– He traído al padre Keller. Tenía que tomar un avión. ¿Por qué me perseguían? No he hecho nada malo.
– Entonces, ¿por qué saliste corriendo?
– Eddie me dijo que tuviera cuidado con ustedes dos.
– ¿Eddie?
– ¿Qué llevas en esa bolsa? -los interrumpió Maggie.
– No lo sé. El padre Keller me dijo que ya no la necesitaría. Me pidió que la trajera de vuelta.
– ¿Te importa si echamos un vistazo? -se la arrancó de las manos. Su oposición justificaba la búsqueda. La bolsa era pesada. La colocó sobre una silla próxima, se detuvo y se apoyó en una cabina hasta que se le pasó el mareo-. ¿Seguro que no es tu bolsa? -dijo Maggie al extraer el familiar cárdigan marrón y varias camisas blancas bien planchadas. El semblante de Howard reflejó sorpresa.
Los libros de arte explicaban el peso de la bolsa. Maggie los dejó a un lado, más interesada en la pequeña caja tallada oculta entre varios pares de calzoncillos. Las palabras inscritas eran latín, pero no sabía lo que significaban. El contenido no la sorprendió: un paño de hilo blanco, un pequeño crucifijo, dos velas y un pequeño recipiente de óleo. Alzó la mirada y vio a Nick examinar el contenido con los ojos con frustración. Después, Maggie deslizó la mano por debajo de los recortes de periódicos hasta el fondo de la caja, y extrajo unos calzoncillos de niño enrollados en torno a un reluciente cuchillo filetero.
Capítulo 9
Domingo, 2 de noviembre
Maggie introdujo otro código en el ordenador y esperó. El módem del portátil iba lentísimo. Dio otro mordisco al bollito de moras casero, un envío especial de Wanda's. Se sentó y paseó la mirada por la habitación de hotel.
Tenía las maletas hechas. Se había duchado y vestido hacía horas, pero su vuelo no salía hasta el mediodía. Se frotó el cuello sin poder creer que hubiera dormido toda la noche en la silla de respaldo recto. Lo que más la sorprendía era que hubiera dormido toda la noche sin imágenes de Albert Stucky revoloteando en su cabeza.
Aburrida, tomó la gruesa edición dominical del Omaha Journal. Los titulares sólo servían para intensificar su frustración. Sin embargo, se alegraba de volver a ver la firma de Christine en la portada. Incluso desde su cama de hospital, seguía elaborando artículos. Al menos, Timmy y ella estaban sanos y salvos.
Maggie volvió a recorrer el artículo con la mirada. Christine había depurado su estilo periodístico; se ceñía a los hechos y dejaba que las citas de los expertos suscitaran las conclusiones sensacionalistas. Encontró su cita y la leyó por tercera vez.
La agente especial Maggie O'Dell, una experta en perfiles del FBI a la que le ha sido asignado el caso, dijo que era «improbable que Gillick y Howard fueran socios. Los asesinos en serie», insistió la agente O'Dell, «actúan en solitario». Sin embargo, la oficina del fiscal ha presentado cargos de homicidio contra el ex ayudante del sheriff Eddie Gillick y el conserje de iglesia Raymond Howard, por las muertes de Aaron Harper, Eric Paltrow, Danny Alverez y Matthew Tanner. Otro cargo ha sido el secuestro de Timmy Hamilton.
Oyó un golpe de nudillos en la puerta. Maggie dejó el periódico a un lado y consultó su reloj. Era pronto. No tenían que marcharse al aeropuerto hasta dentro de treinta o cuarenta minutos.
En cuanto abrió la puerta, sintió el hormigueo indeseado. Nick estaba sonriéndole en el umbral, con los hoyuelos bien marcados. Tenía algunos mechones caídos sobre la frente. Sus ojos azules centelleaban como si compartiera un secreto especial con ella. Llevaba una camiseta roja y vaqueros azules, ambos lo bastante ceñidos para delinear su cuerpo atlético. Era una tortura para la vista y para los dedos, porque ansiaba tocarlo. ¿Por qué la atraía tanto?, se preguntó mientras se saludaban y él entraba en la habitación. Se sorprendió fijándose en su trasero, movió la cabeza y se regañó en silencio.
– Debe de hacer calor fuera -se oyó decir. «Sí, recurre al tiempo». Era un tema seguro, teniendo en cuenta la corriente eléctrica que Nick acababa de crear en la habitación.
– Cuesta creer que nevó hace unos días. Así es el tiempo en Nebraska -se encogió de hombros-. Toma, esto es para ti -le pasó una caja envuelta en papel de regalo que no había visto al hacerlo pasar-. Una especie de regalo de agradecimiento y despedida.
Su primer impulso fue rechazarlo, decir que no era apropiado y dejarlo así. Pero lo aceptó y le quitó el envoltorio despacio, consciente de que Nick la estaba mirando. Sacó una sudadera roja de fútbol con el número diecisiete impreso en blanco en la espalda. No pudo evitar sonreír.
– Es perfecta.
– No espero que sustituya a la de los Packers -dijo con un ápice de vergüenza en la voz-. Pero pensé que también debías tener una de los Cornhuskers de Nebraska.
– Gracias. Me encanta.
– El diecisiete era mi número -añadió Nick.
De pronto, la sencilla prenda de algodón cobraba un significado mucho mayor. Maggie lo miró a los ojos mientras combatía el irritante hormigueo y, sin querer, su sonrisa desapareció. Sin embargo, fue Nick el primero en bajar la mirada, y ella vio un destello de incomodidad en sus ojos. Era en momentos como aquél cuando más la desconcertaba, cuando el donjuán arrogante y seguro de sí dejaba entrever al hombre tímido, sensible e irresistible.
– Ah, y esto es de Timmy.
Aceptó la cinta de vídeo, y en cuanto vio la carátula, volvió a sonreír.
– Expediente X -leyó.
– Dice que es uno de sus episodios favoritos… el de las cucarachas asesinas, por supuesto.
Sin más regalos que ocuparan sus manos, Nick se las guardó en los bolsillos.
– Lo veré y… y le diré a Timmy lo que me parece -dijo, sorprendida pero complacida por el novedoso compromiso de mantenerse en contacto.
Se quedaron mirándose a los ojos. Maggie no quería moverse, no podía hacerlo. Habían pasado la semana juntos casi las veinticuatro horas, compartiendo pizza y coñac, intercambiando opiniones y puntos de vista, forcejeando con chiflados y con mártires, revelando miedos y expectativas y lamentando la pérdida de niños pequeños a los que ninguno de los dos conocía. Había confesado a Nick Morrelli vulnerabilidades que no había compartido con nadie más, ni siquiera consigo misma. Por eso se sentía como si estuviera dejando atrás una parte importante de sí misma. Y, de entre todos los lugares posibles, en un pequeño pueblo de Nebraska del que nunca había oído hablar. ¿Qué había sido de la altiva y fría agente del FBI que mantenía su profesionalidad a toda costa?
– Maggie, yo…
– Perdona -lo interrumpió, porque no estaba preparada para lo que podía ser una confesión de sentimientos-. Casi se me olvida. Estoy intentando acceder a cierta información -huyó a la mesa del rincón. Por fin se había establecido la conexión y pulsó algunas teclas, molesta por el injustificable temblor de sus dedos y la falta de resuello.
– Sigues buscándolo -dijo Nick sin sorpresa ni irritación, acercándose a ella por detrás.
– Desde Caracas, el cuerpo del padre Francis fue trasladado en camión a una pequeña comunidad situada a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. El billete de avión de Keller tenía hoy como fecha de regreso. Estoy intentando averiguar si ha tomado el avión de vuelta a Miami o si se ha dirigido a algún otro lugar.
– Me asombra a cuánta información puedes acceder -Maggie notó cómo Nick se inclinaba hacia delante para estudiar la pantalla-. Cuando estuvimos en el aeropuerto -prosiguió-, pensé en lo agradable que sería tener credenciales del FBI en lugar de mi insignificante placa de sheriff. Estaba fuera de mi jurisdicción.
– Espero que ya no sigas preocupado por parecer un incompetente.
– No. No, la verdad es que no -repuso Nick, como si de verdad lo creyera.
Por fin, la lista de pasajeros del vuelo 1692 de laTWA se materializó en la pantalla. Maggie no tardó en encontrar al reverendo Michael Keller, cuyo nombre habían mantenido en la lista incluso después del despegue.
– El que esté en la lista no significa que estuviera en el avión.
– Lo sé -Maggie se levantó de la silla antes de volverse a mirar a Nick.
– ¿Y qué pasará si no vuelve?
– Lo encontraré -se limitó a decir-. ¿Cómo es ese dicho? Podrá huir, pero no podrá esconderse.
– Aunque lo encuentres, no tenemos ninguna prueba que lo incrimine.
– ¿De verdad crees que Eddie Gillick o Ray Howard han matado a esos niños?
Nick vaciló, volvió a mirar el ordenador, después la habitación, deteniéndose en el equipaje de Maggie antes de volver a mirarla a ella.
– No sé qué papel ha podido jugar Eddie en los asesinatos, pero sabes que sospechaba de Howard desde el principio. Vamos, Maggie. Lo encontramos en el aeropuerto con lo que podía ser el arma de los homicidios.
Maggie frunció el ceño y movió la cabeza.
– No encaja con el perfil.
– Puede que no, pero ¿sabes qué? Me niego a pasar la última hora contigo hablando de Eddie Gillick, Ray Howard, el padre Keller o de cualquier cosa relacionada con este caso.
Se acercó despacio, con cautela. Ella se retiró el pelo de la cara con nerviosismo, se recogió un mechón rebelde detrás de la oreja. La mirada de Nick volvió a desatar el temblor de sus dedos, y el hormigueo se propagó del estómago a los muslos.