– Perfecto, vamos por ellos. El juez Murphy podrá tener lista la orden de registro mañana por la mañana. ¿Quiénes son tus sospechosos?
Nick se preguntó si habría sido así de fácil con Jeffreys: una orden de registro nocturna utilizada sólo después de que las pruebas hubiesen sido convenientemente amañadas.
– ¿Quiénes son tus sospechosos, hijo? -repitió.
Quizá sólo quería desconcertar a su padre. El sentido común debería haberlo hecho callar pero, en cambio, le dio la espalda a la ventana y dijo:
– Uno de ellos es el padre Michael Keller.
Vio cómo su padre dejaba de mecerse en el sillón. Su rostro reflejó sorpresa; después, movió la cabeza y la frustración arrugó su frente curtida.
– ¿Qué cojones pretendes, Nick? Un cura… los medios de comunicación te crucificarán. ¿Es idea tuya o de esa bonita agente del FBI de la que me han hablado los chicos?
Los chicos. «Sus» chicos. «Su» oficina. Nick los imaginaba riendo y haciendo bromas sobre Maggie y él.
– El padre Keller encaja en el perfil de la agente O'Dell.
– Nick, ¡cuántas veces tengo que decírtelo! No puedes dejar que tu pene tome las decisiones por ti.
– Y no lo hago -Nick se estaba sonrojando de calor. Volvió a mirar por la ventana, fingiendo que miraba las calles, pero el enojo le nublaba la vista-. O'Dell hace su trabajo.
– Y seguro que también hace una buena tortilla de desayuno después de pasarse la noche en la cama contigo. Eso no significa que tengas que escucharla.
Nick se frotó la mandíbula y la boca para impedir que la rabia formara sus propias palabras. Tragó saliva, esperó, y volvió a encararse con su padre.
– Ésta es mi investigación, mi decisión, y voy a traer al padre Keller a la oficina para interrogarlo.
– Bien -su padre elevó las manos en un gesto de rendición-. Si quieres ser el hazmerreír de todos… -se levantó y echó a andar hacia la puerta-. Mientras tanto, veré si Gillick y Benjamín pueden echarles el lazo a algunos sospechosos de verdad.
Esperó a que su padre saliera por la puerta y se alejara por el pasillo. Después, Nick se dio la vuelta y hundió el puño en la pared. La textura áspera le abrió los nudillos y el coletazo de dolor le recorrió el brazo. Intentó controlar la respiración, a la espera de que la rabia remitiera y el dolor sofocara la frustración y la humillación. Después, sin pensar, secó la sangre que corría por la pared con la manga blanca de la camisa. Ya tenía que pagar la puerta rota de cristal; no podía permitirse que le dieran una mano de pintura al despacho.
La casa estaba a oscuras cuando Christine aparcó delante. Colocó el envase caliente de pizza sobre el portátil y se dijo que tendría que comer a solas la pizza si Timmy no había regresado todavía de casa de uno de sus amigos. Volvería haciendo detalladas descripciones culinarias sobre asados de carne y purés de patatas, comidas que no salían de una lata, una caja o un envase de cartón. Debía de recordar la época en la que ella preparaba cenas de verdad y las tenía puestas en la mesa a la misma hora todas las noches. Se preguntó si echaría de menos su vida en familia. ¿Qué le estaba costando a su hijo que ella recuperara la autoestima?
Entró a tientas en el vestíbulo hasta que encontró el interruptor de la luz. Sin saber por qué, la quietud le provocó un escalofrío; quizá sólo fuera el viento. Cerró la puerta con el pie y se detuvo junto al contestador de camino a la cocina. La luz roja no parpadeaba, luego no había mensajes. ¿Cuántas veces tenía que decirle a Timmy que llamara para decirle dónde estaba? No tenía excusa, y menos desde que llevaba el móvil, aunque ni siquiera ella había memorizado todavía el número.
Arrojó el abrigo sobre una silla de la cocina y dejó el ordenador y el bolso sobre el asiento. El aroma de la pizza le hizo recordar lo hambrienta que estaba. Después de la visita de Eddie Gillick a Wanda's, había perdido el apetito y se había dejado casi todo el almuerzo en el plato.
Se sirvió una copa de vino, sostuvo el periódico doblado bajo el brazo y tomó una porción de pizza, usando únicamente una servilleta como plato. Con las manos llenas, se quitó los zapatos con los pies y anduvo descalza hacia el salón para refugiarse en el cómodo sofá. Estaba prohibido comer allí, sobre todo en el sofá, e imaginó a Timmy apareciendo por la puerta y pillándola in fraganti.
Dejó la cena sobre la mesa de centro y desplegó el periódico. La edición de la tarde tenía el mismo titular que el de la mañana: Otro niño hallado muerto. Sólo que en el artículo había confirmado que se trataba del cuerpo de Matthew Tanner. El reportaje de aquella noche también incluía una cita de George Tillie. Encontró el párrafo y releyó sus palabras, con las que confirmaba que los asesinatos eran obra de un asesino en serie.
Había rematado el artículo con unas palabras que había recogido de Michelle Tanner el lunes, una súplica melodramática para que le devolvieran a su hijo. Christine había añadido como colofón: Una vez más, el ruego desesperado de una madre ha caído en saco roto. En aquellos momentos, al verlo impreso, le pareció un poco excesivo; sin embargo, a Corby le había encantado.
De pronto, recordó la hora y se abalanzó sobre el mando a distancia para encender la tele y poner el Canal Cinco. Darcy McManus aparecía tan impecable como siempre con un traje púrpura y blusa carmesí. Christine se fijó en el pelo negro y sedoso de McManus, en los enormes ojos castaños, realzados por el lápiz de ojos y un rastro de sombra en los párpados. El pintalabios era atrevido, un carmín a juego con la blusa. Christine no se imaginaba ocupando el lugar de McManus. Necesitaría renovar todo su vestuario, pero podría permitírselo con lo que Ramsey había prometido pagarle.
Tenía que reconocer que la idea de aparecer en televisión la entusiasmaba. La filial de ABC de Omaha tenía una audiencia de casi un millón de espectadores en toda la zona oriental de Nebraska. Sería una celebridad y hasta cubriría noticias nacionales. Aunque le había dicho a Ramsey que necesitaba tiempo para pensárselo, ya estaba decidida. No podía rechazar el dinero cuando las facturas seguían acumulándose y existía la posibilidad remota de que perdiera la casa. No, no podía permitirse tener principios. Aceptaría el puesto al día siguiente por la mañana, pero sólo después de hablar con Corby.
Apuró el vino. Le apetecía tomar otra porción de pizza pero, de pronto, estaba demasiado agotada para moverse. Decidió reclinar la cabeza durante diez, quince minutos a lo sumo. Cerró los ojos y pensó en todas las cosas que Timmy y ella podrían comprar con su nuevo salario. A los pocos minutos, se quedó dormida.
– ¿Por qué no pruebas el Big Mac? -estaba diciendo el hombre que llevaba la careta del presidente muerto.
Timmy se acurrucó en el rincón. Los muelles de la cama chirriaban cada vez que se movía. Lanzaba miradas por la pequeña habitación, pobremente alumbrada por una lámpara que descansaba sobre una vieja caja de embalaje. La luz creaba sombras inquietantes en las paredes repletas de grietas. Estaba temblando y no podía controlarlo, al igual que el invierno pasado, cuando enfermó tanto que su madre tuvo que llevarlo a urgencias. Y también tenía náuseas, aunque la sensación era distinta que otras veces. Estaba temblando porque tenía miedo, porque no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.
Hasta el momento, el hombre alto de la máscara había sido amable con él. Cuando había llamado a Timmy cerca de la iglesia para pedirle indicaciones, llevaba un pasamontañas negro, de ésos que usaban los ladrones en las películas. Pero hacía frío, y el hombre parecía perdido y confundido, y nada temible. Incluso cuando se apeó del coche para enseñarle un mapa, Timmy tampoco sintió miedo. Había algo en él que le resultaba familiar. Fue entonces cuando el hombre lo agarró y le puso la tela blanca en la cara. Timmy no recordaba nada más, salvo haberse despertado allí.
El viento aullaba por los tablones podridos que condenaban las ventanas, pero la habitación estaba templada. Timmy vio una estufa de queroseno en el rincón; se parecía a la que había usado su padre en las acampadas que hacían juntos. Sólo que de eso hacía siglos, cuando su padre todavía se preocupaba por él.
– Deberías comer algo. Sé que no has tomado nada desde el almuerzo.
Timmy se quedó mirando al hombre, que estaba más ridículo que temible vestido con jersey, vaqueros y unas Nike blancas relucientes que parecían nuevas salvo porque uno de los cordones se le había roto y lo llevaba anudado. Había unas botas enormes negras y chorreantes junto a la puerta, sobre una bolsa de papel. A Timmy le parecía extraño que unas Nike nuevas pudieran tener ya un cordón deteriorado. Si él tuviera unas Nike nuevas, cuidaría mejor de ellas.
La voz amortiguada le resultaba familiar, pero no sabía por qué. Intentó pensar en el nombre del presidente, el de la careta. Era el tipo de la nariz grande que tuvo que dimitir. ¿Por qué no se acordaba? El año anterior, habían memorizado la lista de presidentes.
No quería temblar, pero le dolía intentar controlar los estremecimientos, así que dejó que le castañetearan los dientes.
– ¿Tienes frío? ¿Puedo traerte alguna otra cosa? -preguntó el hombre, y Timmy lo negó con la cabeza-. Mañana te traeré algunos tebeos y algunos cromos de béisbol -el hombre se levantó, tomó la lámpara de encima de la caja y empezó a marcharse.