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– ¿Hasta los árboles? -Nick lanzó una mirada a Ashford, que se limitó a asentir. Cuando se acercaron al recodo resguardado por los arces, la joven ocultó el rostro en la sudadera del muchacho.

Nick frenó, apagó el motor pero dejó encendidos los faros. Se inclinó hacia la guantera para sacar una linterna.

– Esa puerta se atranca -le dijo a Ashford, y vio cómo los dos se miraban a los ojos. Ninguno hizo ademán de apearse del Jeep.

– No dijiste que tendríamos que volver a verlo -le susurró la joven a Ashford mientras se aferraba a su brazo.

Nick dio un portazo, y el golpe reverberó en el silencio. No había nada en muchos kilómetros a la redonda, ni tráfico, ni luces de granjas; hasta los animales nocturnos parecían dormir. Permaneció junto al Jeep, esperando. El chico lo miró a los ojos, pero seguía sin hacer intención de bajarse del asiento. En lugar de insistir, Nick dirigió la linterna a la orilla del río. El haz de luz surcó la hierba alta y se reflejó en el agua; Ashford lo siguió con la mirada. Vaciló, volvió a mirar a Nick y asintió.

La hierba le rozaba las rodillas, camuflaba el lodo que absorbía sus botas. Dios, ¡qué oscuro estaba aquello! Hasta la luna anaranjada se ocultaba tras unas nubéculas. Oyó un crujido de hojas a su espalda; giró en redondo y alumbró los árboles. ¿Se había movido algo? ¿Allí, entre los arbustos? Le había parecido ver una sombra agazapada. ¿O no eran más que alucinaciones?

Nick escudriñó las ramas de los árboles; contuvo el aliento y aguzó el oído. Nada. Debía de haber sido el viento… salvo que no hacía ni una mota de aire. Sintió un escalofrío repentino, y lamentó no haberse puesto la chaqueta. Aquello era una locura; no iba a consentir que unos adolescentes le gastaran una broma pesada. Cuanto antes resolviera aquel asunto, antes podría regresar a su tibia cama.

A medida que se acercaba a la orilla, le costaba más trabajo chapotear en el barro, levantar las piernas y pisar con cuidado para no resbalar. Las botas nuevas quedarían inservibles. Empezaba a notar la humedad en los pies. Sin calcetines, sin calzoncillos, sin chaqueta…

– Maldita sea -masculló-. Será mejor que merezca la pena -montaría en cólera si encontraba a un grupo de adolescentes jugando al escondite.

Vio un destello en el barro, junto al agua. Fijó la mirada en aquel punto y apretó el paso. Ya casi estaba allí, fuera de la hierba. De pronto, tropezó y se precipitó hacia delante, aunque pudo frenar la caída con los codos. La linterna salió volando y se hundió en el agua negra en una espiral de luz.

Nick se puso a cuatro patas en el fango. Detectó un olor rancio distinto al hedor del río. El objeto brillante estaba casi a su alcance, y vio que se trataba de una medalla en forma de cruz; tenía la cadena rota y los eslabones desperdigados sobre el barro.

Volvió la cabeza para ver con qué objeto sólido había tropezado. Esperaba ver un árbol caído pero, a menos de un metro de distancia, había un cuerpecito blanco acurrucado en el barro y en las hojas.

Nick se puso en pie a duras penas; tenía las rodillas de goma y el estómago revuelto. La pestilencia era más intensa, insoportable. Se acercó despacio al cuerpo, como si no quisiera despertar al niño, que parecía dormido a pesar de estar contemplando las estrellas con los ojos muy abiertos. Entonces, vio el cuello rajado y el pecho despedazado, con la piel cortada y levantada. Fue en ese instante cuando tuvo la primera arcada y las rodillas dejaron de sostenerlo.

– Basta con que haya una manzana podrida…-dijo Christine Hamilton en voz baja, al tiempo que tecleaba las palabras. Después, pulsó la tecla de borrado y vio cómo desaparecían. Así no terminaría nunca el artículo. Se recostó en la silla para lanzar una mirada al reloj de pared, la única luz al final de aquel túnel de oscuridad. Ya casi eran las once de la noche. Gracias a Dios, Timmy estaba durmiendo en casa de un amigo.

El portero había vuelto a apagar la luz del pasillo; un recordatorio más de lo importante que era la sección de «Vida Actual» del periódico. Al final del pasillo en sombras, vio la rendija iluminada de la puerta de la redacción. Incluso a aquella distancia, oía el repiqueteo de los teletipos y el zumbido de los faxes. Al otro lado de aquella puerta, había media docena de periodistas y redactores despachando cafés y noticias de última hora, mientras que ella lidiaba con tartas de manzana.

Abrió una carpeta y hojeó las notas y recetas. Más de cien maneras de rebanar, trocear, exprimir y asar manzanas, y no podían traerle más al fresco. Quizá se le hubiera secado la inspiración tras las recetas de tomate de la semana anterior. Sabía que su título de periodismo estaba un poco oxidado, gracias a la obstinación de Bruce y su empeño en ser él quien llevara los pantalones en la familia. Lástima que el muy capullo hubiera tenido tanta prisa por bajárselos.

Cerró la carpeta con violencia y la arrojó sobre el escritorio; vio cómo resbalaba y desperdigaba clips por el suelo resquebrajado de linóleo. ¿Hasta cuándo seguiría amargada? No, la pregunta era: ¿hasta cuándo le seguiría doliendo? ¿Por qué seguía con el corazón destrozado? A fin de cuentas, había pasado más de un año.

Se pasó los dedos por la gruesa mata de pelo rubio. Tenía que cortarse las puntas, e intentó calcular de cuánto tiempo disponía hasta que empezaran a oscurecérsele las raíces. El tinte era un toque nuevo, un regalo de divorcio que se había hecho. Los resultados iniciales habían merecido la pena: que los hombres volvieran la cabeza a su paso era una experiencia nueva; ya sólo le faltaba organizar las visitas a la peluquería, como todo lo demás en su vida.

Hizo caso omiso de la prohibición de fumar en el edificio y extrajo un cigarrillo de la cajetilla que llevaba en el bolso. Se apresuró a encenderlo y dar una calada, a la espera de que la nicotina la serenara. Antes de exhalar, oyó un portazo. Aplastó el cigarrillo en un plato de postre rebosante de colillas manchadas de pintalabios, demasiadas para una persona que intentaba dejarlo. Tomó el plato y buscó un escondite mientras disipaba el humo con la mano. El pánico le hizo embutirlo en la papelera que tenía debajo de la mesa. La cerámica se hizo añicos al estrellarse contra el metal justo cuando Pete Dunlap entraba en la habitación.

– Hamilton. Qué bien que te encuentro -se pasó la mano por su rostro curtido en un intento fútil de extinguir su agotamiento. Pete llevaba casi cincuenta años en el Omaha Journal, y había empezado de repartidor. A pesar de las canas, las bifocales y la artritis de las manos, era uno de los pocos que podía publicar el periódico él solo, ya que había trabajado en todos los departamentos.

– Estoy bloqueada -Christine sonrió, tratando de explicar por qué estaba trabajando a aquellas horas en la sección de «Vida Actual» del periódico. Se alegró de ver a Pete y no a Charles Schneider, el editor nocturno, que gobernaba el periódico como un nazi.

– Bailey está enfermo, Russell está terminando el escándalo sexual del congresista Neale, y acabo de enviar a Sánchez a cubrir un choque en cadena de tres vehículos en la autovía 50. Hay un poco de alboroto en la carretera de la Vieja Iglesia, en el condado de Sarpy. Ernie no ha sacado gran cosa en claro del aviso radiofónico, pero hay un ejército de coches patrulla en camino. Podrían ser otra vez esos estudiantes jugando con los tractores de sus padres. Sé que no formas parte del equipo de noticias, pero ¿te importaría ir a echar un vistazo?

Christine intentó contener su alegría. Ocultó su sonrisa volviéndose hacia el artículo a medio guisar de su pantalla. Por fin, la oportunidad de escribir una noticia de verdad, aunque fuera sobre unos estudiantes borrachos.

– Te cubriré las espaldas con Whitman en lo que sea que estés haciendo -dijo Pete, malinterpretando su vacilación.

– Está bien. Ya que me lo pides, iré a echar un vistazo -escogió las palabras con cuidado, para dejar claro que le estaba haciendo un favor. Aunque sólo llevaba un año en la plantilla, sabía que los periodistas ascendían más por favores pendientes que por talento.

– Vete por la interestatal, porque la A 50 estará atascada con el accidente. Toma la salida 372 y sigue por la A 66. La carretera de la Vieja Iglesia está a unos diez kilómetros de distancia.

Christine estuvo a punto de interrumpirlo. De adolescente, había ido a darse el lote a la carretera de la Vieja Iglesia en muchas ocasiones. Sin embargo, un desliz como aquél podría echar a perder todos sus esfuerzos por parecer más sofisticada. Así que, en cambio, anotó algunas indicaciones.

– Estáte de vuelta antes de la una para que podamos insertar un par de párrafos en la edición matutina.

– Está bien -se echó el bolso al hombro e intentó no dar brincos mientras se alejaba por el pasillo.

Ya a salvo en el aparcamiento en sombras, Christine hizo una pirueta y gritó a la pared de cemento:

– ¡Sí!

Aquélla era su oportunidad para franquear la puerta de la redacción, para pasar de las recetas y las anécdotas caseras a las noticias de verdad. Fuese lo que fuese lo que estaba ocurriendo junto al río, pensaba contar hasta el último detalle. Y, si no había ocurrido nada… seguro que una buena reportera sabía sacarse una noticia interesante de la manga.