Una brisa de aire viciado se filtró por la puerta abierta, le refrescó la piel húmeda y pegajosa y le produjo un escalofrío. Con pequeños jadeos asmáticos, el padre Francis inspiró con avidez. Por fin, el fragor de su pecho se suavizó, dejando a su paso una fuerte opresión.
– Que Dios ayude a Ronald Jeffreys -susurró, sin dirigirse a nadie en particular.
Al menos, Jeffreys había dicho la verdad; no había matado a los tres niños. El padre Francis lo sabía, no porque Jeffreys se lo hubiera dicho sino porque, tres días antes, el monstruo sin rostro que había asesinado a Aaron Harper y a Eric Paltrow se lo había susurrado a través de la rejilla negra del confesionario de Santa Margarita. Y, como era secreto de confesión, no podía revelárselo a nadie.
Ni siquiera a Ronald Jeffreys.
Capítulo 1
A ocho kilómetros de Platte City, Nebraska.
Viernes, 24 de octubre
Nick Morrelli habría preferido que la mujer que tenía debajo llevara menos maquillaje. Sabía que era absurdo. Escuchó sus suaves gemidos… ronroneos, a decir verdad. Como una gata, se frotaba contra él, deslizando los muslos sedosos por los costados de su torso masculino. Estaba más que preparada para él y, aun así, en lo único que Nick podía pensar era en la sombra azul de sus párpados. Incluso con las luces apagadas, permanecía grabada en su mente como pintura fosforescente.
– Cielo, qué fuerte estás… -le ronroneó al oído, arañándole brazos y espalda con sus largas uñas.
Se apartó de ella antes de que descubriera que no todo su cuerpo estaba «fuerte». ¿Qué le pasaba? Debía concentrarse. Le lamió el lóbulo de la oreja y le acarició el cuello con la mejilla; después, bajó la cabeza hacia donde quería estar en realidad. Instintivamente, encontró uno de sus senos con la boca, y lo devoró con besos suaves y húmedos. Ella gimió antes incluso de que le acariciara el pezón con la punta de la lengua.
A Nick le encantaban los ruiditos que hacían las mujeres:los pequeños jadeos, los gemidos roncos. Aguardó a oírlos; después, envolvió el pezón con la lengua y se lo metió en la boca. Ella arqueó la espalda y se estremeció; él apretó su cuerpo contra el de ella para absorber el temblor y sentir la piel tersa y trémula. Normalmente, aquella reacción le bastaba para tener una erección. Aquella noche, nada.
Dios, ¿estaría perdiendo facultades? No, era demasiado joven para padecer ese problema, aún le quedaban cuatro años para cumplir los cuarenta.
¿Desde cuándo tomaba los cuarenta como referencia de edad?
– Aaaah, cariño, no pares…
Ni siquiera se había dado cuenta de que había parado. Ella gimió con impaciencia y empezó a elevar y bajar las caderas con un ritmo sensual. Sí, estaba más que preparada; él, en cambio, no. Por primera vez, deseó que las mujeres lo llamaran por su nombre en lugar de «cielo», «cariño», «campeón», o lo que fuera. ¿Acaso a ellas también las preocupaba equivocarse de nombre?
Ella hundió los dedos en su pelo corto y grueso y tiró con fuerza; el latigazo de dolor lo tomó por sorpresa. Después, le hizo bajar el rostro a sus senos.
¿Qué diablos le ocurría? Una hermosa rubia lo deseaba, ¿por qué no lo excitaban sus jadeos impacientes? Tenía que concentrarse. Todo le resultaba demasiado mecánico, demasiado rutinario. Aun así, volvería a compensarla usando los dedos y la lengua. A fin de cuentas, tenía una reputación que mantener.
Siguió acariciándola hacia abajo, comiéndosela a besos y lametazos. Ella se retorcía; estaba estremeciéndose antes incluso de que él tirara de las braguitas de encaje con los dientes para dejar un rastro de besos en la cara interior de sus muslos. De pronto, un ruido lo detuvo. Aguzó el oído debajo de las sábanas.
– No, por favor, no pares -gimió, y volvió a apretarlo contra ella.
De nuevo, los golpes. Alguien estaba llamando a la puerta.
– Enseguida vuelvo -Nick le retiró las manos con suavidad y se levantó de la cama a trompicones, desenredando las sábanas. Se puso los vaqueros y lanzó una mirada al reloj de la mesilla de noche. Las 22:36 horas.
Incluso a oscuras, conocía todos los crujidos de la escalera de memoria. Se sorprendió avanzando de puntillas, aunque hacía más de cinco años que sus padres no dormían en la vieja granja.
Los golpes eran más fuertes e insistentes.
– ¡Ya voy! -gritó con impaciencia, aún dando gracias por la interrupción.
Cuando abrió la puerta, reconoció al hijo de Hank Ashford, aunque no recordaba su nombre. El muchacho andaba por los dieciséis o diecisiete años, era defensa del equipo de fútbol americano del instituto y tenía la corpulencia necesaria para desplazar a dos o tres jugadores a la vez. Sin embargo, aquella noche, en el porche delantero de la casa de Nick, tenía los hombros encogidos, las manos en los bolsillos, la cara desencajada y pálida. Temblaba de frío a pesar del sudor que le empañaba la frente.
– Sheriff Morrelli, tiene que venir… En la carretera de la Vieja Iglesia… Por favor, tiene que…
– ¿Ha habido un accidente? -sentía los picotazos del aire frío de la noche en la piel desnuda. Resultaba agradable.
– No, no es… No está herido. Dios mío, sheriff, es horrible -el muchacho volvió la cabeza hacia su coche; fue entonces cuando Nick distinguió a la joven en el asiento delantero. A pesar del resplandor de los faros, vio que estaba llorando.
– ¿Qué pasa? -inquirió Nick, pero el chico se limitó a cruzar los brazos y a balancearse sobre los pies, incapaz de hablar.
¿Qué estúpido juego se les habría ocurrido aquella vez? La semana anterior un grupo de chicos había estado jugando a las carreras con dos tractores de Jake Turner. El perdedor se había precipitado en una zanja llena de agua, dejando el morro incrustado bajo la superficie. Había tenido suerte de escapar sólo con alguna costilla rota y el leve castigo de pasarse dos partidos en el banquillo.
– ¿Qué diablos habéis hecho esta vez? -le gritó Nick.
– En la carretera de la Vieja Iglesia… Hemos encontrado… entre la hierba… Dios mío, hemos encontrado un… un cuerpo.
– ¿Un cuerpo? -Nick no sabía si creer al chico-. ¿Quieres decir un cadáver? -¿estaría borracho?
El muchacho asintió, y los ojos se le llenaron de lágrimas; se pasó la manga de la sudadera por la cara y lanzó una mirada a su novia antes de volver a mirar a Nick.
– Espera un momento -le dijo. Soltó la puerta mosquitera y regresó al interior de la casa. Debían de haberlo imaginado, o quizá fuera una broma de Halloween un poco temprana. Se puso las botas, prescindiendo de los calcetines, y recogió la camisa del sofá, donde se la habían quitado hacía rato. Lo irritó ver que le temblaban los dedos mientras se abrochaba los botones.
– Nick, ¿qué pasa?
La voz de lo alto de la escalera lo sobresaltó. Se había olvidado de Angie. Recién salida de la cama, tenía la melena rubia alborotada. La sombra de ojos azul apenas se distinguía a aquella distancia, y la camiseta que se había puesto se le transparentaba a la suave luz del pasillo. En aquellos momentos, al mirarla, Nick no entendía por qué había sido un alivio separarse de ella.
– Tengo que salir, es urgente.
– ¿Ha habido un accidente? -parecía más curiosa que preocupada. ¿Estaría interesada únicamente en el chisme, para poder contárselo a los clientes matutinos de la cafetería Wanda's?
– No, no es eso.
– ¿Han encontrado al chico de los Alverez?
Dios, a Nick ni siquiera se le había pasado por la cabeza. El niño había desaparecido el domingo pasado; lo habían raptado antes de que emprendiera su ruta de reparto de prensa.
– Lo dudo -le dijo. Hasta el FBI estaba convencido de que se lo había llevado su padre, a quien seguían tratando de localizar. No era más que una lucha por la custodia del pequeño. Y el problema de aquella noche no era más que unos adolescentes gastándose bromas entre sí-. Tardaré un rato, pero puedes quedarte, si quieres.
Nick recogió las llaves del Jeep y encontró a Ashford sentado en los peldaños del porche, con el rostro enterrado entre las manos.
– En marcha -le dijo, y tiró con suavidad de la sudadera del muchacho para ponerlo en pie-. ¿Por qué no venís conmigo en el Jeep?
Nada más sentarse en el vehículo, Nick lamentó no haber tardado un momento más y haberse puesto unos calzoncillos. La tela vaquera lo raspaba cada vez que cambiaba de marcha. Por si fuera poco, la carretera de la Vieja Iglesia estaba plagada de hoyos, recuerdo de las lluvias de la semana anterior. La grava salpicaba el vehículo mientras él iba sorteando los baches más peliagudos.
– ¿Se puede saber qué hacíais en este cenagal? -nada más decirlo, cayó en la cuenta. No le hacía falta tener diecisiete años para recordar las ventajas que ofrecía una vieja carretera abandonada-. No me lo digáis -añadió antes de que pudieran contestar-. Decidme solamente por dónde es.
– Todavía falta un kilómetro o kilómetro y medio. Nada más pasar el puente. Hay una cañada que va paralela al río.
Advirtió que Ashford había dejado de balbucir; quizá se le estuviera despejando la cabeza. La chica, en cambio, que estaba sentada entre Nick y su novio, no había dicho una palabra.
Nick redujo la velocidad cuando el Jeep cruzó traqueteando el puente de madera. Encontró la cañada incluso antes de que Ashford se la señalara, y avanzaron a trompicones y resbalones por el camino de tierra cenagosa.