Había escrito a su madre para contarle su fracaso, derramando lágrimas de decepción. Pero, cuando le entregaba la carta al cartero, éste le habló de un viejo montañés del acantilado de los Mil Metros, un molinero que conocía todas las canciones populares de la región, un antiguo cantor analfabeto, verdadero campeón en ese terreno. El Cuatrojos había roto su carta y había salido enseguida para una nueva cacería.
– El viejo es un pobre borracho -nos dijo-. En toda mi vida había visto algo tan pobre. ¿Sabéis con qué acompaña su aguardiente? ¡Con guijarros! ¡Os lo juro por la cabeza de mi madre! Los moja con agua salada, se los mete en la boca, les da vueltas con los dientes y los escupe en el suelo. Llama a eso «bolas de jade en salsa molinera». Me ofreció probarlo, pero me negué. Sin tener en cuenta su susceptibilidad. Tras ello, se volvió tan irritable que, por más que lo intenté, fuera cual fuese la suma que le propuse, no quiso cantar lo más mínimo. Pasé dos días en su viejo molino, con la esperanza de arrancarle algunas canciones. Dormí una noche en su cama, con una manta que parecía no haber sido lavada desde hacía decenios…
Nos fue fácil imaginar la escena: en la cama, donde rebullían miles de insectos, el Cuatrojos había permanecido despierto por temor a que el viejo molinero, por casualidad, se pusiera a cantar en sueños canciones auténticas y sinceras. Los piojos habían salido de sus cubiles para agredirle en la oscuridad; unas veces le chupaban la sangre, otras iban a patinar en los resbaladizos cristales de sus gafas, que no se había quitado al acostarse. Cada vez que el viejo se movía, hipaba o tosía, nuestro Cuatrojos contenía el aliento, dispuesto a encender su minúscula linterna para tomar notas, como un espía. Luego, todo volvía a ser normal, y el viejo roncaba de nuevo al compás de las ruedas de su molino, en perpetuo movimiento.
– Tengo una idea -le dijo Luo con aire desenvuelto-. Si consigo arrancar canciones populares a tu molinero, ¿nos prestarás más libros de Balzac?
El Cuatrojos no respondió enseguida. Clavó sus empañadas gafas en el agua ennegrecida que hervía en la marmita, como hipnotizado por los cadáveres de piojos que daban volteretas entre las burbujas y las hebras de tabaco.
Por fin, levantó los ojos y preguntó a Luo:
– ¿Cómo pensáis hacerla?
Si me hubieran visto, aquel día del verano de 1973, de camino hacia el acantilado de los Mil Metros, me habrían creído directamente salido de la fotografía oficial de un congreso del Partido Comunista, o de una foto de boda de «dirigentes revolucionarios». Llevaba una chaqueta azul marino de cuello gris oscuro, fabricada por nuestra Sastrecilla. Era, hasta en sus menores detalles, una copia exacta de la chaqueta del presidente Mao, desde el cuello hasta la forma de los bolsillos, pasando por las mangas, adornadas ambas con tres bonitos botones dorados que parecían reflejar la luz cuando movía los brazos. En mi cabeza, para disimular la juventud de mis cabellos anárquicamente erizados, la encargada de nuestro vestuario había colocado una antigua gorra de su padre, de un verde tan liso como la de los oficiales del ejército. Sólo que era demasiado pequeña para mí, hubiera necesitado una talla más. Por lo que a Luo se refiere, dado su papel de secretario, se puso un descolorido uniforme de soldado, prestado la víspera por un joven campesino que había terminado su servicio militar. En el pecho brillaba una medalla de color rojo ígneo, en la que destacaba una cabeza de Mao dorada, con el pelo impecablemente peinado hacia atrás.
Como nunca habíamos puesto los pies en aquel rincón desconocido y salvaje, estuvimos a punto de perdernos en un bosque de bambúes que, irguiéndose por todas partes, se aglomeraban y nos acosaban, brillantes de lluvia, húmedos, sombríos, cargados con el áspero olor de bestias invisibles. De vez en cuando, se escuchaba el crepitar suave y sugerente producido por el crecimiento de nuevos brotes. Al parecer, algunos jóvenes bambúes, los más vigorosos, pueden crecer treinta centímetros en una sola jornada.
El molino del viejo cantor, a horcajadas sobre un torrente que caía de un alto acantilado, tenía aspecto de reliquia, con sus inmensas ruedas chirriantes, de piedra blanca con vetas negras, que giraban en el agua con una lentitud muy campesina.
En la planta baja, el suelo vibraba. Aquí y allá, a través de las viejas tablas rotas, podía verse el agua que fluía bajo nuestros pies, entre las grandes piedras. Los chirridos de la rueda, que repercutían como un eco, resonaban en nuestros oídos. En mitad de la estancia, un anciano, con el torso desnudo, dejó de arrojar grano en el circuito redondo del molino para mirarnos silenciosamente, con desconfianza.
Le deseé buenos días, no en sichuanés, el dialecto de nuestra provincia, sino en mandarín, exactamente como en una película.
– ¿En qué lengua habla? -preguntó a Luo con aire perplejo.
– En la lengua oficial-le respondió Luo-, la lengua de Pequín. ¿No la conoce usted?
– ¿Dónde está Pequín?
Esta pregunta nos desconcertó, pero cuando comprendimos que realmente no conocía Pequín, reímos como locos. Por unos momentos, casi envidié su total ignorancia del mundo exterior.
– ¿Le dice algo Peping? -le preguntó Luo.
– ¿Bai Ping? -dijo el anciano-. Claro está: ¡Es la gran ciudad del norte!
– Hace más de veinte años que la ciudad cambió de nombre, padrecito -le explicó Luo-. Y el caballero que está a mi lado habla la lengua oficial de Bai Ping, como usted la llama.
El anciano me lanzó una mirada llena de respeto. Contempló mi chaqueta Mao y miró los tres botoncitos de las mangas. Luego los tocó con la yema de los dedos.
– ¿Para qué sirven estos chirimbolos? -me preguntó.
Luo me tradujo su pregunta. En mi mal mandarín, repuse que no lo sabía en absoluto. Pero mi traductor explicó al viejo molinero que yo decía que era el emblema de los verdaderos dirigentes revolucionarios.
– Este caballero de Bai Ping -prosiguió Luo con su tranquilidad de gran estafador- ha venido a la región para recoger canciones populares, y cualquier ciudadano que conozca alguna debe hacerle una demostración.
– ¿Esas bobadas de montañeses? -le preguntó el viejo, lanzándome una mirada suspicaz-. No son canciones, sólo estribillos, viejos estribillos, ¿comprenden ustedes?
– Lo que el caballero quiere son, justamente, esos estribillos con palabras de fuerza primitiva y auténtica.
El viejo molinero rumió esa petición precisa y me miró con una extraña y astuta sonrisa.
– ¿De verdad cree…?
– Sí -le respondí yo.
– Caballero, ¿quiere realmente que cante esas marranadas? Porque, ¿sabe usted?, nuestros estribillos, como es bien sabido, son…
La frase fue interrumpida por la llegada de varios campesinos, cada uno de los cuales llevaba un gran cuévano a la espalda.
Entonces tuve miedo, y mi «intérprete» también. Le susurré al oído: «¿Nos largamos?» Pero el viejo se volvió hacia nosotros y preguntó a Luo: «¿Qué ha dicho?» Sentí que me ruborizaba y, para disimular mi turbación, me lancé hacia los campesinos como si fuera a ayudarles a descargar los cuévanos.
Los recién llegados eran seis. Ninguno de ellos había ido nunca a nuestra aldea y, en cuanto tuve la seguridad de que no podían reconocernos, recuperé la calma. Dejaron en tierra sus cuévanos, pesadamente cargados con grano de maíz para moler.
– Venid, voy a presentaros a un joven caballero de Bai Ping -dijo a aquella gente el viejo molinero-. ¿Veis los tres botoncitos en sus mangas?
Metamorfoseado, radiante, el anciano eremita tomó mi muñeca, la levantó en el aire y la blandió ante los ojos de los campesinos para hacerles admirar de cerca los jodidos botones dorados.
– ¿Sabéis lo que quieren decir? -gritó, y un efluvio de aguardiente brotó de su boca-. Son el símbolo de un dirigente revolucionario.