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– No vuelve a la vida a medianoche, ¿no?

Estaba burlándose. La miró. Tenía el rostro grave, lo cual sólo acrecentaba el sarcasmo. Nick empezó a alejarse por la carretera hacia la iglesia. Sin volver la cabeza, dijo:

– Recuerda, mañana es Halloween.

– Creía que lo habían suspendido -le gritó Maggie.

No le dejó ver su sonrisa. Siguió caminando, guiándose por el túnel de luz que creaba la linterna. Sin viento, el silencio era insoportable. Oyó ulular a una lechuza a lo lejos, pero no recibió respuesta.

Nick intentó permanecer centrado, pasar por alto la negrura que lo envolvía y lo engullía a cada paso. A fin de cuentas, aquella noche de su niñez, cruzó el cementerio en sombras y tocó el ángel mientras sus amigos lo miraban, sin que ninguno se atreviera a seguirlo. Había sido imprudente y estúpido incluso por aquella época, más temeroso de lo que los demás pudieran pensar que de las consecuencias de sus actos. Sin embargo, si no recordaba mal, la tierra no se había abierto ni lo había tragado, aunque en aquel momento, se lo pareciera. Había oído un lamento fantasmal, y no había sido el único.

Por aquel costado de la iglesia, el que daba a la vieja cañada, no había huellas, de modo que Adam y Lloyd ni siquiera se habían molestado en salir de su vehículo. Habían pasado por delante, para poder decir con sinceridad que habían ido a mirar. Se preguntó si se habrían detenido siquiera. No culpaba a Adam; era joven, quería causar buena impresión, integrarse en el grupo. Pero Lloyd… Diablos, Lloyd era perezoso.

Nick dio una patada a la nieve y avanzó por los ventisqueros intactos. Se puso en cuclillas junto a una de las ventanas del sótano y lo alumbró a través de las tablillas podridas. Había cajas de embalaje apiladas unas sobre otras. Atisbo algo que se movía en el rincón, y la linterna iluminó a una rata enorme que se refugiaba en un agujero de la pared. Ratas. Dios, odiaba las ratas.

Avanzó hacia la siguiente ventana y, de pronto, oyó el crujido de la madera. Fue como un estallido en el negro silencio. Lanzó el haz de luz hacia las ventanas condenadas que tenía delante, esperando ver algo o a alguien atravesando la madera podrida.

Otro crujido, más madera astillada y el tintineo de un cristal roto. Debía de ser en el otro costado, doblando la esquina. Intentó correr, pero la nieve lo ralentizaba. Apagó la linterna y tiró de la pistola, una, dos, tres veces, hasta que la desenfundó. Los ruidos continuaban. El corazón le estallaba dentro del pecho. No podía oír, no podía ver. Redujo el paso mientras se acercaba a la esquina. ¿Debía gritar? Contuvo el aliento. Después, dobló rápidamente la esquina, apuntando a la negrura con la pistola. Nada. Encendió la linterna. Había madera y cristales desperdigados por la nieve. El boquete era de unos treinta centímetros de alto y otros treinta de ancho.

Entonces oyó crujidos en la nieve. La linterna captó algo que se movía y desaparecía entre las sombras: una pequeña figura oscura y una luminosa mancha naranja.

Maggie concentró la atención en el suelo y buscó algún claro en la nieve u hoyos recién cavados. Timmy había desaparecido después de la nevada; si estaba allí, habría quedado señal de ello en la nieve. Si de verdad existía un túnel, ¿dónde podría tener la entrada?

Lanzó una mirada al ángel negro que se erguía sobre la sepultura. El tiempo había mellado la superficie, dejando heridas blancas. Tenía las alas extendidas, como si resguardara la sepultura, e irradiaba poder con su sola presencia. Maggie buscó la inscripción con la linterna lápiz. En memoria de nuestro querido hijo, Nathan, 1906-1916. Un niño, claro, de ahí el ángel custodio. Hundió los dedos en el bolsillo de los vaqueros hasta que palpó la cadena y encontró la cruz del extremo. Su propio ángel de la guarda, que ella mantenía escondido. ¿Tendría el mismo poder para los escépticos? Y, de todas formas, ¿cómo era ella de escéptica si todavía la llevaba encima?

Oyó una especie de aleteo a su espalda. Maggie giró en redondo. Algo se estaba moviendo. La minúscula linterna le permitió reconocer una sombra negra echada sobre la tierra al final de las hileras de lápidas. ¿Sería un cuerpo? Se acercó despacio. Deslizó la mano dentro de la chaqueta y la apoyó en la culata del revólver. Reconocía la tela negra alquitranada, era de las que se usaban para cubrir sepulturas recién excavadas. Suspiró, y después recordó que hacía años que no se usaba aquel cementerio. ¿No era eso lo que Adam le había dicho? La adrenalina empezó a correr por sus venas.

La lona se hallaba colina abajo, próxima a la hilera de árboles. Existían muy pocas lápidas en aquella ladera. Desde allí, no podía ver el Jeep ni la carretera, sólo un trozo de tejado de la iglesia.

La lona parecía nueva, no tenía ni grietas ni franjas gastadas. Unas piedras y la nieve sujetaban las cuatro esquinas, menos una que ondeaba libremente, con la piedra apartada. Apartada por alguien, no por el viento, ni mucho menos, que aquella noche se reducía a una leve brisa. Advirtió que le sudaban las manos, a pesar del frío. El corazón le palpitaba en los oídos con demasiada fuerza, con demasiada velocidad. Debía esperar a Nick, regresar al Jeep y esperar. En cambio, tiró de la esquina suelta y apartó la lona alquitranada. No necesitaba más luz para ver; debajo había una puerta, larga y estrecha, con la gruesa madera pudriéndose en torno a los goznes y un poco hundida en el centro.

De nuevo, se detuvo y miró colina arriba. Debía esperar. «Acuérdate de Stucky», se regañó. De pronto, recordó la nota. «Sé lo de Stucky». ¿Sería otra trampa? No, era imposible que el asesino supiera que iba a ir allí.

Dio vueltas sin dejar de mirar la puerta. Otra ojeada. El corazón le latía demasiado deprisa para poder pensar. Debía tranquilizarse. Podía hacerlo.

Agarró el borde de la puerta, que no tenía pomo alguno. Tiró y tiró hasta que cedió, pero era pesada, y las astillas amenazaban con lastimarle los dedos. La soltó, la sujetó mejor y volvió a tirar. En aquella ocasión, se abrió. El olor de moho fue como una bofetada. Aquello estaba lleno de podredumbre, tierra mojada y moho.

Escudriñó el agujero negro pero no podía ver más allá del tercer peldaño con la linterna lápiz. Sería absurdo bajar con tan poca luz. El corazón seguía golpeándole las costillas. Sacó el revólver y la irritó ver que le temblaba la mano. Volvió a mirar colina arriba. Silencio. Ni rastro de Nick. Entonces, descendió despacio al estrecho agujero negro.

Timmy patinó y aterrizó en un arbusto espinoso. Había oído al desconocido detrás de él, había sentido la luz en la espalda, pero no se atrevía a detenerse ni a volver la cabeza. Seguía aferrándose al trineo, por incómodo que fuera. Estaba jadeando. Las ramas lo retenían y las más pequeñas le arañaban la cara. Se tambaleó, hizo un pequeño baile y evitó la caída. Trataba de guardar silencio, pero los crujidos y chasquidos eran auténticas explosiones en el silencio nocturno. No podía verse los pies en la negrura. Hasta la luna había desaparecido.

Se detuvo para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y advirtió que, con las prisas, no se había puesto el abrigo. No podía respirar; le castañeteaban los dientes y el corazón le estallaba dentro del pecho. Se frotó la cara y descubrió más sangre además de lágrimas.

– Deja de llorar -se regañó. Han Solo nunca lloraba.

Entonces, lo oyó. En el negro silencio, oyó ramas rompiéndose, nieve crujiendo. El ruido provenía de atrás, y cada vez estaba más cerca. ¿Podría esconderse, confiar en que el desconocido pasara de largo? No, el desconocido oiría el fragor de sus latidos.

Corrió peligrosamente, tropezando con tocones y chocando contra la espesura. Una ramita le dio un tortazo y le desgarró la oreja. El dolor hizo brotar lágrimas en sus ojos. De pronto, notó que la tierra desaparecía bajo sus pies. Una pronunciada pendiente lo obligó a agarrarse a una rama, a una roca, a cualquier cosa con tal de no resbalar. Más abajo, vio el destello del agua. No llegaría a tiempo. El bosque era demasiado espeso, la pendiente demasiado inclinada. El desconocido cada vez estaba más cerca.

Divisó un claro a su derecha. Trepó por las piedras que bloqueaban su camino, aferrándose a raíces de árboles con una mano mientras agarraba el trineo con la otra. En realidad, no era un claro, sino un viejo camino de herradura, una senda que se adentraba en el bosque, pero que con el tiempo se había cubierto de ramas espinosas, brazos alienígenas de dedos largos y finos que lo saludaban. Por lo que Timmy podía ver, la senda bajaba hasta el río, con unas cuantas curvas cerradas. Parecía sacado de uno de sus video juegos, largo, peligroso y con montículos en abundancia. La nieve impedía trepar sin resbalar. Era perfecto. Claro que también era una temeridad y una locura. Su madre montaría en cólera si se enteraba.

El crujido que oyó a su espalda lo hizo saltar. Se agazapó en la nieve y en la hierba. Incluso en la oscuridad vio la sombra descolgándose, aferrándose a las piedras, de espaldas a Timmy. Parecía un insecto gigante, con los tentáculos estirados, agarrándose a raíces y a salientes rocosos.

Timmy colocó su trineo naranja en la nieve. Se tumbó con cuidado; la pendiente era muy pronunciada, mucho. Se permitió lanzar una última mirada frenética por encima del hombro. La sombra se acercó un poco más. El desconocido no tardaría en alcanzar las rocas. Timmy colocó el trineo apuntando a la senda y se agazapó hasta quedarse casi tumbado. No tenía elección. Se dio impulso y el trineo se precipitó hacia abajo.