A diferencia de nuestro poblado, los campesinos del suyo no descansaban a pesar de la nieve: cargados con un inmenso cuévano a la espalda, transportaban arroz hasta el almacén del distrito, situado a veinte kilómetros de nuestra montaña, a orillas de un río que tenía sus fuentes en el Tíbet. Eran los impuestos anuales de su aldea, y el jefe había dividido el peso total de arroz por el número de habitantes; la parte de cada uno era de unos sesenta kilos.
Cuando llegamos, el Cuatrojos acababa de llenar su cuévano y se preparaba para partir. Le tiramos bolas de nieve, pero volvió la cabeza en todas direcciones sin conseguir vernos, a causa de su miopía. La ausencia de gafas hacía sobresalir sus pupilas, que me recordaban a las de un perro pequinés, turbias y atontadas. Tenía el aire extraviado, fatigado, antes incluso de haberse cargado a la espalda su cuévano de arroz.
– Estás majara -le dijo Luo-. Sin gafas no podrás dar ni un paso por el sendero.
– He escrito a mi madre. Me enviará un par nuevo lo antes posible, pero no puedo esperarlas con los brazos cruzados. Estoy aquí para trabajar. Ésa es, al menos, la opinión del jefe.
Hablaba muy deprisa, como si no quisiera perder el tiempo con nosotros.
– Espera -dijo Luo-, tengo una idea: llevaremos tu cuévano hasta el almacén del distrito y, al regresar, nos prestarás algunos de los libros que has escondido en tu maleta. Lo uno por lo otro, ¿vale?
– Que te den por el culo -dijo malignamente el Cuatrojos-. No sé de qué estás hablando, no tengo libros escondidos.
Colérico, se cargó a la espalda el pesado cuévano y partió.
– Con un solo libro bastará -gritó Luo-. ¡Trato hecho!
Sin respondernos, el Cuatrojos se puso en marcha.
El desafío que se lanzaba superaba los límites de su capacidad física. Se empeñó, rápidamente, en una especie de prueba masoquista: la nieve era espesa y, en algunos lugares, se hundía hasta los tobillos. El sendero resbalaba más que de costumbre. Clavaba sus ojos desorbitados en el suelo, pero era incapaz de distinguir las piedras que sobresalían y sobre las que hubiera podido poner los pies. Avanzaba a ciegas, titubeante, con unos andares danzarines de borracho. Cuando el sendero empezó a bajar, buscó con el pie un punto de apoyo, tanteando, pero su otra pierna no pudo soportar sola el peso del cuévano, cedió y cayó de rodillas en la nieve. Intentó mantener el equilibrio en esta posición, sin que el cuévano se volcara; luego, empujando la nieve con las piernas, apartándola a fuerza de muñecas, se abrió camino, metro tras metro, y acabó por levantarse.
A lo lejos, lo contemplamos zigzaguear por el sendero y minutos más tarde caer de nuevo. Esta vez, el cuévano golpeó una roca en su caída, rebotó y cayó al suelo.
Nos acercamos a él y le ayudamos a recoger el arroz que se había derramado. Nadie hablaba. No me atrevía a mirarlo. Se sentó en el suelo, se quitó las botas llenas de nieve, las vació e intentó calentarse los pies entumecidos, frotándolos con las manos. No dejaba de mover la cabeza, como si fuera demasiado pesada.
– ¿Te duele la cabeza? -le pregunté.
– No, tengo un zumbido en los oídos, pero ligero.
Rugosos y duros, unos cristales de nieve llenaban las mangas de mi abrigo cuando acabamos de poner el arroz en el cuévano.
– ¿Vamos? -le pregunté a Luo.
– Sí, ayúdame a cargar el cuévano -contestó-. Tengo frío, un poco de peso en la espalda me calentará.
Luo y yo nos relevamos cada cincuenta metros para llevar los sesenta kilos de arroz hasta el depósito. Estábamos muertos de cansancio.
Al regresar, el Cuatrojos nos pasó un libro delgado y gastado, un libro de Balzac.
«Ba-er-za-ke.» Traducido al chino, el nombre del autor francés formaba una palabra de cuatro ideogramas. ¡Qué magia eso de la traducción! De pronto, la pesadez de las dos primeras sílabas, la resonancia guerrera y agresiva, y también algo vulgar, del nombre desaparecía. Los cuatro caracteres, muy elegantes, pues cada uno se componía de pocos trazos, se reunían para formar una belleza insólita de la que emanaba un sabor exótico, sensual, generoso como el perfume embriagador de un licor conservado durante siglos en una bodega. (Años más tarde, supe que el traductor era un gran escritor al que habían prohibido, por razones políticas, publicar sus propias obras y que se había pasado la vida traduciendo las de los autores franceses.)
¿Vaciló mucho el Cuatrojos antes de elegir este libro para prestárnoslo? ¿Fue el puro azar lo que dirigió su mano? ¿O lo tomó, sencillamente, porque en su maleta de los tesoros preciosos era el libro más delgado, el que se hallaba en peor estado? ¿Fue la mezquindad lo que motivó su elección? Una elección cuyas razones siguieron siéndonos oscuras y que trastornó nuestra vida o, al menos, el período de nuestra reeducación en la montaña del Fénix del Cielo.
Aquel librito se llamaba Úrsula Mirouët.
Luo lo leyó la misma noche en que el Cuatrojos nos lo pasó, y lo terminó al amanecer. Apagó entonces la lámpara de petróleo y me despertó para tenderme la obra.
Me quedé en la cama hasta que cayó la noche, sin comer, sin hacer otra cosa que permanecer sumido en aquella historia francesa de amor y milagros.
Imaginen a un joven virgen de diecinueve años, que dormitaba aún en los limbos de la adolescencia y sólo había conocido la cháchara revolucionaria sobre el patriotismo, el comunismo, la ideología y la propaganda. De pronto, como un intruso, aquel librito me hablaba del despertar del deseo, de los impulsos, de las pulsiones, del amor, de todas esas cosas sobre las que el mundo, para mí, había permanecido hasta entonces mudo.
Pese a mi total ignorancia de aquel país llamado Francia (algunas veces había oído el nombre de Napoleón en boca de mi padre, y eso era todo), la historia de Úrsula me pareció tan cierta como las de mis vecinos. Sin duda, el sucio asunto de herencia y dinero que caía sobre la cabeza de aquella muchacha contribuía a reforzar su autenticidad, a aumentar el poder de las palabras. Al cabo de una jornada, me sentía en Nemours como en mi casa, en mi hogar, junto a la humeante chimenea, en compañía de aquellos doctores, aquellos curas… Incluso la parte sobre el magnetismo y el sonambulismo me parecía creíble y deliciosa.
Sólo me levanté tras haber leído la última página. Luo no había regresado aún… Sospechaba que se había lanzado al camino, en cuanto había amanecido, para dirigirse a casa de la Sastrecilla y contarle la hermosa historia de Balzac. Permanecí de pie unos momentos, en el umbral de nuestra vivienda, comiendo un pedazo de pan de maíz mientras contemplaba la silueta oscura de la montaña que teníamos enfrente. La distancia era demasiado grande para poder distinguir las luces de la aldea de la Sastrecilla. Imaginé a Luo contándole la historia, y me sentí de pronto invadido por un sentimiento de celos, amargos, devoradores, desconocidos.
Hacía frío, temblé bajo mi corta chaqueta de piel de cordero. Los aldeanos comían, dormían o llevaban a cabo secretas actividades en la oscuridad. Pero allí, ante mi puerta, no se oía nada. Yo solía aprovechar aquella calma que reinaba en la montaña para hacer ejercicios de violín, pero ahora me parecía deprimente. Regresé a la habitación. Intenté tocar el violín, pero éste soltó un sonido agudo, desagradable, como si alguien hubiera tocado precipitadamente las escalas. Supe de pronto lo que quería hacer.
Decidí copiar, textualmente, mis pasajes preferidos de Úrsula Mirouët. Era la primera vez en mi vida que deseaba copiar un libro. Busqué papel por todos los rincones de la habitación, pero sólo pude encontrar unas hojas de papel de carta, destinadas a escribir a nuestros padres. Opté entonces por copiar el texto directamente en la piel de oveja de mi chaqueta. Ésta, que los aldeanos me habían regalado cuando llegué, estaba hecha por fuera de una maraña de lana de cordero, unas veces larga, otras corta, y tenía la piel desnuda en su interior. Pasé largo rato eligiendo el texto, dada la limitada superficie de mi chaqueta, cuya piel, en algunos lugares, estaba estropeada, agrietada. Copié el capítulo donde Úrsula viaja sonámbula. Hubiera querido ser como ella: poder ver, dormido en mi cama, lo que hacía mi madre en su apartamento, a quinientos kilómetros de distancia; presenciar la cena de mis padres, observar sus actitudes, los detalles de su comida, el color de sus platos, sentir el olor de los manjares, oírles conversar… Más aún, como Úrsula, habría visto, en sueños, lugares donde nunca había puesto los pies…