Se negaba a disculparse por sacar provecho de su repentina racha de buena suerte.

– Si es un imitador, ¿no crees que la gente debería estar prevenida?

Mantuvo el tono sincero, aunque no quería ni necesitaba justificarse. Eran las noticias, sabía lo que hacía. El público tenía derecho a conocer todos los sórdidos detalles.

Nick no contestó. En cambio, apoyó los pies en el banco que tenía delante para poder apoyar los codos en las rodillas y la barbilla en los puños cerrados. Permanecieron callados entre las exclamaciones de aliento del público. Christine lo notaba distinto, cambiado, y le resultaba desconcertante.

– Danny Alverez sólo tenía once años, uno más que Timmy -dijo Nick por fin, en voz baja y con la mirada al frente.

Christine vio a Timmy correteando por el campo, colándose entre los muchachos que se cernían sobre él. Era rápido y ágil, y sabía sacar ventaja de su corta estatura. Y, sí, reparó en el parecido con la fotografía escolar de Danny que habían publicado en el periódico. Los dos tenían pelo rubio rojizo, ojos azules y pecas en la nariz. Como Timmy, Danny también era pequeño para su edad.

– Me he pasado la tarde en el depósito de cadáveres -la voz de Nick la devolvió a la realidad con sobresalto.

– ¿Por qué? -preguntó, fingiendo no estar interesada. Tenía la mirada puesta en el partido, pero observaba a Nick por el rabillo del ojo. Nunca lo había visto tan serio.

– Bob Weston pidió que nos enviaran a una experta en perfiles psicológicos, la agente especial Maggie O'Dell, de Quantico. Llegó esta mañana y estaba como loca por ponerse a trabajar -lanzó una mirada a Christine, y abrió los ojos de par en par al ver que estaba tomando notas-. ¡Por Dios, Christine! -le espetó de forma tan inesperada que la sobresaltó-. ¿Es que para ti no existen las confidencias?

– Si querías que quedara entre tú y yo, deberías haberlo dicho -vio cómo se frotaba la mandíbula, como si ella le hubiera asestado un puñetazo-. Además, en cuanto empiece a hacer preguntas, todo el mundo sabrá quién es la agente O'Dell. ¿Qué te preocupa, Nicky? Recibir la ayuda de una experta es bueno.

– ¿Tú crees? ¿O parecerá que soy un inepto? -le lanzó otra mirada-. No te atrevas a publicar eso.

– Relájate. No soy el enemigo, Nicky -vio a los chicos haciendo su baile de triunfo entre los obligados apretones de mano. El partido había terminado, y empezaba a oscurecer. Las farolas comenzaron a encenderse una a una-. ¿Sabes? A papá no le daba miedo trabajar con los medios de comunicación.

– Sí, bueno…Yo no soy papá -con aquello lo había puesto furioso. Christine sabía que debía mantenerse alejada de la comparación, pero detestaba que la tratara como si tuviera la peste. Además, si no le agradaban las comparaciones, no debería haber seguido los pasos de su padre. Como de costumbre, Christine se limitó a eludir el tema.

– Sólo digo que papá sabía cómo usar los medios para ayudar.

– ¿Para ayudar? -preguntó Nick con incredulidad, elevando la voz. Miró rápidamente a su alrededor y volvió a moderar el tono-. Papá usaba los medios de comunicación porque le encantaba ser noticia. Se produjeron tantas fugas de información que me sorprende que atraparan a Jeffreys.

– ¿Qué fugas? ¿A qué te refieres?

– No importa -dijo, y bajó la vista al bloc de notas. Christine puso los ojos en blanco.

– Pero atraparon a Jeffreys, y papá resolvió el caso -le recordó.

– Sí, atraparon a Jeffreys, y el bueno de papá se adjudicó todo el mérito.

– Nicky, nadie te está pidiendo que seas como papá. Eres tú mismo quien te lo exiges.

Pero en lugar de enojarse, Nick se limitó a mover la cabeza. Una sonrisa de frustración tiró de la comisura de sus labios, como si ella no pudiera llegar a entenderlo.

– ¿No te has preguntado nunca…? -vaciló, sin dejar de mirar el campo, con los pensamientos muy lejos de allí-. ¿Nunca te has parado a pensar en lo rápido que fue todo… tan limpio y oportuno?

– ¿De qué hablas?

Aquélla no era la réplica que había esperado. El aire nocturno era fresco, y Christine sintió un escalofrío. Su hermano empezaba a asustarla con su enojo y su silencio. Por lo general, no paraba de bromear y nunca se tomaba nada demasiado en serio, ni siquiera sus pullas entre hermanos. ¿Qué podía tener al arrogante y confiado Nick Morrelli tan asustado?