– No creerás que tuvo algo que ver con las pruebas falsas, ¿no?
Notó que ella lo miraba. Se acercó y se colocó a su lado para impedirle que le viera los ojos.
– Fue el que más ganó con la captura de Jeffreys. No sé qué creer.
– Aquí está -dijo Maggie, y la pantalla se llenó de lo que parecían artículos de periódico.
– ¿Qué es esto? -Nick se inclinó hacia delante-. La Wood River Gazette de noviembre de 1989. ¿Dónde está Wood River?
– En Maine -pulsó la tecla de avanzar páginas mientras hojeaba los titulares. Después, se detuvo y señaló uno-. «Niño aparece mutilado cerca del río». Esto me suena familiar -empezó a leer el artículo que ocupaba tres columnas de la primera página-. Adivina quién era ayudante de cura en la iglesia católica de Santa María de Wood River.
Nick se quedó inmóvil, la miró y se frotó la mandíbula.
– Sigues sin tener pruebas. Todo es circunstancial. ¿Por qué no salió a relucir este caso durante el juicio de Jeffreys?
– No hizo falta. Por lo que he averiguado, un vagabundo cargó con las culpas.
– O puede que lo hiciera él -detestaba el rumbo que estaba tomando aquello-. ¿Cómo se te ha ocurrido buscar esto?
– Simple corazonada. Al hablar esta mañana con el padre Francis, me dijo que el padre Keller había creado un campamento de verano similar en su anterior parroquia de Wood River, en Maine.
– Así que buscaste a niños asesinados en la zona en la época en que él estuvo allí.
– No tuve que buscar mucho. Este asesinato encaja hasta en el último detalle. Circunstancial o no, hay que considerar al padre Keller sospechoso de los asesinatos -cerró el programa y apagó el ordenador-. He quedado con George dentro de una hora -le dijo-; después, voy a reunirme con el padre Francis -empezó a sacar ropa del armario y a colocarla sobre la cama-. Tengo que irme a Richmond esta noche; mi madre está en el hospital -eludió mirarlo mientras sacaba más efectos personales de los cajones.
– Vaya. ¿Se encuentra bien?
– Más o menos… Lo estará. Te dejaré información grabada en un disco. ¿Sabes usar Microsoft Word?
– Sí, claro… Creo que sí -la actitud fría de Maggie lo turbaba. ¿Habría ocurrido algo o estaba preocupada por su madre, nada más?
– Le dejaré a George mis notas de la autopsia de esta tarde. Si averiguo algo hablando con el padre Francis, te llamaré.
– No vas a volver, ¿verdad? -la realidad lo sacudió como otro puñetazo a la mandíbula. También a ella la paralizó. Se volvió hacia él, aunque su mirada oscilaba entre él, la pantalla en blanco del ordenador y el desorden que había sobre la cama. Era la primera vez que le costaba trabajo mirarlo a los ojos.
– Ya he terminado mi trabajo. Tienes un perfil y puede que un sospechoso. Ni siquiera sé si tengo que participar en esta segunda autopsia.
– Entonces, ¿ya está? -se metió las manos en los bolsillos. De pronto, pensar que no volvería a verla le revolvía el estómago.
– Estoy segura de que el FBI enviará a otra persona para que te ayude.
– Pero ¿tú no? ¿Tiene esto algo que ver con lo que pasó esta mañana?
– Esta mañana no ha pasado nada -le espetó Maggie-. Siento haberte dado la impresión equivocada -añadió mientras seguía doblando, ordenando y guardando prendas en la maleta.
Por supuesto que no le había dado la impresión equivocada; la imaginación había sido toda de él. Pero ¿y el calor, y la atracción? Eso no lo había imaginado.
– Voy a echarte de menos -las palabras lo sorprendieron; no había sido su intención pronunciarlas en voz alta.
Ella se interrumpió, se irguió y lo miró despacio. Aquellos ojos castaños le dejaban las rodillas de goma, como si fuera un colegial que acababa de declararse a su primera novia. Dios, ¿qué le estaba pasando?
– Has sido un incordio, O'Dell, pero echaré de menos que me des la lata -ya estaba, había corregido su desliz.
Ella sonrió, y se recogió el pelo detrás de las orejas. Al menos, no era del todo dueña de sí misma.
– ¿Necesitas que te lleve al aeropuerto?
– No, tengo que devolver un coche alquilado.
– Bueno, que tengas un buen viaje -sonaba frío y patético cuando lo que en verdad quería hacer era estrecharla entre sus brazos y convencerla de que se quedara. Salvó la distancia que lo separaba de la puerta en tres grandes zancadas, confiando en que las rodillas lo sostuvieran.
– Nick.
El se detuvo en la puerta, con la mano en el pomo, y volvió la cabeza. Ella guardó silencio, y en aquel instante la vio cambiar de idea sobre lo que le iba a decir.
– Buena suerte.
Nick asintió y se marchó, sintiendo plomo en los zapatos y un dolor en el pecho que le impedía respirar con normalidad.
Maggie vio cómo se cerraba la puerta mientras estrangulaba y retorcía una blusa de seda entre las manos.
¿Por qué no le hablaba a Nick de la nota, de Albert Stucky? Había comprendido que tuviera pesadillas; también comprendería que no podía permitir que otro chiflado la atormentara psicológicamente. Todavía no. Todavía se sentía vulnerable, endiabladamente frágil, como si fuera a estallar en mil pedazos en cualquier momento.
Embutió sus trajes en la funda de ropa, aplastándolos y arrugándolos. El director Cunningham tenía razón; necesitaba tomarse un descanso. Se iría de viaje con Greg a algún lugar cálido y soleado donde no oscureciera a las seis de la tarde.
Sonó el teléfono, y se sobresaltó como si fuera un disparo. Ya había hablado con la doctora Avery; su madre había sobrevivido a setenta y dos horas de vigilancia pos suicidio y se encontraba bastante bien. Pero aquélla era la parte que se le daba mejor a su madre, hacer de paciente modelo y devorar las atenciones.
Descolgó el teléfono.
– ¿Sí?
– Maggie, ¿qué haces ahí todavía? Pensaba que ibas a volver a casa.
Se dejó caer en la cama, repentinamente agotada.
– Hola, Greg -esperó a oír un saludo de verdad, oyó ruido de papeles y supo que sólo la estaba escuchando a medias-. Mi avión sale esta noche.
– Estupendo. Entonces, ¿ese memo de anoche llegó a darte mi mensaje?
– ¿Qué memo?
– El que contestó a tu móvil. Dijo que se te había caído y que no podías hablar en ese momento.
Maggie sujetó con fuerza el teléfono; se le había acelerado el pulso.
– ¿A qué hora fue eso?
– No lo sé… Tarde. A eso de la medianoche. ¿Por qué?
– ¿Qué le dijiste?
– Vamos… Ese idiota no te dio el mensaje, ¿verdad?
– Greg, ¿qué le dijiste? -el corazón le aporreaba las costillas.
– ¿Con qué pueblerinos incompetentes trabajas, Maggie?
– Greg -intentó mantener la calma, impedir que el grito trepara por su garganta-. Perdí el móvil cuando estaba persiguiendo al asesino. Hay muchas posibilidades de que fuera con él con quien hablaste.
Silencio. Hasta había dejado de remover papeles.
– Por el amor de Dios, Maggie, ¿cómo querías que lo supiera? -dijo en tono sumiso.
– No podías saberlo. No te estoy echando la culpa, Greg. Pero, por favor, intenta recordar lo que le dijiste.
– No mucho… Sólo que me llamaras y que tu madre estaba grave.
Maggie se recostó en la cama, hundió la cabeza en la almohada y cerró los ojos.
– Maggie, cuando vuelvas a casa tenemos que hablar.
Sí, hablarían en una playa soleada, en alguna parte, saboreando combinados de frutas adornados con minúsculas sombrillas de papel. Hablarían de lo que era realmente importante, reavivarían el amor perdido, redescubrirían el mutuo respeto y los valores que los habían unido en un primer momento.
– Quiero que dejes el FBI -dijo Greg, y fue entonces cuando Maggie supo que ya no habría playas soleadas para ellos.
La nieve estallaba en polvos blancos con cada pisotón que daba para abrirse paso por los ventisqueros. Se le quedaba prendida a las perneras de los pantalones y chorreaba dentro de los zapatos, congelándole los pies. Su cuerpo no era suyo, lo impelía ladera abajo a través de las ramas a una velocidad vertiginosa.
Entonces, los oyó chillando y riendo. Patinó y cayó contra los arbustos y la hierba coronada de nieve. Permaneció allí tumbado, sintiendo cómo la muerte blanca absorbía el calor de su cuerpo. Allí, escondido, trató de controlar los jadeos respirando por la boca y expulsando vaho cada vez que exhalaba.
Deberían haberse ido a sus casas antes de que empezara a sentir las palpitaciones. ¿Por qué no se habían ido? No tardaría en caer la noche. ¿Estarían esperándolos con la mesa puesta o sólo con una nota y una cena precocinada? ¿Estarían allí sus padres para asegurarse de que se quitaban la ropa mojada? ¿Tendrían a alguien que los arrebujara en la cama?
No podía frenar los recuerdos, y ya no lo intentaba. Reclinó el rostro en la nieve con la esperanza de calmar las palpitaciones. Podía verse a los doce años, vestido con una chaqueta verde militar con escaso forro que lo resguardara del frío. Los vaqueros remendados dejaban pasar el aire. No tenía botas. La nevada había dejado una capa de más de veinticinco centímetros de grosor y el pueblo entero se había detenido, dejando a su padrastro sin ningún lugar al que ir salvo al dormitorio de su madre. Le habían dicho que se fuera de casa, que saliera a jugar en la nieve con sus amigos. Sólo que no tenía amigos. Los niños sólo le habían prestado atención para reírse de sus andrajos y de su delgadez.