Pagó un precio similar por el alojamiento y la comida pero, al menos, el padre Daniel fue amable, suave y pequeño. No hubo más lágrimas ni desgarrones, sólo humillación, que aceptó como parte de su castigo. A fin de cuentas, era un asesino. Aquella mirada horrible todavía lo acosaba en sueños. La mirada de estupefacción que reflejaban los ojos muertos de su madre mientras yacía en el suelo del sótano, con el cuerpo retorcido y roto.
Cerró la maleta con fuerza, como si así pudiera cerrar la imagen.
Su segundo asesinato había sido mucho más fácil, un gato vagabundo que el padre Daniel había acogido. Al contrario que él, el gato había recibido comida y alojamiento gratis. Quizá eso hubiera sido razón suficiente para matarlo. Recordaba la tibieza de su sangre al degollarlo.
A partir de ahí, cada asesinato se había convertido en una revelación espiritual, en una inmolación. Hasta que no estuvo en su segundo año en el seminario, no mató a su primer niño, un incauto repartidor con ojos tristes y pecas. El niño le había recordado a él. Así que, por supuesto, había tenido que matarlo, para sacarlo de su desgracia, para salvarlo, para salvarse a sí mismo.
Consultó su reloj y supo que tenía tiempo de sobra. Colocó la maleta con cuidado junto a la puerta, junto a la bolsa de lona gris y negra que había preparado antes. Después, lanzó una mirada al periódico que estaba plegado limpiamente sobre la cama, y el titular le arrancó otra sonrisa. Ayudante del sheriff sospechoso de asesinar a los dos niños.
Había sido deliciosamente fácil. El día que encontró el encendedor de Eddie Gillick en el suelo de la furgoneta azul, supo que aquel matón astuto y arrogante sería su chivo expiatorio perfecto. Casi tan perfecto como Jeffreys.
Todas aquellas tardes charlando de trivialidades, jugando a las cartas con aquel ególatra, habían dado fruto. Había fingido mostrarse interesado en la última conquista sexual de Gillick, sólo para ofrecerle perdón y absolución cuando al ayudante se le pasaba la borrachera. Había fingido ser su amigo cuando, en realidad, el presumido sabelotodo le revolvía el estómago. Gracias a su deseo de presumir, había averiguado que tenía mal genio y que lo volcaba en «gamberros» y en «furcias calientabraguetas» que, según Gillick, «se lo estaban buscando». En muchos sentidos, Eddie Gillick le recordaba a su padrastro, por lo que su condena sería aún más dulce.
¿Y por qué no iban a condenarlo, con su comportamiento autodestructivo y esas pruebas condenatorias introducidas limpiamente en el maletero de su Chevy accidentado? ¡Qué fortuna habérselo encontrado en el bosque así y haber podido introducir las pruebas fatales! Igual que con Jeffreys.
Ronald Jeffreys había acudido a él para confesarle el asesinato de Bobby Wilson. Cuando le pidió la absolución, no detectó ni rastro de arrepentimiento en su voz. Jeffreys se merecía morir. Y también había sido sencillo: una llamada anónima a la oficina del sheriff y unas cuantas pruebas que lo incriminaban.
Sí, Ronald Jeffreys había sido el chivo expiatorio perfecto, al igual que Daryl Clemmons. El joven seminarista había compartido con él sus temores homosexuales, sin saber que se estaba ofreciendo para pagar por el asesinato de aquel pobre e indefenso chico de los periódicos. Ese pobre niño cuyo cuerpo encontraron cerca del río que pasaba junto al seminario. Después, estaba Randy Maiser, un desafortunado vagabundo que se había presentado en la iglesia católica de Santa María buscando refugio. El pueblo de Wood River no había tardado en condenar al andrajoso desconocido cuando uno de sus pequeños apareció muerto.
Ronald Jeffreys, Daryl Clemmons y Randy Maiser… todos ellos cabezas de turco perfectos. Y, por último, Eddie Gillick.
Volvió a mirar el periódico, y sus ojos se posaron en la fotografía de Timmy. La decepción echó a perder su buen humor. Aunque la huida de Timmy le había procurado un alivio sorprendente, era aquella huida lo que lo obligaba a realizar un éxodo repentino. ¿Cómo podría seguir viviendo día a día sabiendo que había fallado al pequeño? Y, con el tiempo, Timmy reconocería sus ojos, su manera de andar, su culpabilidad. Culpabilidad por no haber podido salvar a Timmy Hamilton. A no ser…
Levantó el periódico y buscó el reportaje sobre la huida de Timmy y el accidente de su madre, Christine. Lo recorrió con la mirada, guiándose con el dedo índice hasta que reparó en la uña serrada y mordida. Entonces, encontró el párrafo, casi al final. Sí, el padre divorciado de Timmy, Bruce, había regresado a Platte City.
Volvió a consultar su reloj. El pobre Timmy, con todos aquellos cardenales… Se merecía una segunda oportunidad de ser salvado. Sí, podía hacer tiempo para algo tan importante.
Maggie quería decirle a Nick que todo había acabado, que ya no volverían a desaparecer más niños pequeños. Pero ni siquiera mientras repasaban el caso contra Eddie Gillick podía desechar la comezón de la duda. ¿Se estaría obcecando al negarse a creer que podía estar equivocada?
Ojalá la voluntaria del hospital fuera tan puntual como dicharachera. ¿Cómo se podía mantener una conversación seria con aquellos camisones tan finos? ¿Y tanta molestia sería proporcionarle una bata, un cinturón, cualquier cosa que le cubriera el trasero?
Podía ver a Nick ejerciendo una prudencia extrema con la mirada, pero unos despistes momentáneos bastaban para hacerle recordar que estaba completamente desnuda bajo aquella prenda abierta. Y lo peor era el maldito hormigueo que le recorría la piel cada vez que él la miraba, hormigueo que se concentraba entre sus muslos. Todo su cuerpo perdía el control en presencia de Nick.
– Está bien, da la impresión de que Eddie Gillick podría ser culpable -reconoció Maggie, tratando de no pensar en las reacciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y regresó a la ventana, con cuidado de mantener la espalda hacia la pared.
Aquel día el cielo estaba tan azul e inmenso que parecía artificial; no se vislumbraba ni una sola nube. Casi toda la nieve de las aceras y de los jardines se había derretido; muy pronto, desaparecerían los montones de hielo embarrado de las calles. Los árboles que no habían perdido las hojas relucirían con tonos dorados, rojizos y naranjas. Era como si se hubiera roto el hechizo, como si hubiera levantado una maldición, y todo hubiese recuperado la normalidad. Todo salvo el pequeño tirón en el vientre de Maggie, no de los puntos, sino de su propia duda.
– ¿Y qué estaba haciendo Christine anoche con Eddie?
– Esta mañana no hemos hablado de eso. Anoche, dijo que Eddie iba a llevarla a casa, pero que le hizo tomar un desvío. Le dijo que si se acostaba con él, le diría dónde estaba Timmy.
– ¿Dijo que sabía dónde estaba Timmy?
– Eso afirmó Christine. Claro que podría estar sufriendo alucinaciones. También me dijo que el presidente Nixon la dejó en el borde de la carretera.
– La careta, claro. Sacó a Christine del coche y guardó el disfraz en el maletero.
– Después, fue a perseguir a Timmy por el bosque -añadió Nick-. Claro que debió de ser después de intentar violar a Christine y de atacarte a ti en el subterráneo del cementerio. Un tipo muy ajetreado.
Se miraron a los ojos. Lo obvio quedaba sin decir; provocaba el mismo pánico y la misma decepción que los había llevado a aquel punto.
– ¿Intentó algo contigo? -preguntó Nick por fin.
– ¿A qué te refieres?
– Ya sabes, ¿intentó…?
– No -lo interrumpió Maggie, para ahorrarle la incomodidad-. No, no hizo nada de eso.
Maggie recordaba cómo el asesino le había rozado el pecho sin querer al sacarle la pistola de la parka y cómo había retirado la mano en lugar de prolongar el contacto. Cuando le había susurrado al oído, en ningún momento le había tocado la piel. No estaba interesado en el sexo, ni con hombres ni, mucho menos, con mujeres. A fin de cuentas, su madre era una santa. Recordó las imágenes de los mártires del dormitorio del padre Keller. El sacerdocio y el voto de celibato habrían sido un escape excelente, un escondite ideal.
– Tenemos que interrogar a Keller por última vez -le dijo a Nick.
– No tienes pruebas contra él, Maggie.
– Compláceme.
– ¿Señora O'Dell? -una enfermera asomó la cabeza por la puerta-. Tiene visita.
– Ya era hora -dijo Maggie, esperando ver a la voluntaria rubia y dicharachera.
La enfermera abrió la puerta y sonrió con coquetería al apuesto hombre de pelo rubio vestido con traje de Armani. Llevaba una bolsa de viaje barata y una funda de trajes colgada del brazo.
– Hola, Maggie -dijo. Entró en la habitación como si fuera el dueño, y lanzó una mirada a Nick antes de desplegar para ella su sonrisa de abogado de un millón de dólares.
– ¡Greg! ¿Se puede saber qué haces aquí?
Timmy oyó a la máquina expendedora tragarse sus monedas antes de hacer su elección. Estuvo a punto de escoger un Snickers, pero se acordó y pulsó la tecla de los KitKat.