Intentaba no pensar en el desconocido ni en la pequeña habitación. Debía concentrarse en su madre y ayudarla a ponerse mejor. Lo asustaba verla así, en la enorme cama de hospital, enganchada a todas aquellas máquinas que gorgoteaban, zumbaban y hacían clics. Tenía buen aspecto, hasta parecía alegrarse de ver a Bruce… después de haberle gritado, claro. Pero, en aquella ocasión, su padre no le había devuelto los gritos. No hacía más que decir lo mucho que lo sentía. Cuando Timmy había salido de la habitación, su padre estaba dándole la mano a su madre, y ella se lo estaba consintiendo. Eso debía de ser una buena señal, ¿no?
Timmy estaba sentado en la silla de plástico de la sala de espera. Rasgó el envoltorio de la chocolatina y separó una barrita. El abuelo Morrelli iba a llevarle un bocadillo del Subway en cuanto él y la abuela hubieran inspeccionado el asado de carne de la cafetería. El Subway estaba al otro lado de la calle, pero Timmy no había desayunado. Se metió la barrita en la boca y dejó que se derritiera antes de mascar.
– Creía que eras adicto a los Snickers.
Timmy giró en redondo sobre la silla, sobresaltado. Ni siquiera había oído las pisadas.
– Hola, padre Keller -balbució con la boca llena.
– ¿Qué tal estás, Timmy? -el sacerdote le dio una palmadita en el hombro, y prolongó el contacto en su espalda.
– Bien -Timmy se tragó el resto de la chocolatina y se limpió los labios-. A mi madre la han operado esta mañana.
– Eso he oído -el padre Keller dejó una bolsa de lona en el asiento contiguo al de Timmy y se arrodilló delante de él.
A Timmy le agradaba eso del padre Keller, cómo lo hacía sentirse especial. Parecía interesarse sinceramente en él. Timmy podía verlo en aquellos suaves ojos azules que a veces parecían tan tristes. El padre Keller se preocupaba de verdad. Aquellos ojos… Timmy volvió a mirar y, de pronto, se le hizo un nudo en el estómago. Aquel día, notaba algo distinto en los ojos del padre Keller, pero no sabía lo que era. Se movió con incomodidad en el asiento, y el padre Keller pareció preocupado.
– ¿Estás bien, Timmy?
– Sí… Sí. Debe de ser tanto azúcar de golpe. No he desayunado. ¿Va a alguna parte? -le preguntó, y señaló la bolsa de lona.
– Voy a llevar al padre Francis a su lugar de sepultura. Por eso he venido aquí, para cerciorarme de que tienen su cuerpo preparado.
– ¿Está aquí? -Timmy no había tenido intención de susurrar, pero fue así como le salió.
– Abajo, en el depósito. ¿Quieres acompañarme?
– No sé. Estoy esperando a mi abuelo.
– Sólo serán unos minutos, y te gustará verlo. Parece salido de Expediente X.
– ¿En serio? -Timmy recordaba haber visto a la agente especial Scully haciendo autopsias. Se preguntó si los muertos estarían realmente rígidos y grises-. ¿Seguro que no pasa nada si lo acompaño? ¿No se enfadarán los del hospital?
– No, nunca hay nadie por ahí abajo.
El padre Keller se puso en pie y levantó la bolsa de lona. Esperó mientras Timmy se terminaba el KitKat, pero se le cayó el envoltorio sin querer. Cuando el padre Keller se arrodilló para recogerlo, Timmy reparó en sus Nike blancas e impecables, como de costumbre. Sólo que aquel día tenía… tenía un nudo en uno de los cordones. Un nudo para unir las dos partes rotas del cordón. A Timmy se le cerró aún más el estómago.
Se levantó despacio, un poco mareado. Una subida de azúcar, no era más que eso. Alzó la vista al rostro sonriente del padre Keller, y a la mano que el sacerdote le tendía. Una última mirada al zapato. ¿Por qué tenía el padre Keller un nudo en el cordón?
– ¿Cómo has sabido que estaba en el hospital? -preguntó Maggie cuando Greg y ella se quedaron a solas. Extendía los trajes que había guardado con cuidado días atrás, complacida con su aspecto a pesar de los dos viajes por medio país.
– No lo he sabido hasta que no me he presentado en la oficina del sheriff. Una cabeza hueca con minifalda de cuero me ha dicho dónde podía encontrarte.
– No es una cabeza hueca -Maggie no podía creer que estuviera defendiendo a Lucy Burton.
– Esto sólo refuerza mi idea, Maggie.
– ¿Tu idea?
– Este trabajo es demasiado peligroso.
Maggie hurgó en la bolsa de viaje que le había llevado, manteniéndose de espaldas a él y tratando de no prestar atención a su creciente enojo. Se concentró en la alegría de haber recuperado su ropa. Quizá fuera ridículo, pero tocar sus prendas interiores le procuraba una sensación de control y seguridad.
– ¿Por qué no lo reconoces de una vez? -insistió Greg.
– ¿Qué quieres que reconozca?
– Que este trabajo es demasiado peligroso.
– ¿Para quién, Greg? ¿Para ti? Porque para mí eso no es ningún problema. Siempre he sabido que correría riesgos.
Mantuvo la calma y volvió la cabeza para mirarlo. Greg estaba dando vueltas con las manos en las caderas, como si estuviera esperando un veredicto.
– Cuando te pedí que fueras a recogerme el equipaje al aeropuerto, no quería decir que tuvieras que traérmelo -intentó sonreír, pero él parecía decidido a no dejarla escapar tan fácilmente.
– El próximo año me harán socio del bufete. Estamos en camino, Maggie.
– ¿En camino adonde? -sacó un sujetador y una braguita a juego.
– No deberías perseguir a los asesinos en su terreno. Por el amor de Dios, Maggie, tienes ocho años de antigüedad en el FBI. Ya tienes influencia para ser… no sé, una supervisora, una instructora… algo, cualquier cosa.
– Me gusta lo que hago, Greg -empezó a quitarse su odioso camisón, vaciló y volvió la cabeza. Greg elevó las manos y puso los ojos en blanco.
– ¿Qué? ¿Quieres que me vaya? -su voz estaba cargada de sarcasmo y un ápice de enojo-. Sí, quizá deba irme para que puedas hacer pasar a tu cowboy.
– No es mi cowboy -Maggie notó cómo el enfado le teñía las mejillas de rubor.
– ¿Por eso no me has devuelto las llamadas? ¿Hay algo entre tú y ese sheriff Mazas?
– No digas tonterías, Greg -se quitó el camisón y se puso las braguitas. Le dolía inclinarse y levantar los brazos. Daba gracias porque la venda le cubriera los antiestéticos puntos.
– Dios mío, Maggie.
Giró en redondo y lo encontró mirándole el hombro herido con una mueca que distorsionaba sus hermosos rasgos. No podía evitar preguntarse si la mueca era de desagrado o de preocupación. Greg le recorrió el resto del cuerpo con la mirada, y por fin la clavó en la cicatriz que tenía debajo del pecho. De pronto, Maggie se sintió vulnerable y avergonzada, lo cual no tenía sentido. A fin de cuentas, se trataba de su marido. Aun así, echó mano al camisón y se cubrió el pecho.
– No todo es de la noche anterior -dijo Greg, y el enojo prevalecía sobre la preocupación-. ¿Por qué no me lo dijiste?
– ¿Por qué no te diste cuenta?
– Entonces, ¿la culpa es mía? -una vez más elevó las manos. Era un gesto que Maggie reconocía de cuando practicaba sus alegatos finales. Quizá funcionara con los jurados. Para ella, era un melodrama sin valor, una mera táctica para llamar la atención. ¡Cómo se atrevía a utilizar sus cicatrices para eso!
– No tiene nada que ver contigo.
– Eres mi esposa. Tu trabajo te deja el cuerpo lleno de costurones. ¿Por qué no iba a preocuparme? -su tez pálida se puso púrpura de ira, amplios ronchones que parecían un sarpullido.
– No estás preocupado. Estás furioso porque no te lo he contado.
– Por supuesto que estoy furioso. ¿Por qué no me lo has contado?
Maggie arrojó el camisón sobre la cama para que pudiera ver bien la cicatriz.
– Esto es de hace un mes, Greg -dijo, y deslizó el dedo por el recuerdo que le había dejado Stucky-. Casi todos los maridos se habrían dado cuenta. Pero ya no hacemos el amor, así que ¿cómo ibas a fijarte? Ni siquiera te has percatado de que ya no duermo a tu lado, de que me paso las noches dando vueltas. No te preocupas por mí, Greg.
– Eso es absurdo. ¿Cómo puedes decir que no me preocupo por ti? Por eso precisamente quiero que dejes el FBI.
– Si de verdad te preocuparas, comprenderías lo importante que es mi trabajo para mí. No, te preocupa más la imagen que doy de ti. Por eso no quieres que trabaje fuera de la oficina. Quieres poder decirles a tus amigos y socios que soy un pez gordo del FBI, que tengo un despacho enorme con una secretaria que te hace esperar cuando me llamas. Quieres que me ponga vestiditos sexys en tus selectas fiestas de abogados para así poder presumir de mí, y mis horribles cicatrices no encajan en ese escenario. Pues ésta soy yo, Greg -dijo, con las manos en las caderas, tratando de no prestar atención al escalofrío que sentía en el cuerpo-. Así soy. Puede que ya no encaje en tu estilo de vida de club selecto.
Greg movió la cabeza, como un padre impaciente con su hija descarriada. Ella volvió a tomar el camisón arrugado y se cubrió los senos, sintiéndose vulnerable; había dejado al descubierto algo más que su desnudez.
– Gracias por traerme mis cosas -le dijo en voz baja, con calma-. Ahora quiero que te vayas.
– Bien -se puso la gabardina-. ¿Qué tal si almorzamos juntos cuando te hayas calmado?
– No, quiero que te vayas a casa.
Se la quedó mirando. Sus ojos grises se enfriaron, y sus labios fruncidos reprimieron las palabras de enojo. Maggie se acorazó contra el próximo ataque, pero Greg giró sobre sus talones y salió de la habitación.