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– Ya te dije que no le haría gracia verte aquí -dijo una voz a su espalda. Christine volvió la cabeza y vio a Hal.

– Bueno, parece que alguien lo está haciendo cambiar de idea.

– Sí, desde luego ha encontrado la horma de su zapato. Voy a salir a fumarme un cigarro. ¿Te vienes?

– No, gracias. Estoy intentando dejarlo.

– Como quieras -repuso Hal, y se alejó.

En el rincón, Nick hablaba con los dientes apretados, conteniendo su ira. La agente O'Dell se mostraba imperturbable, y dialogaba con voz serena y normal.

– Perdonad que os interrumpa -al acercarse, la mirada furibunda que Nick le lanzó fue como un bofetón. Christine eludió mirarlo-. Usted debe de ser la agente especial O'Dell. Soy Christine Hamilton -le ofreció la mano, y O'Dell se la estrechó sin vacilación.

– Señora Hamilton…

– Estoy segura de que, en su arrebato de furia, Nicky ha olvidado decirle que soy su hermana.

O'Dell miró a Nick, y Christine creyó ver un ápice de sonrisa en su rostro, por lo demás, impasible.

– Sí, me preguntaba si habría algo personal.

– Está furioso conmigo, así que le cuesta ver que estoy aquí para ayudar.

– Lo sé.

– Entonces, ¿no le importaría contestar a unas preguntas?

– Lo siento, señora Hamilton…

– Christine.

– Claro, Christine. Opine lo que opine, no estoy al mando de la investigación. Sólo he venido a hacer un perfil del asesino.

A Christine no le hacía falta mirar a Nick para saber que estaba sonriendo. Aquello la enfureció.

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Se va a mantener a la prensa al margen, como en el caso Alverez? Nicky, eso sólo empeorará las cosas.

– En realidad, Christine, creo que el sheriff Morrelli ha cambiado de idea -dijo O'Dell, observando a Nick, cuya sonrisa se transformó en una mueca.

Nick se retiró el pelo de la frente; O'Dell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó. Christine los miró alternativamente. Había tensión en aquel rincón, y se sorprendió dando un paso atrás.

– Daremos una conferencia de prensa en el vestíbulo del juzgado -dijo Nick por fin-. Mañana por la mañana a las ocho y media.

– ¿Puedo publicarlo en el artículo de esta tarde?

– Claro -contestó su hermano a regañadientes.

– ¿Algo más que pueda incluir en el artículo?

– No.

– Sheriff Morrelli, ¿no dijo que tenía copias de la fotografía del niño? -una vez más, O'Dell hablaba en tono práctico, sin dobles sentidos-. Alguien podría recordar algo si Christine incluyera una en su artículo.

Nick hundió las manos en los bolsillos, y Christine se preguntó si lo haría para no estrangularlas a las dos.

– Pásate por la oficina a recoger una. Le diré a Lucy que te la tenga preparada en el mostrador principal. En el mostrador principal, Christine. No quiero verte merodeando por mi despacho.

– Relájate, Nicky, no soy el enemigo -empezó a alejarse, pero se detuvo junto a la puerta principal-. Sigues pensando en venir a cenar a casa esta noche, ¿no?

– No sé si estaré muy ocupado.

– Agente O'Dell, ¿le gustaría acompañarnos? Será una comida sencilla. Espaguetis. Regados con chianti.

– Gracias, me encantaría.

Christine estuvo a punto de prorrumpir en carcajadas al ver la expresión de sorpresa de Nick.

– Entonces, os veré a eso de las siete. Nicky sabe dónde es.

La oficina del sheriff rebosaba tensión y actividad. Nick lo percibió tan pronto como O'Dell y él franquearon el umbral. Allí estaba él, preocupado por la psicosis que iba a adueñarse de la comunidad y la oleada de frenesí arrancaba de su propia oficina.

Los teléfonos no paraban de sonar. Las máquinas pitaban, los teclados repicaban, los faxes zumbaban. Sus hombres hablaban a voces de un extremo a otro de la habitación. Los cuerpos pululaban sin chocar los unos con los otros.

Lucy pareció sentir alivio al verlo. Sonrió y lo saludó desde la otra punta de la sala. También lanzó una rápida mirada de desprecio a O'Dell, pero ésta no pareció darse cuenta.

– Nick, hemos registrado centímetro a centímetro toda la ciudad -Lloyd Benjamín tenía la voz rasposa por el agotamiento. Se quitó las gafas y se restregó los ojos. Era el miembro más antiguo del equipo de Nick y, junto con Hal, en el que más confiaba-. Los hombres de Richfield siguen recorriendo el río por la zona donde encontramos al pequeño Alverez. He enviado a los hombres de Staton a la parte norte de la ciudad, van a rastrear la cantera de grava y el lago Northon.

– Eso está bien, Lloyd. Muy bien -Nick le dio una pal- madita en la espalda. Había algo más. Lloyd se frotó la mandíbula y miró a O'Dell.

– Algunos estábamos comentando… -prosiguió en voz baja, casi un susurro-. Stan Lubrick creía recordar que Jef- freys tenía un compañero… ya sabes, una especie de… amante, en el momento de su detención. Recuerdo que lo trajimos para interrogarlo, pero no llegó a testificar. Un tal Mark Rydell -dijo, hojeando el bloc lleno de trazos ininteligibles-. Nos preguntábamos si debíamos salir a buscarlo. Comprobar si sigue por aquí.

Los dos miraron a O'Dell, que estaba distraída por el caos. Tenía las manos en los bolsillos de la chaqueta, y miraba a todas partes, observando la conmoción. De pronto, advirtió que los dos hombres estaban esperando a oír su opinión.

– No sabía que Jeffreys fuera gay. ¿Cómo sabe que ese tipo era su amante? -una vez más, hablaba en tono práctico, sin rastro de condescendencia, aunque Nick sabía que era capaz de transformar especulaciones firmes en nociones absurdas.

Lloyd se aflojó la corbata y el cuello de la camisa. Era evidente que el tema lo incomodaba.

– Bueno, estaban viviendo juntos.

– ¿Y eso no los convertiría en compañeros de piso?

O'Dell era tan implacable como hermosa. Lloyd lo miró en busca de ayuda, pero Nick se limitó a encogerse de hombros.

– ¿Sería posible comprobar si Rydell mantuvo contacto con Jeffreys después de la condena? -le preguntó O'Dell a Lloyd, en lugar de descartar su corazonada.

– No sé si iría a verlo alguien a la prisión.

– Podría comprobar qué visitas recibió Jeffreys o con quién se mantuvo en contacto. Averigüe si trabó amistad con otros prisioneros, o incluso guardias.

A Nick le gustaba cómo procesaba la información: rápidamente, sin pasar por alto ni siquiera los detalles más insignificantes. Una pista que Nick habría considerado descabellada se había materializado en algo sólido. Hasta Lloyd, que pertenecía a una generación de hombres deseosos de mantener a las mujeres en su sitio, parecía satisfecho. Se despidió con una inclinación de cabeza y se alejó en busca de un teléfono.

Nick se había quedado nuevamente impresionado. O'Dell lo sorprendió mirándola y se limitó a sonreír.

– ¡Oye, Nick! Esa mujer ha vuelto a llamar -gritó Eddie Gillick desde una mesa, con el teléfono debajo de la barbilla.

– Agente O'Dell, aquí hay un fax de Quantico para usted -Adam Preston le pasó un rollo de papel.

– ¿Qué mujer? -le preguntó Nick a Eddie.

– Sophie Krichek. ¿Te acuerdas? La que aseguró haber visto una vieja camioneta azul en el barrio cuando el pequeño Alverez fue secuestrado.

– Déjame adivinarlo. Ha vuelto a ver la camioneta, esta vez, con otro niño que se parece a Matthew Tanner.

– Espera un momento -lo interrumpió O'Dell, alzando la mirada de la tira de papel de fax que caía hasta el suelo-. ¿Qué te hace pensar que no habla en serio?

– No hace más que llamar -le explicó Nick.

– Nick, aquí tienes tus mensajes -Lucy le pasó el montón de papelitos rosa y esperó delante de él.

– A ver si lo entiendo. ¿No vas a verificar esa pista porque la mujer ha sobrepasado el cupo de llamadas a la autoridad? -O'Dell lo estaba mirando como si creyera que su actitud rayaba en incompetencia, y Nick se preguntó si tendría algo que ver con su leve distracción con el jersey ceñido de Lucy.

– Hace tres semanas llamó para decirnos que había visto a Jesús en su jardín, empujando a una niña en el columpio. Ni siquiera tiene jardín. Vive en un complejo de apartamentos con aparcamiento de cemento. Lucy, ¿han llegado ya las actas de la confesión y el juicio de Jeffreys?

– Max dijo que te las traería lo antes posible -Lucy se balanceó sobre los tacones de aguja, expresamente para él-. Tienen que hacer copias de todo. Max no quiere que los originales salgan del despacho del secretario judicial. Ah, agente O'Dell, un tal Gregory Stewart ha llamado tres o cuatro veces preguntando por usted. Ha dicho que era importante y que usted tiene su número.

– ¿El pesado de tu jefe? -Nick sonrió a O'Dell que, de pronto, parecía turbada.

– No, mi marido. ¿Hay algún teléfono desde el que pueda llamar?

La sonrisa de Nick se desvaneció. Le miró la mano; no llevaba alianza. Sí, estaba convencido de haberlo comprobado antes, sencillamente, por costumbre. O'Dell aguardaba una respuesta.

– Puedes llamar desde mi despacho -le dijo, tratando de parecer indiferente mientras hojeaba el montón de mensajes-. Por el pasillo, la última puerta a la derecha.

– Gracias.

En cuanto se alejó, Eddie Gillick se detuvo junto a Nick de camino al fax.

– ¿Por qué te sorprendes tanto, Nick? Es un buen partido. ¿Por qué no iba a estar casada?