– ¿De verdad? -Maggie lanzó una mirada a Morrelli, deseosa de presenciar su incomodidad. Algo atrajo su atención. La cortina del altar se movía, y no había brisa, ni corriente. Maggie vio las puntas de unas zapatillas blancas de tenis asomando por debajo de la tela. En lugar de llamar la atención sobre el intruso, sonrió a Morrelli, que parecía ansioso por cambiar de tema.
– Padre Francis -dijo-. Queríamos saber si podría contestar a algunas preguntas.
– Desde luego. ¿En qué puedo ayudaros? -miró a Maggie.
– Tengo entendido que oyó la última confesión de Jeffreys -prosiguió Nick.
– Sí, pero no puedo revelarla. Espero que lo comprendan -su voz era repentinamente frágil, como si el tema lo dejara sin fuerzas.
Maggie se preguntó si estaría enfermo, alguna dolencia terminal que explicaría la palidez grisácea de su piel. Hasta jadeaba cuando hablaba.
– Por supuesto que lo comprendemos -mintió, pero no permitió que la impaciencia se trasluciera en su tono de voz-. Sin embargo, si sabe algo que arrojara luz sobre el caso Alverez, confío en que quiera decírnoslo.
– O'Dell. Eso es católico irlandés, ¿no?
La distracción del cura sorprendió e irritó a Maggie.
– Sí, así es -en aquella ocasión, dejó entrever su impaciencia, pero el padre Francis no pareció darse cuenta.
– Y Maggie, en honor de Santa Margarita.
– Sí, supongo que sí. Padre Francis, ¿comprende que si Ronald Jeffreys confesó algo que pudiera conducirnos al asesino de Danny Alverez, debe decírnoslo?
– El secreto de confesión debe respetarse incluso con asesinos condenados, agente O'Dell.
Maggie suspiró y dirigió la mirada a Morrelli, que también daba la impresión de estarse impacientando con el anciano cura.
– Padre -dijo Morrelli-. Hay otra cosa en la que podría ayudarnos. ¿Quién, aparte de un sacerdote, puede o tiene permiso para dar la extremaunción?
El padre Francis pareció quedarse confuso por el cambio de tema.
– El sacramento de la extremaunción debe ser administrado por un sacerdote pero, en circunstancias extremas, no es necesario.
– ¿Quién más sabría cómo hacerlo?
– Antes del Vaticano II, se enseñaba en el catecismo de Baltimore. Vosotros sois muy jóvenes para acordaros. Hoy día, se enseña solamente en el seminario, aunque todavía podría formar parte de la formación de un diácono.
– ¿Y cuáles son los requisitos para hacerse diácono? -preguntó Maggie, frustrada porque aquello pudiera incrementar su lista de sospechosos.
– Hay normas rigurosas. Como es natural, uno debe estar bien considerado por la iglesia. Y, por desgracia, sólo los hombres pueden ser diáconos. Pero no comprendo muy bien lo que esto puede tener que ver con Ronald Jefrreys.
– Temo no poder revelárselo, padre -Morrelli sonrió-. No se ofenda -miró a Maggie, para ver si ella tenía algo más que añadir. Después, prosiguió-. Gracias por su ayuda, padre Francis.
Le hizo la seña de que debían marcharse, pero Maggie se quedó mirando al padre Francis, confiando en ver algo en aquellos ojos entrecerrados que sostenían su mirada. Parecían desear que ella viera lo que revelaban. Sin embargo, el cura se limitó a despedirla con una inclinación de cabeza y una sonrisa.
Morrelli le tocó el hombro; ella giró sobre sus talones y echó a andar junto a él. Una vez en la escalinata, Maggie se detuvo con brusquedad. Morrelli ya estaba en la acera cuando se percató de que ella se había quedado atrás. La miró y se encogió de hombros.
– ¿Qué pasa?
– Sabe algo. Hay algo sobre Jefrreys que no nos cuenta.
– Que no puede contarnos.
Giró en redondo y subió corriendo los peldaños.
– O'Dell, ¿qué haces?
Oyó a Morrelli a su espalda mientras abría la pesada puerta principal y recorría a paso rápido el pasillo central. El padre Francis estaba abandonando el altar, desapareciendo tras las gruesas cortinas.
– ¡Padre Francis! -le gritó Maggie. El eco la hizo sentirse como si hubiera quebrantado alguna norma, o cometido algún pecado, pero sirvió para detener al sacerdote. Regresó al centro del altar, desde donde la vio acercarse con paso rápido por el pasillo, con Morrelli pisándole los talones-. Si sabe algo… Si Jeffreys le contó algo que pudiera evitar otro asesinato… Padre, ¿no vale la pena traicionar la confianza de un asesino en serie para salvar la vida de un niño inocente?
No se percató hasta aquel momento de que estaba sin resuello. Esperó, con la mirada clavada en aquellos ojos que sabían mucho más de lo que podían o querían revelar.
– Lo único que puedo decirle es que Ronald Jeffreys sólo dijo la verdad.
– ¿Disculpe? -su impaciencia se estaba transformando rápidamente en furia.
– Desde el día que confesó haber cometido el crimen hasta que fue ejecutado, Ronald Jeffreys sólo dijo la verdad -sus ojos siguieron fijos en los de Maggie, pero si le estaban revelando algo más, ella no lograba adivinarlo-. Ahora, si me disculpan…
Morrelli estaba junto a ella. Permanecieron en silencio, contemplando cómo el cura desaparecía detrás de la tela ondeante de las cortinas.
– ¡Dios! -susurró Morrelli por fin-. ¿Qué diablos significa eso?
– Significa que tenemos que echar un vistazo a la confesión original de Jeffreys -dijo Maggie, fingiendo saber de lo que hablaba. Después, se dio la vuelta y salió de la iglesia, con cuidado de no taconear en el suelo de mármol.
Las ruedas patinaron cuando salió del aparcamiento de la iglesia. La bolsa de comestibles se tambaleó sobre el asiento contiguo, su contenido se derramó y las naranjas rodaron bajo sus pies mientras pisaba el acelerador.
Debía calmarse. Miró por el espejo retrovisor; nadie lo seguía. Se habían presentado en la iglesia haciendo preguntas, preguntas sobre Jeffreys. Estaba a salvo. No sabían nada. Incluso la reportera del periódico había insinuado que el asesinato de Danny era obra de un imitador. Alguien que imitaba a Jefrreys. ¿Por qué no se le había ocurrido a nadie que era Jeffreys el imitador? El que matara a sangre fría lo había convertido en un cabeza de turco perfecto.
A pocas manzanas del colegio, los padres correteaban como ratas asustadas, llevando a sus hijos de la mano, apiñándose en los cruces. Los guiaban hasta la acera, y se quedaban mirando cómo subían los peldaños del colegio hasta que desaparecían en el interior. Apenas se habían fijado en sus hijos hasta aquel momento, dejándolos solos durante horas. Les creaban contusiones y cicatrices que, si no se les ponía fin, durarían toda la vida. Pero esos padres estaban aprendiendo. Les estaba haciendo un favor, procurándoles un gran servicio.
El viento olía a nieve, zarandeaba chaquetas y faldas que no tardarían en ser relegadas al armario. Aquello lo hizo pensar en la manta del maletero. ¿Seguía manchada de sangre? Intentó recordar, intentó pensar, mientras veía a las ratas cubrir las aceras y obstruir los cruces. Se detuvo ante un semáforo. Un torrente de ratas pasó por delante. Una de ellas lo reconoció y lo saludó; él sonrió y le devolvió el saludo.
No, había lavado la manta, no tenía sangre. La lejía había hecho milagros.Y abrigaría si acababa nevando.
Detestaba el frío, detestaba la nieve. Le recordaba las Navidades en las que desenvolvía en silencio los contados regalos que su madre le había dejado al pie del árbol. Tan en silencio, que podía oírla distrayendo a su padrastro en el dormitorio, a pocos pasos de distancia.
Su padrastro no sospechaba nada, agradecido por su propio regalo matutino. De haberlo descubierto, tanto él como su madre habrían recibido palizas por haber malgastado frivolamente el dinero que a él tanto le costaba ganar. De hecho, fue la paliza de la primera Navidad lo que dio lugar a aquella tradición secreta.
Tomó la carretera de la Vieja Iglesia y condujo a lo largo del río. La orilla era un estallido de rojos, naranjas y amarillos. Miles de espadañas lo saludaban, abriéndose paso entre la hierba alta de color miel. La nieve las echaría a perder, cubriría los luminosos colores de la vida con su manto blanco de muerte.
No faltaba mucho. De pronto, se acordó de los cromos de béisbol. Preso del pánico, se cacheó, palpándose todos los bolsillos de la chaqueta mientras seguía conduciendo con una mano. El coche viró bruscamente a la derecha y tropezó con un bache profundo antes de que él pudiera dar un volantazo y recuperar el control. Por fin, notó el bulto en el bolsillo de atrás de sus vaqueros.
Se desvió de la carretera y dejó el coche en una arboleda de ciruelos cuyas ramas y hojas ocultaban el coche. Volvió a guardar los alimentos en la bolsa y se la metió bajo el brazo. Abrió el maletero. La gruesa manta de lana estaba enrollada y atada con una cuerda. La sacó y se la echó al hombro. Cerró con fuerza el maletero, y el eco resonó en los árboles y en el agua. Había paz y silencio a pesar del murmullo del viento gélido.
Las hojas embarradas ocultaban tan bien la puerta de madera que incluso él tenía que buscar el lugar exacto. La despejó y, después, con las dos manos, tiró de ella hasta que se abrió con un crujido. Una luz nebulosa iluminaba los peldaños mientras descendía a la tierra. Al instante, el olor de moho y descomposición atacó su olfato. En cuanto llegó al final de la escalera, soltó la bolsa y la manta.