Miró la hora en el reloj y se pasó la mano por la mandíbula. Aquella mañana no tendría que afeitarse; su rostro aniñado seguía terso tras el afeitado del día anterior. Tenía tiempo para concluir la lectura, aunque se negaba a detenerse en los artículos sobre Ronald Jeffreys. Jeffreys nunca había merecido la atención que había suscitado y, allí estaba, todavía en el candelera incluso después de muerto.
Terminó de desayunar y limpió la mesa meticulosamente, sin que una sola miga escapara a los rápidos pases con el paño húmedo. Del lavabo de su minúsculo cuarto de baño sacó sus Nike, que había restregado a fondo y no les quedaba ni rastro de barro. Aun así, lamentaba no haberse descalzado antes. Las sacudió y las dejó a un lado para lavar el único plato que consideraba suyo, un frágil Noritake pintado a mano que había tomado prestado hacía tiempo del aparador de porcelana de la comunidad. Llenó con agua hirviendo la taza y el plato a juego, también prestados. Con delicadeza, sumergió la bolsita de té usada, esperó a que el agua adquiriera el consiguiente color ámbar, sacó la bolsita y la estranguló como si quisiera que le entregara hasta la última gota.
Completado su ritual matutino, se puso a cuatro patas y sacó una caja de madera de debajo de la cama. Colocó la caja sobre la mesa y deslizó los dedos sobre la elaborada inscripción de la tapa. Con cuidado, cortó los artículos del periódico, prescindiendo de los que trataban sobre Ronald Jeffreys. Abrió la caja y guardó los artículos plegados en el interior, sobre otros recortes, algunos de los cuales empezaban a amarillear. Revisó los demás objetos: un reluciente paño de hilo blanco, dos velas y un frasquito de óleo. Despues, lamió el resto de la mermelada del cuchillo y lo devolvió a la caja, donde lo colocó con suavidad sobre el algodón suave de unos calzoncillos de niño.
Timmy Hamilton se apartó de la cara los dedos de su madre; ambos vacilaban en los peldaños de la iglesia de Santa Margarita. Ya era terrible que llegara tarde, el colmo sería que sus amigos vieran a su madre peinándolo.
– Vamos, mamá. Nos ve todo el mundo.
– ¿Ese moratón es nuevo? -le levantó la barbilla y le ladeó la cabeza con suavidad.
– Chad y yo chocamos en el entrenamiento de fútbol. No es nada del otro mundo.
– Tienes que tener más cuidado, Timmy. Te salen moratones tan fácilmente… No sé cómo he podido dejarte jugar al fútbol -abrió el bolso y empezó a hurgar en él.
– Voy a llegar tarde. La misa empieza dentro de quince minutos.
– Pensé que había guardado la hoja de inscripción y el talón para la acampada…
– Mamá, ya voy tarde.
– Está bien… -cerró el bolso-. Dile al padre Keller que se lo enviaré mañana por correo.
– ¿Puedo irme ya?
– Sí.
– ¿No quieres ver si se me ve la etiqueta de los calzoncillos?
– Muy gracioso -rió y le dio una palmada en el trasero.
A Timmy le gustaba verla reír, porque no lo hacía muy a menudo desde que su padre se había ido. Cuando reía, su rostro se suavizaba y se le marcaban los hoyuelos de las mejillas. Se convertía en la mujer más hermosa que conocía, sobre todo desde que llevaba el pelo rubio y sedoso. Era casi más bonita que la señorita Roberts, su profesora de cuarto. Pero la señorita Roberts era del curso anterior. Aquel año era el señor Stedman el que le daba clase y, aunque sólo estaban en octubre, Timmy detestaba el quinto curso. Vivía para los entrenamientos de fútbol… Para eso y para ser monaguillo del padre Keller.
En el mes de julio, cuando su madre le interrumpió el verano para enviarlo al campamento que organizaba la iglesia, se enfadó mucho con ella. Pero el padre Keller hizo que el campamento fuera divertido. Terminó siendo un verano fabuloso, y ya apenas echaba de menos a su padre. Por si fuera poco, el padre Keller lo había propuesto para ser su monaguillo. Aunque hacía pocos meses que él y su madre iban a la iglesia, Timmy sabía que los monaguillos del padre Keller eran un grupo elitista. El joven sacerdote los escogía a dedo y los recompensaba de forma especial; por ejemplo, con la próxima acampada.
Timmy llamó a la puerta recargada de la sacristía. Al ver que nadie contestaba, la abrió despacio y se asomó antes de entrar. Encontró una sobrepelliz de su talla en el armario y tiró de ella para intentar recuperar el tiempo perdido. Arrojó la chaqueta sobre una silla del otro lado de la habitación y se sobresaltó al ver al cura arrodillado en silencio junto a la silla. Estaba de espaldas a Timmy, pero reconoció el pelo moreno y rizado que asomaba por encima del alzacuello. La figura delgada del padre Keller se cernía por encima de la silla, aunque estaba arrodillado. A pesar de que la chaqueta de Timmy le había pasado rozando, permanecía sereno y callado. Timmy se lo quedó mirando, conteniendo el aliento, a la espera de que se moviera, de que respirara. Por fin, levantó el codo para santiguarse. Se puso en pie sin esfuerzo y se volvió hacia Timmy, recogió la chaqueta y la colgó con cuidado del brazo de la silla.
– ¿Sabe tu madre que vas por ahí tirando tu ropa de domingo? -sonreía con dientes blancos y regulares y luminosos ojos azules.
– Lo siento, padre, no lo había visto. Creía que llegaba tarde.
– No te preocupes; hay tiempo de sobra -le revolvió el pelo y prolongó el contacto de la mano sobre su cabeza. Era un gesto que el padre de Timmy había hecho a menudo.
Al principio, Timmy se había sentido incómodo cuando el padre Keller lo tocaba. Después, en lugar de ponerse tenso, se sorprendió sintiéndose seguro. Aunque no lo reconocería en voz alta, el padre Keller le caía mucho mejor que su padre. El padre Keller nunca gritaba; siempre hablaba con voz suave y tranquilizadora, grave y poderosa. Con sus manos daba palmaditas y caricias… nunca golpes. Cuando el padre Keller le hablaba, Timmy se sentía la persona más importante de la vida del padre Keller. Lo hacía sentirse especial y, a cambio, Timmy quería complacerlo, aunque todavía se hacía lío con algunos ritos de la misa. El domingo pasado, por ejemplo, llevó el agua al altar pero se olvidó del vino. El padre Keller se limitó a sonreír, se lo pidió en un susurro y esperó con paciencia. Nadie más se dio cuenta del desliz.
No, el padre Keller no se parecía en nada a su padre, que se pasaba el día trabajando, incluso cuando eran una familia de verdad. El padre Keller parecía su mejor amigo en lugar de un sacerdote. A veces, los sábados, jugaba al fútbol con los chicos en el parque, dejaba que lo derribaran y se manchaba de barro como los demás. En el campamento, contaba espeluznantes historias de fantasmas, de ésas que los padres prohibían. A veces, después de la misa, intercambiaba cromos de béisbol. Tenía algunos de los mejores, cromos antiguos de Jackie Robinson y Joe DiMaggio. No, el padre Keller era demasiado genial para parecerse a su padre.
Timmy terminó y esperó a que el padre Keller acabara de vestirse. El cura se miró en el espejo de cuerpo entero y se volvió hacia Timmy.
– ¿Listo?
– Sí, padre -contestó, y lo siguió por el pequeño pasillo hacia el altar. Cuando vio las Nike blancas e inmaculadas asomando por debajo de la larga sotana negra, no pudo evitar sonreír.
Maggie nunca había comprendido el atractivo que ejercían las pequeñas poblaciones como Platte City. «Pintorescas y amistosas» solía significar «aburridas y chismosas». Enseguida echaba de menos los sonidos irritantes pero familiares de los cláxones de los taxis y del tráfico de seis carriles. Peor aún era conformarse con la comida china de lugares llamados Big Fred o con los capuccinos aguados de las máquinas expendedoras de las tiendas de ultramarinos.
Sin embargo, tenía que reconocer que el paisaje durante el trayecto desde Omaha había sido realmente hermoso. El follaje que bordeaba el río Platte era un estallido de color: los naranjas intensos y los rojos llameantes se mezclaban con verdes y dorados. El penetrante olor de los árboles perennes y de la lluvia inminente impregnaba el aire de un aroma irritantemente agradable. Mantuvo entreabierta la ventanilla del coche, a pesar del frío.
Un reactor hendió el cielo cuando Maggie detenía el coche en el cruce. El repentino estruendo zarandeó el Ford alquilado y resonó en las calles tranquilas. Recordó que la Comandancia Estratégica del Aire se encontraba a sólo quince o veinte kilómetros de distancia. De acuerdo, quizá Platte City poseyera algunos sonidos familiares, a pesar de todo.
La información que había obtenido de la página web de la oficina de turismo de Nebraska describía Platte City, con sus 3.500 habitantes, como una floreciente ciudad dormitorio para los vecinos que trabajaban en Omaha, a treinta y dos kilómetros al nordeste, y en Lincoln, a cuarenta y ocho kilómetros al sudoeste. Aquello explicaba la abundancia de hermosas casas bien cuidadas y de vecindarios, muchos de construcción reciente, a pesar de la ausencia de industria local.
La plaza principal estaba bordeada de pequeñas tiendas: una oficina de correos, el Café Wanda's, el cine, un lugar llamado La Casa del Pintor, una pequeña tienda de comestibles y una droguería. Algunas lucían toldos rojos; otras tenían maceteros con geranios todavía en flor. En el centro de la plaza, el edificio del juzgado se erguía por encima de los demás. Construido en una época en que el orgullo desdeñaba los gastos, su fachada incluía un relieve detallado del pasado de Nebraska: carromatos de colonos y caballos con arados separados por la balanza de la justicia.