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Lo miró por el rabillo del ojo. Eddie desplegó una media sonrisa y volvió a mirarse en el espejo retrovisor.

– Todavía recuerdo lo insinuante que estabas la otra noche, junto al río -le dijo.

Un tremendo error. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Y, sin embargo, otras periodistas lo hacían todos los días, ¿no?

– Mira, lo siento mucho, Eddie -«sé sincera; no le dejes ver que estás asustada»-. Era mi primera noticia. Supongo que estaba nerviosa.

– No importa, Christine. Sé que hace más de un año que se fue tu marido. Conmigo no tienes que hacerte la tímida; sé que las mujeres también os ponéis cachondas.

Cielos, aquello no estaba yendo bien. Volvió a sentir mareo mientras veía pasar las casas. Unas cuantas manzanas más y dejarían atrás las farolas; estaban saliendo de la ciudad. El corazón le latía con fuerza. Ya no quería seguir haciéndose la fuerte. Empujó la puerta con el cuerpo, pero no cedió. Le dolía el hombro. Eddie la miró con el ceño fruncido; después, desplegó otra media sonrisa, como si no le importara si ella le seguía el juego o no.

Tenía los ojos negros, a tono con su pelo engominado. Recordó que era de su misma estatura, pero musculoso. A fin de cuentas, había tumbado a Nick con dos puñetazos. Claro que Nick no los había visto venir. Algo le decía que era así como actuaba Eddie, atacando cuando sus víctimas menos se lo esperaban. Como una araña.

– Eddie, por favor -el orgullo no le impedía recurrir a las súplicas-. Mi hijo ha desaparecido. Me encuentro fatal. Por favor, llévame a casa.

– Sé lo que necesitas, Christine. Desconecta de todo un rato. Relájate.

Christine lanzaba miradas por todo el coche. ¿Habría algo que pudiera usar como arma? Al resplandor de las luces del salpicadero, vio un botellín de cerveza de cuello largo rodar por debajo del asiento, en respuesta a sus oraciones.

Eddie estaba conduciendo terriblemente deprisa. Tendría que esperar a que parara, o a que se precipitaran en una zanja llena de nieve, aislados en medio de ninguna parte. ¿Podría contener el pánico hasta entonces? ¿Podría reprimir el grito que trepaba por su garganta?

– No te vendría mal ser amable conmigo, Christine -dijo Eddie despacio-. Si eres amable, hasta podría decirte dónde está Timmy.

Timmy escondió los pies debajo de las mantas y retrocedió al rincón mientras el desconocido daba vueltas delante de la cama. Algo iba mal. El desconocido parecía disgustado. No había dicho nada desde que había entrado en la habitación; había arrojado su chaqueta de esquí sobre la cama y se había puesto a dar vueltas.

Timmy guardaba silencio y lo observaba. Bajo la manta, tiraba y tiraba de la cadena. El desconocido se había olvidado de cerrar la puerta al entrar, pero sólo se veía oscuridad. Una ráfaga de aire introdujo un olor de tierra y de moho.

– ¿Qué le ha pasado a la lámpara? -quiso saber de repente el desconocido. La campana de cristal seguía sobre la caja.

– No… No podía encenderla, así que tuve que quitar la campana. Lo siento, se me olvidó volver a ponerla.

El desconocido levantó la campana y volvió a encajarla sin mirar a Timmy. Cuando se inclinó hacia delante, Timmy vio unos cabellos negros rizados saliendo por debajo de la careta. Richard Nixon. Ése era el presidente muerto al que se parecía la careta. Le había costado tres intentos de recitar los presidentes hasta recordarlo. Pero seguía habiendo algo muy familiar en los ojos azules de Richard Nixon, en la manera de mirarlo, sobre todo, aquella noche. Como si se estuvieran disculpando.

De pronto, el desconocido recogió su chaqueta y se la puso.

– Es hora de irse.

– ¿Adonde? -Timmy intentó reprimir su entusiasmo. ¿Sería posible que el desconocido quisiera llevarlo a casa? Quizá se hubiera percatado de su error. Timmy bajó de la cama manteniendo la cadena detrás de los pies.

– Quítate toda la ropa menos los calzoncillos.

El entusiasmo de Timmy se desvaneció.

– ¿Qué? -se le estaba anudando la voz-. Hace mucho frío fuera.

– No hagas preguntas.

– Pero no entiendo qué…

– Calla y hazlo, pequeño hijo de perra.

La furia inesperada fue como un bofetón en la cara. A Timmy le escocieron los ojos, y la vista se le nubló de lágrimas. No debía llorar, ya no era un bebé. Pero tenía miedo, tanto, que los dedos le temblaban mientras se soltaba los cordones de las zapatillas. Reparó en la suela rota mientras se las quitaba. Se le había colado la nieve al montar en trineo, y los pies se le habían enfriado y mojado, pero no quería ni pensar en el frío que pasaría descalzo.

– No lo entiendo -volvió a balbucir. El nudo de la garganta le impedía respirar bien.

– No tienes que entender nada. Date prisa -el desconocido daba vueltas, con sus enormes botas de goma recubiertas de nieve y de barro.

– No me importa quedarme aquí -volvió a intentarlo.

– Cierra la boca de una maldita vez, y date prisa.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas de Timmy, pero no se molestó en secárselas. Los dedos le temblaban mientras se soltaba el cinturón aunque, al acordarse de la cadena, empezó a desabrocharse los botones de la camisa. El desconocido tendría que desencadenarlo. ¿Se fijaría en los eslabones deformados? ¿Se pondría aún más furioso? Timmy ya sentía el viento frío girando en torno a él. Le dolía el estómago y quería vomitar. Hasta le temblaban las rodillas.

De pronto, el desconocido dejó de dar vueltas. Permaneció inmóvil en el centro de la habitación, con la cabeza ladeada. Al principio, Timmy pensó que lo estaba mirando a él, pero lo que hacía era escuchar. Timmy trató de oír más allá de su corazón desbocado. Se sorbió las lágrimas y se secó el rostro con la manga. Entonces, lo oyó, el motor de un coche en la lejanía, acercándose y reduciendo la velocidad.

– ¡Mierda! -masculló el desconocido. Tomó la lámpara y se dirigió hacia la puerta.

– ¡No, por favor, no se lleve la luz!

– Cierra la boca, llorón de mierda.

Giró en redondo y le dio un revés en toda la cara. Timmy volvió a subir a la cama y huyó al rincón. Se abrazó a la almohada, pero se apartó al ver la mancha de sangre.

– Será mejor que estés listo cuando vuelva -le espetó el desconocido en un susurro-. Y deja de ponerlo todo perdido de sangre.

Acto seguido, salió corriendo por la puerta, la cerró con fuerza y echó los cierres, dejando a Timmy en un agujero de espesa negrura. Se marchó tan deprisa que ni siquiera se fijó en que la cadena de Timmy estaba rota y colgaba del borde de la cama, balanceándose.

A Christine no le hacía falta preguntarle a Eddie lo que se traía entre manos. Reconocía el camino de tierra serpenteante que ascendía para luego bajar en picado, sorteando los arces y los nogales que bordeaban el río. Era allí donde todos los crios iban a darse el lote, junto a la carretera de la Vieja Iglesia. Daba al río. Estaba desierto, tranquilo y negro. Allí era a donde se habían dirigido Jason Ashford y Amy Stykes la noche que descubrieron el cuerpo de Danny Alverez.

¿Sería posible que Eddie supiera dónde estaba Timmy? Christine recordó que habían llevado a un conserje de la iglesia para interrogarlo. ¿Habría oído algo? Pero si Nick hubiera averiguado algo, cualquier cosa, ¿no se lo habría dicho? No, por supuesto que no. Querría mantenerla lejos del jaleo, darle una tarea manual como fotocopiar imágenes de su hijo.

Eddie le repugnaba pero, más importante aún, le daba miedo. Pero si sabía dónde estaba Timmy… Dios mío, ¿qué precio estaría dispuesta a pagar con tal de recuperar a Timmy sano y salvo? ¿Qué precio pagaría cualquier madre, como Laura Alverez o Michelle Tanner, por recuperar a sus hijos? Christine había estado dispuesta a vender su alma por un buen sueldo. ¿Qué estaba dispuesta a hacer por salvar a su hijo?

Aun así, cuando Eddie se desvió hacia el claro que daba al río, el pánico desató un escalofrío por su espalda.

Eddie apagó el motor y las luces. La oscuridad los envolvió como si estuvieran suspendidos en ella, contemplando las copas de los árboles, el río que centelleaba más abajo. Sólo una luna turca procuraba el patético consuelo de que la oscuridad no podía engullirlo todo.

– Bueno, ya estamos aquí -dijo Eddie, volviéndose hacia ella con expectación, pero permaneciendo detrás del volante. Christine pisó la botella de cerveza para impedir que rodara debajo del asiento. Sin las luces del salpicadero, no podía distinguir el rostro de Eddie. Oyó que estrujaba un envoltorio, después, un golpecito seco. La cerilla chisporroteó, y el olor del sulfuro asaltó su olfato mientras lo veía encender un cigarrillo.

– ¿Te importa darme uno?

A la luz del cigarrillo, vio la media sonrisa burlona. Eddie le pasó un pitillo, encendió otra cerilla y esperó a encendérselo. Acabó quemándose las puntas de los dedos.

– Maldita sea -masculló, y sacudió la mano-. Detesto las cerillas. He perdido el mechero en alguna parte.

– No sabía que fumabas -Christine tomó una calada y esperó, confiando en que la nicotina la calmara.

– Intento dejarlo.

– Yo también.

«¿Lo ves?», se dijo. Tenían algo en común. Podría hacerlo. Para entonces, sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra y podía ver a Eddie. Se preguntó si no sería más fácil en la oscuridad más absoluta. Parecía tan templado y sereno, con el brazo por encima del asiento… Ella también debía conservar la calma. Así, quizá hasta podría impedir que la situación se pusiera violenta.