– Tu reciente éxito no te favorece, Christine -parecía cansado, sin fuerzas.
– Me favorezca o no, me siento de maravilla.
– ¿Así que este número que me ha dado el periódico es de un móvil?
– Sí, uno de los alicientes de mi reciente éxito poco favorecedor. Oye, Nick -tenía que cambiar de tema antes de que le preguntara dónde estaba o adonde se dirigía-. ¿Podrías traerte el saco de dormir mañana, cuando vengas a casa? Timmy te lo pidió para la acampada, ¿recuerdas?
– ¿Van a irse de acampada en Halloween?
– Estarán de vuelta el viernes, el día de Todos los Santos. El padre Keller tiene que decir misa. ¿Te acordarás de traerlo?
– Sí.
– Y no te olvides de la agente O'Dell.
– Está bien.
Christine dobló la esquina para entrar en el aparcamiento justo cuando cerraba el móvil y se lo guardaba en el bolso. Nick se pondría furioso si supiera dónde estaba.
El complejo de apartamentos de cuatro plantas tenía un aspecto ruinoso; los ladrillos estaban mellados y viejos. Había aparatos oxidados de aire acondicionado colgados por fuera de las ventanas. El edificio desentonaba en aquel antiguo barrio de pequeñas casas de estructura de madera. A pesar de ser viejas, las casas estaban bien conservadas, y tenían los jardines de atrás llenos de cajones de arena, columpios y enormes arces.
El aire estaba impregnado del olor de la leña de la chimenea de un vecino. Un perro ladró al final de la calle, y Christine oyó el tintineo de un carillón de viento. Aquél era el barrio de Danny Alverez. Habían encontrado la reluciente bicicleta roja de Danny apoyada contra la alambrada que separaba el aparcamiento del complejo de apartamentos del resto del barrio. Era allí donde había comenzado el horror de sus últimos días.
El ascensor olía a tabaco y a orina de perro. Christine pulsó el botón del cuarto piso, y el ascensor vibró y subió con un traqueteo. Al salir al pasillo, volvió a atacarla una mezcla de olores a orina, moho y comida chamuscada de algún vecino. ¿Cómo podía vivir alguien en un cuchitril como aquél?
El apartamento 410 estaba al final del pasillo. Delante de la puerta arañada y abollada, descansaba un felpudo trenzado a mano. El felpudo estaba limpio, impoluto. Christine llamó a la puerta y contuvo la respiración para no inspirar los olores asfixiantes del pasillo. Oyó varios cerrojos que se abrían, y la puerta se entreabrió levísimamente. Unos ojos entornados y arrugados la miraron a través de unas gafas gruesas.
– ¿Señora Krichek? -preguntó con la mayor educación posible, sin dejar de contener el aliento.
– ¿Es usted la periodista?
– Sí, soy yo. Me llamo Christine Hamilton.
La puerta se abrió, y Christine esperó a que la mujer retrocediera con la ayuda del andador.
– ¿Está emparentada con Ned Hamilton, el del supermercado de la esquina?
– No, no lo creo. Hamilton es el apellido de mi ex marido, y no es de por aquí.
– Entiendo -la mujer se alejó arrastrando los pies.
Una vez dentro de la casa, Christine fue acosada por tres enormes gatos amarillos y grises que empezaron a frotarse contra sus piernas.
– Acabo de preparar una jarra de chocolate caliente. ¿Quiere un poco?
Estuvo a punto de decir que sí, pero vio la jarra humeante en la mesita de centro, donde otro enorme gato estaba dándole unos lametazos.
– No, gracias -confiaba en haber disimulado su desagrado.
El apartamento olía mucho mejor que el pasillo, a pesar del olor del amoníaco de una caja escondida de arena para los gatos. Había coloridas colchas de punto y edredones en el sofá y en una mecedora, plantas en las ventanas y tapetes de ganchillo en un antiguo aparador.
– Siéntese -le indicó la mujer, que se dejó caer en la mecedora-. ¡Ay!, qué dolor tengo en este hombro -dijo, y se frotó el extremo huesudo que sobresalía por debajo del jersey-. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
– Vaya, lo siento.
Parecía tener huesos frágiles, pensó Christine, fijándose en las rodillas nudosas que sobresalían por debajo del sencillo vestido de algodón. La anciana exhibía un ceño permanente, y los luminosos ojos azules aparecían enormes tras las gafas de montura metálica. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño y sujeto con hermosas peinetas de turquesa.
– Envejecer es un infierno. Si no fuera por mis gatos, creo que tiraría la toalla.
– Señora Krichek -Christine se sentó y contempló cómo su falda de color azul marino se llenaba de pelo de gato-. Me gustaría que fuéramos al grano y que me contara lo que vio la mañana en que Danny Alverez desapareció. No le importa, ¿no?
– En absoluto. Me alegro de que por fin le interese a alguien.
– ¿No han venido a interrogarla de la oficina del sheriff?
– Los he llamado varias veces. La última, esta mañana, antes de ver su artículo. Me dan evasivas, como si creyeran que me lo estoy inventando. Por eso la he llamado. No me importa lo que piensen, yo sé lo que vi.
– ¿Y qué fue lo que vio, señora Krichek?
– Vi a ese chico aparcar su bici y subirse a una vieja camioneta azul.
– ¿Está segura de que era el pequeño Alverez?
– Lo he visto docenas de veces. Era un buen repartidor. Me dejaba el periódico en el felpudo, no como el que tenemos ahora, que sale del ascensor y lo lanza a mi puerta. A veces, llega, a veces, no, y me cuesta salir al pasillo con el andador. Los de su periódico deberían comprobar si esos chicos hacen bien su trabajo.
– Se lo diré. Señora Krichek, hábleme de la camioneta. ¿Pudo ver al conductor?
– No. Estaba amaneciendo y no había mucha luz. Yo me había acercado a la ventana. La camioneta entró en el aparcamiento, de modo que lo único que veía era el asiento del copiloto. Debió de decirle algo al niño, porque Danny dejó la bici apoyada contra la valla, rodeó el vehículo y subió.
– ¿Danny subió a la camioneta? ¿Está segura de que el hombre no lo agarró y lo arrastró por la fuerza?
– No, no. Todo transcurrió en tono amistoso… de lo contrario, habría llamado antes al sheriff. Hasta que no oí que Danny había desaparecido no sumé dos más dos y llamé.
Christine no podía creer que nadie hubiera verificado la historia de aquella mujer. ¿Se le estaría pasando algo por alto? Era una anciana, pero su descripción de los hechos parecía creíble. Se levantó y se dirigió a la ventana que la mujer había señalado. Ofrecía una vista perfecta del aparcamiento y de la alambrada. Incluso una persona con poca vista podría haber distinguido los acontecimientos que había descrito.
– ¿Cómo era la camioneta?
– Sé poco sobre coches -la mujer se encaramó al andador y se reunió con Christine arrastrando los pies-. Era vieja, de color azul cobalto, con la pintura descascarillada y un poco oxidada por abajo. Tenía estribos. Me acuerdo, porque Danny pisó el de su puerta para subir. Y la caja abierta, pero con barrotes en los costados. Ya sabe, de ésos que ponen los granjeros cuando van a transportar animales. Ah, y uno de los faros estaba fundido.
Si la mujer estaba senil, tenía una imaginación desbordante. Christine anotó los detalles.
– ¿Pudo ver la matrícula?
– No, no tengo la vista tan fina.
Se oyó el golpe de una puerta mosquitera al cerrarse, y una niña salió corriendo al jardín que quedaba al otro lado de la valla metálica. Se sentó en un columpio y llamó al hombre que la había seguido. Tenía el pelo largo, barba, y llevaba vaqueros y una camiseta larga con forma de túnica.
– Se mudaron aquí el mes pasado -la señora Krichek señaló con la cabeza a la pareja; el hombre empujaba el columpio y la niña chillaba de puro deleite-. El día que lo vi, pensé que era el mismísimo Dios. ¿No cree que se parece a Jesús?
Christine sonrió y asintió.
Maggie vio a Nick sortear con cuidado los montones de papeles que ella había desperdigado por el suelo de su despacho. Hizo un hueco y dejó la pizza humeante y las Pepsis frías; después, se sentó frente a ella en el suelo, con las piernas estiradas. Casi le rozaba el muslo con el pie. Maggie llevaba todo el día consciente de él. Cuando creía estar demasiado cansada para sentir, su cuerpo la sorprendía cada vez que Nick la tocaba accidentalmente o le rozaba el muslo con la mano al cambiar las marchas del Jeep.
Hacía horas que se había descalzado y había estado sentada de rodillas hasta que los pies se le habían quedado dormidos. En aquellos momentos, se los masajeaba suavemente mientras leía los informes del forense sobre Aaron Harper y Eric Paltrow, los dos niños muertos por cuyo asesinato Jeffreys había sido erróneamente condenado.
La pizza olía bien a pesar de los detalles truculentos que leía. Alzó la vista y sorprendió a Nick mirando cómo se frotaba los pies. Nick desvió la mirada de inmediato, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indecoroso. Levantó la lengüeta de una lata de Pepsi y se la pasó.
– Gracias -en aquella ocasión, Maggie estaba hambrienta de verdad. El sandwich de jamón y queso de Wanda's había permanecido casi intacto en un plato hasta que el joven ayudante Preston se había ofrecido a quitárselo de en medio. De eso hacía varias horas. Reinaba la oscuridad en la calle, y los teléfonos del final del pasillo se habían tranquilizado.
Nick separó una gruesa porción de pizza, tiró de ella hábilmente para no perder el queso y la depositó en un plato de papel antes de pasársela a Maggie. Olía a pimiento verde, salchichón y queso parmesano. Maggie dio un bocado más grande de lo debido y se manchó la barbilla de queso derretido y de salsa.