Sonó un claxon detrás de ellos, y tanto Christine como Timmy se sobresaltaron. Christine dejó rodar un poco más el coche para ponerse a la cola.
– ¿Qué pasa, mamá? -Timmy se quitó el cinturón de seguridad para poder sentarse de rodillas y mirar por encima del salpicadero.
– Los padres se están asegurando de que sus hijos llegan bien al colegio -algunos parecían frenéticos, avanzaban con una mano puesta en el hombro, el brazo o la espalda de su pequeño, como si el contacto les procurara protección adicional.
– ¿Por lo de Matthew?
– Todavía no sabemos lo que le ha pasado a Matthew, Timmy. Puede que se llevara un disgusto y se marchara de casa. No deberías hacer ningún comentario sobre él.
Christine lamentaba haberle comunicado la desaparición de su amigo. Aunque se había prometido ser abierta y sincera con su hijo tras la marcha de Bruce, no era un asunto apto para sus oídos. Además, muy pocas personas sabían lo de Matthew; aquel pánico era una reacción a sus artículos.
La sola mención de Ronald Jeffreys hacía aflorar el instinto protector en los padres.
Christine reconoció a Richard Melzer, de la emisora de radio KRAP. Avanzaba a paso rápido por la acera, envuelto en su gabardina, con el maletín en una mano y la manita de una niña rubia en la otra; su hija, no había duda. Al verlo, se dijo que debía presentarse en la casa de Michelle Tanner lo antes posible; no tardaría en correrse la voz sobre la desaparición de Matthew.
La hilera de coches avanzaba a paso de tortuga, y buscó un espacio vacío. Quizá pudiera dejar a Timmy allí mismo. Sabía que a él no le importaría, salvo que todos se darían cuenta.
– ¿Mamá?
– Timmy, estamos moviéndonos lo más deprisa posible.
– Mamá, estoy casi seguro de que Matthew no se fue de su casa.
Lanzó una mirada a su hijo, que seguía sentado de rodillas, contemplando aquel insólito desfile por la ventanilla. Tenía el pelo levantado donde ella le había aplastado el remolino; las pecas acentuaban la palidez de su piel. ¿Desde cuándo se había vuelto tan sabio su hijo? Debería haberse sentido orgullosa pero, aquella mañana, la entristeció un poco no poder resguardar su inocencia.
Las figuras de vivos colores de las vidrieras los miraban desde las alturas celestiales. Maggie enseguida notó el aroma a incienso y a cera de las velas. ¿Por qué siempre que estaba dentro de una iglesia católica se sentía como si volviera a tener doce años? Al instante, pensó en el sujetador y las braguitas negras que llevaba… demasiado encaje, un color inapropiado. La culata de la pistola se le clavaba en el costado. Deslizó la mano por debajo de la chaqueta y ajustó la funda de hombro en la que la guardaba. ¿Estaría bien que entrara armada en una iglesia? Cómo no, no eran más que tonterías. Cuando alzó la mirada, vio a Morrelli observándola desde el altar, esperándola.
– ¿Va todo bien?
Morrelli había abandonado la habitación de hotel de Maggie a las cinco de la mañana para irse a su casa, ducharse, afeitarse y cambiarse de ropa. Cuando se presentó, dos horas después, para recogerla, apenas lo reconocía. Se había peinado hacia atrás el pelo, tenía el rostro rasurado y la cicatriz blanca del mentón, aún más llamativa, daba un toque desabrido a sus hermosas facciones. Bajo la chaqueta vaquera llevaba una camisa blanca y una corbata negra, y se había puesto unos vaqueros azules impecables y relucientes botas negras. Distaba de ser el habitual uniforme marrón de los miembros de la oficina del sheriff pero, aun así, tenía un aspecto oficial. Quizá se debiera únicamente a su manera de moverse, erguido, seguro de sí mismo y con zancadas largas y firmes.
– O'Dell, ¿te encuentras bien? -volvió a preguntar.
Maggie paseó la mirada por la iglesia. Parecía grande para una ciudad del tamaño de Platte City, con hileras e hileras de bancos de madera. No lograba imaginarlos todos llenos.
– Sí -contestó por fin; después, lamentó haber tardado tanto, porque Morrelli parecía sinceramente preocupado. A pesar de su aspecto fresco, los ojos lo delataban, los tenía hinchados por falta de sueño. Ella había intentado disimular sus propios síntomas de fatiga con un poco de maquillaje-. Parece tan grande… -dijo, intentando explicar su distracción.
– Es relativamente nueva. La vieja iglesia era una pequeña parroquia campestre situada a unos ocho kilómetros al sur de la ciudad. Platte City ha crecido, su población se ha duplicado en los últimos años. Sobre todo, con gente cansada de vivir en la ciudad. Un poco irónico, ¿no? Se mudan aquí para apartarse de la inseguridad de las grandes ciudades, pensando que educarán a sus hijos en un lugar tranquilo y seguro, y… -hundió las manos en los bolsillos y elevó la vista a un punto situado detrás de ella.
– ¿Necesitan ayuda, amigos? -un hombre apareció por una cortina situada detrás del altar.
– Estamos buscando al padre Francis -dijo Morrelli, sin más explicaciones.
El hombre los miró con recelo. Aunque sostenía una escoba, llevaba unos pantalones de pinzas, una camisa impecable, corbata y cárdigan. Parecía joven a pesar de las briznas grises que le salpicaban el pelo. Cuando se acercó a ellos, Maggie reparó en su leve cojera y en las zapatillas de tenis blancas y relucientes.
– ¿Para qué quieren ver al padre Francis?
Morrelli miró a Maggie, como si le estuviera preguntando cuánto debían revelar. Antes de que pudiera abrir la boca, el hombre pareció reconocer a Morrelli.
– Espere un momento. Sé quién es usted -dijo como si fuera una acusación-. ¿No jugó de quarterback para los Cornhuskers de Nebraska? Es Morrelli, Nick Morrelli, temporada del 82 al 83.
– ¿Es fan de los Cornhuskers? -Morrelli sonrió, claramente complacido de que lo hubiera reconocido. Maggie reparó en los hoyuelos. Un quarterback… ¿Por qué no la sorprendía?
– Y tanto que soy fan. Me llamo Ray… Ray Howard. Vine a vivir aquí la primavera pasada. No televisaban muchos partidos en la Costa Este; era horrible, horrible. Hasta jugué un poco -su entusiasmo crecía a trompicones-. En el instituto, el Omaha Central. Después, me fastidié la rodilla. En el último partido. Contra los de Creighton Prep, un equipo de nenas. Me la torcí, y de qué manera. No volví a jugar.
– Vaya, lo siento -dijo Nick.
– Sí, los caminos del Señor son incomprensibles. Bueno, ¿es ésta su esposa? -por fin se dirigió a Maggie. Ella notó la mirada deslizándose por su cuerpo, y reprimió el impulso de abrocharse la chaqueta.
– No, no estamos casados -Morrelli parecía avergonzado.
– Entonces, su prometida. Por eso quiere ver al padre Francis, ¿eh? Ha casado a cientos.
– No, no estamos…
– Se trata de un asunto oficial -lo interrumpió Maggie, dando un respiro a Morrelli. El hombre se la quedó mirando, aguardando una explicación. Maggie cruzó los brazos para reforzar su autoridad-. ¿Está el padre Francis?
Howard miró a Morrelli, y otra vez a Maggie, cuando comprendió que ninguno de los dos estaba dispuesto a darle más información.
– Creo que está en la parte de atrás, cambiándose. Ha dicho misa esta mañana -no hizo ademán de marcharse.
– ¿Te importaría ir a buscarlo, Ray? -preguntó Morrelli con mucha más educación de la que Maggie habría tenido.
– Claro -se dio la vuelta para marcharse; pero se detuvo-. ¿Quién digo que quiere verlo? -miró a Maggie, a la espera de una presentación. Maggie suspiró y se balanceó sobre los pies con impaciencia. Morrelli le lanzó una mirada y dijo:
– Dile que Nick Morrelli, ¿de acuerdo?
– Claro.
Howard desapareció detrás de la cortina. En aquella ocasión, Maggie puso los ojos en blanco y Morrelli sonrió.
– Conque quarterback, ¿eh?
– De eso hace mucho tiempo. A decir verdad, parece que hubiera pasado una eternidad.
– ¿Eras bueno?
– Tuve posibilidades de seguir y jugar para los Dolphins, pero mi padre insistió en que estudiara Derecho.
– ¿Es que siempre haces todo lo que tu padre te dice?
Lo dijo en broma, pero Morrelli se puso rígido, y sus ojos revelaron que era un tema espinoso. Después, sonrió y contestó:
– Por lo que se ve, sí.
– Nicholas -un sacerdote menudo de pelo gris avanzaba con paso silencioso por el altar, envuelto en su sotana-. El señor Howard me ha dicho que tenías que tratar un asunto oficial conmigo.
– Buenos días, padre Francis. Siento no haber llamado antes de venir.
– No importa. Siempre eres bienvenido.
– Padre, le presento a la agente especial Maggie O'Dell. Trabaja para el FBI y ha venido a ayudarme en el caso Alverez.
Maggie le tendió la mano. El anciano cura la tomó entre las suyas y la estrechó con fuerza. Gruesas venas azules sobresalían por debajo de la piel frágil y moteada. Le temblaban un poco los dedos. La miró a los ojos con intensidad, y de pronto, Maggie se sintió desnuda, como si pudiera verle el alma. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda mientras sostenía su mirada.
– Encantado -cuando la soltó, se apoyó un poco en el pulpito-. El hijo de Christine, Timmy, me recuerda a ti, Nicholas. Es uno de los monaguillos del padre Keller -después, se volvió hacia Maggie-. Nicholas hizo de monaguillo para mí hace años, en la antigua Santa Margarita.