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Regresó a gatas al sofá, con la lámpara como escudo.

– Nick -susurró, y se incorporó para zarandearlo-. Nick, despierta -le empujó el hombro, y su cuerpo rodó hacia ella y cayó al suelo. Tenía la mano manchada de sangre. Lo miró. Santo Cielo… Se metió la mano ensangrentada en la boca para no gritar, para contener el terror. Los ojos azules de Nick la miraban fijamente, fríos y vacíos. La sangre le cubría el frente de la camisa. Lo habían degollado, y de la herida abierta seguía manando sangre.

Entonces, volvió a ver el destello de luz. La sombra estaba en la ventana, observándola, sonriendo. Era una cara que reconocía. Era Albert Stucky.

En aquella ocasión, se despertó agitando los brazos, golpeando y sacudiendo todo lo que estaba a su alrededor. Nick la sujetó por las muñecas, impidiéndole que le aporreara el pecho. Maggie intentaba respirar, pero apenas podía tomar aire en los pulmones. Le temblaba todo el cuerpo, fuertes convulsiones que no podía controlar.

– Maggie, no pasa nada -la voz de Nick era suave y tranquilizadora, pero alarmada y apremiante-. Maggie, estás a salvo.

Se quedó quieta de improviso, aunque todavía estaba temblando. Clavó la mirada en los ojos de Nick. Eran tibios círculos azules llenos de preocupación, y estaban vivos. Miró en torno a sí. El fuego ardía con fuerza, lamiendo los troncos gruesos que Nick había arrojado antes. La habitación estaba iluminada por el cálido resplandor amarillo del fuego. Al otro lado de la ventana, la nieve destellaba contra el cristal. No era el parpadeo de una linterna, no era Albert Stucky.

– Maggie, ¿estás bien? -apretaba los puños cerrados de Maggie contra su pecho y le acariciaba las muñecas. Ella volvió a mirarlo a los ojos. De pronto, se sentía exhausta.

– No ha funcionado -susurró-. Me has mentido.

– Lo siento. Has estado durmiendo apaciblemente durante un rato. Puede que no estuviera abrazándote lo bastante fuerte -sonrió.

Maggie relajó los puños sobre su pecho mientras las manos de Nick seguían acariciándole los brazos, ascendiendo por encima de los codos, por dentro de las amplias mangas del albornoz. Alcanzaron los hombros antes de iniciar el lento descenso. Centímetro a centímetro, la hacían entrar en calor. Pero el frío era más hondo, se propagaba por su cuerpo como hielo líquido corriendo por sus venas.

Se recostó sobre él. Nick irradiaba calor. Su mejilla entró en contacto con las cálidas fibras de algodón de la camisa. No bastaba. Maggie se incorporó lo justo para desabrochársela. Eludió mirarlo a los ojos, pero notó cómo él se ponía rígido y dejaba de acariciarla. Quizá, hasta hubiera dejado de respirar. Le abrió la camisa, reprimió el impulso de deslizar las manos sobre los músculos tensos, sobre el vello recio, y reclinó la cara sobre él, escuchando el fragor de su corazón y dejando que le transmitiera su calor. Confiaba en que lo comprendiera. Nick se estremeció, aunque no de frío. Después, por fin, Maggie notó que se relajaba y que empezaba a respirar de nuevo. Le rodeó la cintura con los brazos, pero no se permitió explorarla ni acariciarla. Se limitó a estrecharla contra su cuerpo y, en aquella ocasión, sí que la abrazó con fuerza.

Christine contuvo el aliento e hizo un doble clic sobre la tecla de Enviar. A los pocos minutos, la impresora de la sala de redacción escupiría su artículo y, poco después, la rotativa lo deslizaría entre sus cilindros… una rotativa que estaba parada, esperándola. Ni en sus fantasías más descabelladas había imaginado nunca hallarse en aquella posición.

A pesar del agotamiento, la adrenalina había mantenido su cerebro al galope y sus dedos volando sobre el teclado. Todavía tenía sudorosas las palmas de las manos. Se las secó en los vaqueros antes de apagar el portátil, cerrarlo y desenchufar el módem de la toma del teléfono. Daba gracias por las modernas tecnologías… aunque no comprendiera cómo funcionaban. Le habían permitido tener a su hijo durmiendo profundamente al final del pasillo mientras ella elaboraba su quinto artículo consecutivo de portada. Se preguntó cuál sería el récord en el Omaha Journal.

Consultó su reloj. El periódico llegaría con una hora de retraso a los quioscos, pero Corby parecía satisfecho. Apuró el cafe, eludiendo el poso de leche y azúcar. No podía creer que hubiera sobrevivido a aquella noche sin un cigarrillo.

Retiró el portátil del escritorio, tirando a su paso un montón de cartas al suelo. Al recogerlas, su euforia se desvaneció. Algunas eran últimos avisos de facturas que no podía pagar. Una, del gobierno estatal de Nebraska, seguía cerrada. Contenía más formularios en triplicado con papel carbón azul entre copia y copia. ¿Cómo podía confiar y creer en un estado que seguía usando papel carbón? ¿Aquél era el sistema que iba a localizar a su ex marido y a obligarlo a pagar la manutención de su hijo? Ya era terrible que Bruce la hubiese dejado destrozada a ella, pero ¿cómo podía olvidarse de su hijo? Detestaba que Timmy no pudiera ver a su padre, que ni siquiera tuviera una manera de ponerse en contacto con él. Y todo porque no quería pagar la manutención de Timmy.

Embutió el montón de sobres detrás de una lámpara del escritorio para no verlos. Su reciente éxito sólo le había proporcionado un pequeño aumento de sueldo, y pasarían semanas, meses, antes de que notara la diferencia.

Nick no lo comprendía, no podía comprenderlo. Su éxito periodístico no tenía como objetivo perjudicarlo a él, sino salvarse a sí misma. Por una vez en la vida, estaba haciendo algo ella sola, no como la hija de Tony Morrelli, la esposa de Bruce Hamilton o la madre de Timmy, sino como Christine Hamilton. Se sentía bien.

Lamentaba los años que había fingido ante su familia y amigos. Había interpretado el papel de esposa abnegada y madre responsable. Durante todos esos años, se había obsesionado con hacer feliz a Bruce. Durante meses, había sabido que tenía una aventura. Costaba pasar por alto los recibos de las tarjetas de crédito con facturas de hoteles en los que ella no había puesto pie y de flores que no había recibido. Si su marido estaba teniendo una aventura, la culpa debía de ser de ella… le faltaba algo que no podía darle.

En aquellos momentos, la avergonzaba recordar los lujosos picardías de Victoria's Secret que había comprado para atraerlo. El sexo, que nunca había sido fantástico entre ellos, se había convertido en obras rápidas y sensuales de un solo acto. Se hundía en ella como si la castigara por sus propios pecados, para después darse la vuelta y dormir. Muchas noches, Christine se había levantado de la cama cuando lo oía roncar, se había quitado los picardías a veces rasgados y manchados y había llorado en la ducha. Ni siquiera las punzadas de agua hirviendo podían recomponer su corazón. Y que el amor hubiera desaparecido de su matrimonio también era culpa de ella.

Christine se acurrucó sobre el sofá y se cubrió el cuerpo trémulo con una colcha de punto. Ya no era la esposa débil y obsesiva. Era una periodista de éxito. Cerró los ojos. Se concentraría en eso… en el éxito. Por fin, después de tantos fracasos.

Capítulo 6

Miércoles, 29 de octubre

Maggie se había ofrecido a ir a casa de Michelle Tanner con Nick, pero éste había insistido en presentarse solo, de modo que la dejó en el hotel. A pesar de la intimidad o, tal vez, a causa de ello, la aliviaba separarse de él. Había sido un error congeniar tanto. Estaba enfadada y decepcionada consigo misma y, aquella mañana, durante el trayecto a la ciudad, castigó a Nick con su silencio.

Debía mantenerse centrada y, para ello, tenía que mantener las distancias. Como agente del FBI, no le convenía encariñarse, no sólo con una persona, sino con una comunidad. Resultaba fácil perder la agudeza y la objetividad; lo había visto en otros agentes. Y, como mujer, era peligroso implicarse sentimentalmente con Nick Morrelli, un hombre que equipaba su casa con trampas románticas para sus aventuras de una noche. Además, estaba casada… el grado de felicidad no contaba. Se dijo todo aquello para justificar su repentina altivez y para descargar su culpa.

Su ropa húmeda todavía olía a río cenagoso y a sangre seca. Los jirones de la chaqueta y la blusa dejaban al descubierto su hombro herido. Al entrar en el hotel, el recepcionista elevó su rostro salpicado de acné y su expresión pasó de inmediato del mecánico «buenos días» a la sorpresa.

– Caray, agente O'Dell, ¿se encuentra bien?

– Sí. ¿Me han dejado algún mensaje?

Se dio la vuelta con la torpeza de un adolescente larguirucho, y a punto estuvo de derramar su capuccino. El dulce aroma se elevaba con el vapor y, a pesar de ser una imitación de máquina del auténtico, olía de maravilla.

La nieve, una capa de casi quince centímetros, se había adherido a las perneras de sus pantalones y le estaba calando los zapatos. Tenía frío, agujetas y estaba agotada.

El muchacho le pasó media docena de notas de papel rosa y un pequeño sobre cerrado con las palabras AGENTE ESPECIAL O'DELL cuidadosamente escritas con tinta azul.

– ¿Qué es esto? -levantó la carta.

– No lo sé. La metieron por el buzón en algún momento durante la noche.

Maggie fingió que no tenía importancia.

– ¿Hay alguna tienda en la que pueda comprarme un abrigo y unas botas?

– La verdad es que no. Hay una ferretería especializada en productos agrícolas a kilómetro y medio al norte del pueblo, pero sólo tienen ropa de hombres.