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Escribir con bolígrafo sobre la piel de un viejo cordero de las montañas no era cosa fáciclass="underline" era áspera, rugosa y, para copiar la mayor cantidad de texto posible en ella, había que adoptar una escritura minimalista, lo que exigía una concentración que superaba las normas. Cuando acabé de garabatear el texto en toda la superficie de la piel, hasta en las mangas, me dolían tanto los dedos que se diría que los tenía rotos. Finalmente, me dormí.

El ruido de los pasos de Luo me despertó; eran las tres de la madrugada. Me pareció no haber dormido mucho tiempo, porque la lámpara de petróleo seguía ardiendo. Lo vi vagamente entrar en la habitación.

– ¿Duermes?

– En realidad, no.

– Levántate, vaya enseñarte algo.

Añadió aceite al depósito y, cuando la mecha estuvo en plena combustión, tomó la lámpara en su mano izquierda, se acercó a mi cama y se sentó en el borde, con la mirada ardiendo, el pelo erizado en todas direcciones. Del bolsillo de su chaqueta sacó un cuadrado de tejido blanco, muy bien doblado.

– Ya veo. La Sastrecilla te ha regalado un pañuelo.

No respondió. Pero a medida que iba desplegando lentamente el tejido, reconocí el faldón de una camisa rota, que sin duda había pertenecido a la Sastrecilla, y en la que se había cosido a mano una pieza.

Varias hojas de árbol resecas estaban envueltas en ella. Todas tenían la misma forma hermosa, como alas de mariposa, en tonos que iban del naranja liso al pardo con mezcla de amarillo dorado, pero todas estaban maculadas de oscuras manchas de sangre.

– Son hojas de ginkgo -me dijo Luo con voz enfebrecida-. Un árbol magnífico, plantado al fondo de un valle secreto, al este de la aldea de la Sastrecilla. Hemos hecho el amor de pie, contra el tronco. Era virgen y su sangre ha caído al suelo, sobre las hojas.

Permanecí sin voz durante un buen rato. Cuando logré reconstruir en mi cabeza la imagen del árbol, la nobleza de su tronco, la magnitud de sus ramas y su estera de hojas, le pregunté:

– ¿De pie?

– Sí, como los caballos. Tal vez por ello se ha reído luego, con una carcajada tan fuerte, tan salvaje, que ha resonado tan lejos en el valle, que incluso los pájaros han emprendido el vuelo, asustados.

Tras habernos abierto los ojos, Úrsula Mirouët fue devuelta en el plazo fijado a su propietario titular, el Cuatrojos sin gafas. Habíamos acariciado la ilusión de que nos prestaría otros libros ocultos en su maleta secreta, a cambio de los duros trabajos, físicamente insoportables, que hacíamos para él.

Pero no quiso. Íbamos con frecuencia a su casa, a llevarle comida, a cortejarle, a tocar el violín… La llegada de unas nuevas gafas, enviadas por su madre, le libró de su media ceguera y marcó el final de nuestras ilusiones.

Cómo lamentábamos haberle devuelto el libro. «Hubiéramos debido guardarlo -solía repetir Luo-. Se lo habría leído, página a página, a la Sastrecilla. Eso la hubiera hecho más refinada, más culta, estoy convencido de ello.»

Según decía, la idea se la había dado la lectura del extracto copiado en la piel de mi chaqueta. Un día de descanso, Luo, con el que nos intercambiábamos frecuentemente la ropa, cogió mi chaqueta de piel para ir al encuentro de la Sastrecilla en el lugar de sus citas, el ginkgo del valle del amor. «Después de haberle leído el texto de Balzac, palabra por palabra -me contó-, cogió la chaqueta y volvió a leerlo sola, en silencio. Sólo se oían las hojas que se estremecían sobre nuestras cabezas, y un torrente lejano que corría en alguna parte. Hacía buen día, el cielo era azul, de un azul paradisíaco. Al finalizar su lectura, quedó boquiabierta, inmóvil, con tu chaqueta en las manos, al modo de esos creyentes que llevan un objeto sagrado en sus palmas.

»Ese viejo Balzac -prosiguió- es un verdadero brujo que ha posado una mano invisible en la cabeza de la muchacha; se había metamorfoseado, parecía soñadora. Permaneció unos instantes sin volver en sí, sin poner los pies en la tierra. Y terminó por ponerse tu jodida chaqueta, que por otro lado no le sentaba mal, y me dijo que el contacto de las palabras de Balzac sobre su piel le proporcionaría felicidad e inteligencia…»

– La reacción de la Sastrecilla nos fascinó tanto que lamentamos aún más haber devuelto el libro. Pero tuvimos que esperar el comienzo del estío para que se presentase otra ocasión.

Fue un domingo. El Cuatrojos había encendido una hoguera ante su casa y puesto una gran marmita llena de agua sobre dos piedras. Cuando Luo y yo llegamos, nos sorprendió esa limpieza a fondo.

Al principio, no nos dirigió la palabra. Tenía un aspecto agotado y triste. Cuando el agua de la marmita hirvió, se quitó la chaqueta con asco, la arrojó dentro y la mantuvo en el fondo con la ayuda de una larga vara. Envuelto en espeso vapor, removió sin cesar la pobre chaqueta en el agua, hasta cuya superficie llegaban unas burbujas negras, hebras de tabaco y un hedor fétido.

– ¿Lo haces para matar los piojos? -le pregunté.

– Sí, he cogido muchos en el acantilado de los Mil Metros.

El nombre de ese acantilado no nos era desconocido, pero nunca habíamos puesto los pies en él. Estaba lejos de nuestra aldea, a media jornada de marcha, por lo menos.

– ¿Y qué fuiste a hacer allá?

No nos respondió. Se quitó metódicamente la camisa, la camiseta, los pantalones y los calcetines, y los sumergió en el agua hirviendo. Su cuerpo flaco de sobresalientes huesos estaba cubierto de grandes habones rojos, y su piel arañada y ensangrentada estaba llena de huellas de uñas.

– Son tan grandes, los piojos de ese jodido acantilado… Han conseguido, incluso, poner sus huevos en las costuras de mi ropa -nos dijo el Cuatrojos.

Fue a buscar su calzón a la casa y regresó. Antes de meterlo en la marmita, nos lo mostró: ¡Dios santo! En los dobleces de las costuras había rosarios y rosarios de liendres negras, brillantes como minúsculas perlas. Con sólo echarle una ojeada, se me puso carne de gallina de la cabeza a los pies.

Sentados uno junto al otro, ante la marmita, Luo y yo manteníamos el fuego, añadiendo trozos de leña, mientras el Cuatrojos removía la ropa en el agua hirviendo con la larga vara de madera. Poco a poco, acabó revelándonos el secreto de su viaje al acantilado de los Mil Metros.

Dos semanas antes, había recibido una carta de su madre, la poetisa conocida antaño, en nuestra provincia, por sus obras sobre la niebla, la lluvia y el tímido recuerdo del primer amor. Le comunicaba que uno de sus antiguos amigos había sido nombrado redactor jefe de una revista de literatura revolucionaria y que, a pesar de lo precario de su situación, le había prometido intentar encontrar un puesto allí para nuestro Cuatrojos. Para que no pareciera un «enchufe», se proponía publicar primero algunos cantos populares recogidos, in situ, por el Cuatrojos, es decir, auténticos cantos de montañeses, sinceros y preñados de un romanticismo realista.

Desde que recibió la carta, el Cuatrojos vivía un sueño despierto. Todo había cambiado en él. Nadaba en felicidad por primera vez en su vida. Se negó a ir a trabajar a los campos para lanzarse a la caza solitaria de canciones montañesas con encarnizado fervor. Estaba seguro de poder reunir una gran colección, gracias a la cual veía ya cumplidas las promesas del antiguo admirador de su madre. Pero había pasado una semana sin que hubiera conseguido anotar la menor estrofa digna de ser publicada en una revista oficial.