– ¿Se encuentra mejor? -el padre Keller parecía sinceramente preocupado.
– Mucho mejor, gracias.
– Me alegro de que no nos hayas acompañado -comentó Nick, todavía con el estómago levantado. ¿Quién podía ser capaz de descuartizar a un perro indefenso? Pero se sintió ridículo: era evidente quién lo había hecho.
– ¿Por qué? ¿Qué habéis encontrado? -quiso saber Maggie.
– Luego te lo cuento.
– ¿Les apetece ahora un poco de té? -les ofreció el padre Keller.
– No, gracias. Tenemos que…
– Pues sí -lo interrumpió Maggie-. Puede que así se me asiente el estómago. Bueno, si no es mucha molestia, padre.
– Por supuesto que no. Pasen. Veré si tenemos algunos dulces.
Entraron detrás del sacerdote y, una vez más, Nick intentó intercambiar una mirada con Maggie, porque no entendía aquel repentino entusiasmo por pasar más tiempo en compañía de un sacerdote al que aborrecía.
– Me alegra ver que invierte en los comerciantes locales -comentó el padre Keller mientras le quitaba la parka. Ella sonrió sin darle explicaciones y entró en el salón. Nick empezó a sacudirse las botas en el felpudo del vestíbulo, alzó la vista y sorprendió al padre Keller admirando los vaqueros ajustados de Maggie. No era una simple ojeada, sino una mirada larga y placentera. De pronto, el sacerdote volvió la cabeza, y Nick se inclinó sobre la cremallera de la chaqueta, fingiendo estar forcejeando con ella. Antes de que el recelo y el enojo afloraran en su mente, recordó que el padre Keller también era un hombre. Y Maggie estaba magnífica en vaqueros y con ese jersey rojo ajustado. Un hombre tenía que estar muerto para no darse cuenta.
El padre Keller desapareció por el pasillo, y Nick se reunió con Maggie delante de la chimenea.
– ¿Qué pasa? -susurró.
– ¿Tienes el móvil de Christine?
– Lo llevo en el bolsillo de la chaqueta.
– ¿Podrías traérmelo?
Se la quedó mirando, esperando una explicación, pero ella se puso en cuclillas delante del fuego para calentarse las manos. Cuando Nick regresó con el móvil, estaba removiendo las cenizas con un atizador. Nick se mantuvo de pie de espaldas a ella, como si estuviera montando guardia.
– ¿Qué haces? -costaba susurrar con los labios apretados.
– Antes he olido a goma quemada.
– Volverá de un momento a otro.
– Fuera lo que fuera, ya ha quedado reducido a cenizas.
– ¿Leche, limón, azúcar? -el padre Keller apareció con una bandeja llena. Cuando la dejó en el banco que estaba junto a la ventana, Maggie ya estaba de pie junto a Nick.
– Limón, por favor -contestó Maggie con naturalidad.
– Con leche y azúcar para mí -dijo Nick, y se percató de que estaba dando golpecitos en el suelo con el pie.
– Si me disculpáis, tengo que hacer una llamada -anunció Maggie de repente.
– Hay un teléfono en el despacho, al final del pasillo -señaló el padre Keller.
– No, gracias. Usaré el móvil de Nick. ¿Puedo?
Nick le pasó el teléfono, todavía buscando alguna pista de lo que Maggie estaba tramando. Ella se refugió en el vestíbulo para disponer de cierta intimidad mientras el padre Keller le entregaba a Nick una taza de té humeante.
– ¿Quiere un dulce? -el sacerdote le ofreció una fuente de pasteles variados.
– No, gracias -Nick intentó seguir a Maggie con la mirada, pero había desaparecido.
Empezó a sonar un teléfono. El timbre se oía lejano pero insistente. El padre Keller se mostró perplejo; después, salió rápidamente al pasillo.
– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell?
Nick dejó la taza con estrépito, quemándose la mano. Salió del salón y vio a Maggie con el móvil pegado a la oreja mientras caminaba por el pasillo, deteniéndose y escuchando en cada puerta. El padre Keller la seguía de cerca, interrogándola sin recibir respuesta.
– ¿Se puede saber qué hace, agente O'Dell? -intentó bloquearle el paso, pero Maggie se coló por un lateral. Nick se acercó corriendo por el pasillo, con los nervios de punta y la adrenalina nuevamente disparada.
– ¿Qué está pasando, Maggie?
El timbre ahogado del teléfono seguía sonando, cada vez más cerca. Por fin, Maggie abrió la última puerta de la izquierda y el sonido se volvió claro y enérgico.
– ¿De quién es esta habitación? -preguntó Maggie desde el umbral. Una vez más, el padre Keller estaba paralizado. Parecía confuso, pero también indignado-. Padre Keller, ¿sería tan amable de buscar el teléfono? -preguntó con educación, apoyándose en la jamba de la puerta, con cuidado de no entrar-. Suena como si estuviera en uno de esos cajones.
El sacerdote seguía sin moverse; tenía la mirada clavada en la habitación. A Nick el timbre lo estaba desquiciando. Entonces, comprendió que era Maggie quien había marcado el número. Vio el móvil de Christine iluminado y parpadeando con cada timbrazo del teléfono escondido.
– Padre Keller, por favor, busque el teléfono -le volvió a decir.
– Ésta es la habitación de Ray. No creo que sea correcto que rebusque entre sus cosas.
– Saque el teléfono, por favor. Es negro, pequeño, de ésos que se abren.
Se la quedó mirando un momento más; después entró en el dormitorio despacio y con paso vacilante. A los pocos segundos, los timbrazos cesaron. El sacerdote regresó al umbral y le pasó el pequeño teléfono móvil. Maggie se lo arrojó a Nick.
– ¿Dónde está el señor Howard, padre Keller? Tiene que venir a la oficina del sheriff para contestar a unas preguntas.
– Debe de estar limpiando la iglesia. Iré a buscarlo.
Nick esperó a que el padre Keller hubiera desaparecido.
– ¿Qué pasa, Maggie? ¿Por qué estás convencida de pronto de que hay que interrogar a Howard? ¿Y por qué llamas a su móvil? ¿Cómo diablos has averiguado su número?
– No he marcado el número de Howard, Nick, sino el de mi teléfono móvil. El que perdí en el río.
Christine intentó ponerse cómoda en la silla giratoria, arrancando gemidos de la mujer pelirroja que sostenía la paleta de maquillaje. Como si quisiera castigarla, la mujer le puso aún más colorete en las mejillas.
– Conectamos dentro de diez minutos -dijo el hombre alto y calvo de los auriculares.
Christine pensó que se estaba dirigiendo a ella y asintió; después, comprendió que estaba hablando al micrófono de los auriculares. El hombre se inclinó sobre ella para engancharle un minúsculo micrófono en el cuello, y Christine no pudo evitar notar el brillo de su lustrosa cabeza. Aquellos focos la cegaban, su calor resultaba asfixiante e intensificaba los nervios que sentía en el estómago. Su rostro no tardaría en fundirse y en dejar un charco de colorete de color ciruela, base beige clara y rímel negro.
Había una mujer sentada en la silla que tenía delante. Pasaba rápidamente las hojas que acababan de entregarle como si Christine no existiera. Apartó la mano del hombre calvo y le quitó el micrófono para enganchárselo ella misma.
– Espero que hayas arreglado ese condenado TelePrompTer, porque no pienso usar las hojas -las arrojó por el escenario, y una frenética ayudante de plato empezó a recogerlas con frenesí.
– Está arreglado -la tranquilizó el hombre calvo con paciencia.
– Necesito agua. No hay agua en la mesa auxiliar.
La misma ayudante se acercó corriendo con un vaso de plástico.
– Un vaso de verdad -estuvo a punto de tirar el que la joven llevaba en la mano-. Necesito un vaso de verdad y una jarra. Por el amor de Dios, ¿cuántas veces tengo que pedir las cosas?
De pronto, Christine advirtió que la mujer era Darcy McManus, la presentadora de la tarde de la cadena. Quizá no estaba acostumbrada a hacer el programa de noticias matutino, ni a las mañanas en general. A la luz dura de los focos, la piel de McManus aparecía curtida, con arrugas en torno a los ojos y a los labios. El pelo lustroso y negro estaba rígido y antinatural. La chocante mancha de pintalabios carmín parecía impúdica en contraste con la tez pálida, hasta que la maquilladora pelirroja le aplicó una gruesa capa de maquillaje.
– ¡Un minuto, chicos! -gritó el hombre de los auriculares.
McManus despachó a la maquilladora con un ademán. Se puso en pie, se alisó la falda demasiado corta, se enderezó la chaqueta, se miró en un espejo de bolsillo y volvió a sentarse. En aquel momento, Christine advirtió que la había estado mirando fijamente. La cuenta atrás la devolvió a la realidad, la sacó del trance, y se preguntó por qué habría accedido a realizar aquella entrevista.
– Tres, dos, uno…
– Buenos días -dijo McManus a la cámara, con una ama-ble sonrisa que transformaba todo su rostro-. Hoy tenemos a una invitada especial en Buenos días, Omaha. Christine Ha- milton es la reportera del Omaha Journal que ha estado cubriendo los asesinatos ocurridos en el condado de Sarpy. Buenos días, Christine -McManus saludó a Christine por primera vez.
– Buenos días -de pronto, las luces, las cámaras, eran reales y estaban clavadas en ella. Christine intentó no pensar en ello. Ramsey le había dicho que hasta la cadena de noticias de la ABC estaría emitiendo la entrevista en vivo. Era ésa, sin duda, la razón de que McManus estuviera allí en lugar de la presentadora habitual del programa.