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– Llevo días queriendo tocarte.

Le lamió el lóbulo de la oreja con la lengua, y Maggie sintió débiles las rodillas. Se recostó en él por temor a caerse.

– No es buena idea -brotó como un susurro, en absoluto convincente. Y, desde luego, no impidió que Nick le rodeara la cintura con sus manos grandes y firmes y apoyara una palma en su estómago, desatando un estremecimiento por su espalda y haciendo que el hormigueo del estómago se propagara entre sus muslos-. Nick…

Era inútil. No podía hablar, no podía respirar, y los labios suaves y apremiantes de Nick la devoraban con tiernas y húmedas exploraciones al tiempo que deslizaba las manos por su cuerpo. Maggie vio el vendaje que tenía en torno a los nudillos. Quería preguntarle lo que había ocurrido, pero no podía concentrarse en nada salvo en respirar.

Vio en el espejo cómo colocaba las manos sobre sus senos, engulléndolos e iniciando una caricia circular, dejándola completamente indefensa. Era demasiado, una sobrecarga sensorial. Ya estaba húmeda entre las piernas antes de que él bajara una de las manos y empezara a acariciarla allí, con dedos suaves y expertos. La estaba acercando al límite cuando, por fin, Maggie reunió fuerzas para darse la vuelta y empujarlo. Pero cuando apoyó las manos en el pecho de Nick, éstas la traicionaron e iniciaron su propia exploración desabrochándole la camisa, desesperadas por acceder a su piel.

Nick tembló cuando por fin unió su boca a la de ella. Maggie vaciló, sorprendida de sus propios gemidos, de su propia urgencia. Nick la apremiaba con mordisquitos suaves pero persistentes, hasta que ella no pudo resistir más y lo besó con la misma intensidad. Una vez más, su cuerpo estaba indefenso, y se apoyó en la cómoda para intentar alejarse del magnetismo ardiente de Nick. Estaba recobrando el aliento cuando él separó sus labios de los de ella y los deslizó por su cuello hasta los senos. Una vez allí, empezó a lamerle los pezones a través del algodón de la sudadera. La sacudida fue tan fuerte que Maggie tuvo que aferrarse al borde de la cómoda.

– Dios mío, Nick -jadeó. Tenía que parar, pero no podía. La habitación daba vueltas otra vez. Le pitaban los oídos. El corazón le golpeaba las costillas y la sangre le abandonaba la cabeza. Y aquel pitido insistente. No, no era en sus oídos, era el teléfono. El teléfono, la realidad, la hizo volver en sí-. Nick… el teléfono -logró decir.

Nick estaba arrodillado delante de ella. Se detuvo y alzó la vista, con las manos en la cintura de Maggie, los ojos llenos de deseo. ¿Cómo había permitido que la cosa fuera tan lejos?, se regañó ella. Había sido el whisky, la condenada nebulosa que tenía en la cabeza. Era aquella boca deliciosa y aquellas manos fuertes. Maldición, debía recuperar el control.

Se apartó de él y se acercó tambaleándose a la mesilla de noche, derribando el teléfono y atrapando el auricular justo cuando la base chocaba contra el suelo. Se mantuvo de espaldas a Nick, para rehuir su mirada y poder detener el temblor de su cuerpo.

– ¿Sí? -dijo, todavía sin resuello-. Soy Maggie O'Dell.

– Maggie, gracias a Dios que te encuentro. Soy Christine Hamilton. No sé qué hacer. Perdona que te llame tan tarde. He intentado localizar a Nicky, pero nadie sabe dónde está.

– Tranquilízate, Christine -lanzó una mirada a Nick.

El nombre de su hermana lo hizo reaccionar. Maggie vio cómo forcejeaba con los botones de la camisa, como si Christine hubiera entrado en la habitación y los hubiera sorprendido en aquel estado. Maggie cruzó los brazos en un intento de controlar el hormigueo de sus senos, de borrar el recuerdo de los labios de Nick en la sudadera todavía húmeda. Volvió a darle la espalda a Nick, evitando la distracción, y se retiró el pelo de la cara para recogerse los mechones detrás de las orejas.

– Christine, ¿qué pasa?

– Es Timmy. No estaba en casa cuando llegué. Pensé que habría ido a cenar a casa de uno de sus amigos. Pero he llamado. Nadie lo ha visto desde esta tarde. Fueron a montar en trineo a Cutty's Hill. Los demás niños dicen que lo vieron marcharse a casa, pero no está aquí. Dios mío, Maggie, no está aquí. Hace más de cinco horas de eso. Tengo tanto miedo, no sé qué hacer.

Maggie cubrió el micrófono y se sentó en el borde de la cama antes de que las rodillas le fallaran.

– Timmy ha desaparecido -dijo con calma, pero sintió el pánico en la boca del estómago. Vio cómo en los ojos de Nick se reflejaba el mismo terror.

– ¡Dios, no! -exclamó, y se quedaron mirándose a los ojos, mientras la atracción era reemplazada por una aterradora sospecha.

Christine se mordía las uñas, una vieja costumbre de la infancia que había resurgido mientras veía a su padre dar vueltas por su salón. Al principio, cuando llamó a Nick y fue su padre quien contestó, sintió sorpresa y alivio. Pero ya no le procuraba consuelo verlo pasearse de un lado a otro mientras ladraba órdenes a los ayudantes que llenaban su casa y jardín. Se sentía aún más indefensa en su presencia. De pronto, volvía a ser esa niña invisible, incapaz de hacer nada.

– ¿Por qué no vas a echarte un rato, cariño? Descansa un poco -dijo su padre una de las veces al pasar a su lado.

Ella se limitó a mover la cabeza en señal de negativa, incapaz de hablar. Como no sabía qué más hacer, su padre hizo como si ella no estuviera.

Cuando Nick y Maggie se abrieron paso en el salón atestado de agentes, Christine se puso en pie de un salto y a punto estuvo de correr hacia su hermano. Se reprimió y se balanceó sobre sus débiles rodillas, cerca del sofá. Pese al pánico, abrazar a su hermano le resultaba violento. Como si lo hubiera percibido, Nick atravesó la habitación y vaciló delante de ella; después, la atrajo con suavidad y la envolvió con sus fuertes brazos sin decir palabra. Hasta aquel momento, había mantenido el tipo… como el soldadito fuerte de su padre. De repente, las lágrimas afloraron con una virulencia que la sacudió por entero. Se aferró a Nick, ahogando sus sollozos desgarradores en la tela rígida de su chaqueta. Le dolía todo el cuerpo del intento fallido de frenar los temblores.

Nick la condujo de nuevo al sofá manteniendo un brazo alrededor de ella. Cuando Christine por fin alzó la mirada, Maggie estaba delante de ellos, pasándole un vaso de agua. Era un esfuerzo beber sin echarse el agua encima. Buscó a su padre con los ojos, y no la sorprendió ver que había desaparecido. Cómo no, no quería presenciar aquella muestra lacrimosa de debilidad.

– ¿Estás segura de que lo has buscado por todas partes? -preguntó Nick.

– He llamado a todo el mundo -la mucosidad le distorsionaba la voz, y le costaba trabajo respirar. Maggie le pasó varios pañuelos de papel-. Todos dijeron lo mismo, que volvía a casa después de montar en trineo.

– ¿Podría haberse pasado por algún sitio de regreso aquí? -preguntó Maggie.

– No lo sé. Aparte de la iglesia, sólo hay casas entre Cutty's Hill y aquí. Probé a llamar a la casa parroquial, pero no contestaban -vio que Maggie y Nick intercambiaban una mirada-. ¿Qué pasa?

– Nada -dijo Nick-. Maggie y yo acabábamos de estar allí. Voy a ver qué órdenes ha dado papá a mis hombres. Enseguida vuelvo.

Maggie se quitó la chaqueta y se sentó junto a ella. La impecable agente O'Dell llevaba una sudadera de fútbol cedida y deformada y unos vaqueros azules. Tenía el pelo alborotado y la piel sonrojada.

– ¿Te he sacado de la cama? -preguntó Christine, y la sorprendió ver que la pregunta avergonzaba a Maggie.

– No, para nada -se pasó los dedos por el pelo alborotado y bajó la vista, como si sólo entonces advirtiera lo inadecuado que era su atuendo-. En realidad, estaba volviendo a mi casa… a mi casa de Virginia, pero retrasaron el vuelo. Ya había facturado el equipaje -bajó la vista a su reloj-. Ahora mismo, debe de estar sobrevolando Chicago.

– Puedo prestarte algo, si quieres.

Maggie vaciló. Christine ya estaba convencida de que rechazaría el ofrecimiento, cuando dijo:

– ¿Seguro que no te importa?

– Para nada. Vamos.

Christine condujo a Maggie a su dormitorio, sorprendida de que a su cuerpo le quedara algo de energía, pero alegrándose de tener algo que hacer. Cerró la puerta del dormitorio detrás de ellas, aunque no lograba ahogar los sonidos de voces y pisadas. Abrió el armario y varios cajones. Era más alta que Maggie pero, por lo demás, de la misma talla, con la excepción de que ella estaba casi plana en comparación con los senos llenos de Maggie.

– Sírvete tú misma -Christine se sentó en el borde de la cama mientras Maggie, con mucho recelo, sacaba un jersey rojo de cuello alto de uno de los cajones.

– ¿No tendrás un sujetador que pudieras prestarme?

– En el primer cajón de la cómoda, pero puede que los míos sean demasiado pequeños. Quizá prefieras una combinación o una camiseta para ponerte debajo. Están en el último cajón.

Percibió la incomodidad de Maggie; hacía mucho tiempo que Christine no tenía amigas lo bastante íntimas como para compartir un vestidor. Pensó en salir de la habitación, pero antes de que pudiera ponerse en pie, Maggie se estaba quitando la sudadera de fútbol de espaldas a ella y poniéndose una combinación de color crema. Satisfecha con el resultado, se la remetió en el pantalón. El jersey rojo de cuello alto le quedaba ceñido, pero la combinación suavizaba el resultado. Se lo dejó por encima de los vaqueros.