Nunca hubiera creído que un viejo tan flaco tuviese tanta fuerza: su mano callosa estuvo a punto de quebrarme la muñeca. A nuestro lado, Luo el estafador me traducía sus palabras al mandarín, con toda la seriedad de un intérprete oficial. Al modo de esos dirigentes que se ven en el cine, me vi obligado a estrecharle la mano a todo el mundo y a expresarme en un mandarín lamentable, mientras movía la cabeza.
En toda mi vida había hecho algo semejante. Lamentaba aquella visita de incógnito, emprendida para llevar a cabo la misión imposible del Cuatrojos, cruel propietario de una maleta de cuero.
Mientras movía la cabeza, mi gorra verde o, más bien, la del sastre, cayó al suelo.
Finalmente, los campesinos se marcharon, dejando una montaña de granos de maíz para moler.
Yo estaba abrumado de fatiga, tanto más cuanto que la pequeña gorra, que se había convertido en un aro de hierro que ceñía cada vez más mi cráneo, me producía jaqueca.
El viejo molinero nos condujo al primer piso por una pequeña escalera de mano de madera, en la que faltaban dos o tres barrotes. Corrió hacia un cesto de mimbre, de donde sacó una calabaza de aguardiente y tres cubiletes.
– Aquí hay menos polvo -nos dijo sonriente-. Bebamos un trago.
En aquella estancia grande y oscura, el suelo estaba casi por completo cubierto de pequeños guijarros que evocaban las «bolitas de jade» de las que el Cuatrojos nos había hablado. Como en la planta baja, no había sillas, ni taburetes, ni los muebles habituales en una vivienda, sólo una gran cama arrimada a una pared forrada con una piel de leopardo o de pantera, negra y tornasolada, de la que colgaba un instrumento de música, una especie de viola de bambú con tres cuerdas.
El viejo molinero nos invitó a sentarnos en aquel único lecho, un lecho que había dejado un doloroso recuerdo y grandes habones rojos en nuestro predecesor, el Cuatrojos.
Lancé una mirada a mi intérprete, que evidentemente tenía tanto miedo de resbalar con los guijarros que estuvo a punto de ponerse en cuclillas.
– ¿No prefiere que nos instalemos fuera? -farfulló Luo, que perdía la calma por primera vez-. Aquí está muy oscuro.
– No se preocupe.
El anciano encendió una lámpara de petróleo y la puso en mitad de la cama. Como no había bastante combustible dentro, fue a buscarlo. Regresó enseguida con una calabaza llena de aceite. Derramó la mitad en la lámpara y dejó la calabaza sobre la cama, junto a la que contenía el aguardiente. Encaramados los tres en el lecho, sentados sobre los talones alrededor de la lámpara de petróleo, bebimos un cubilete de aguardiente. A pocos centímetros de mí, la manta estaba enrollada, hecha un amasijo informe en un rincón de la cama, con alguna ropa sucia. Mientras bebía, sentí que los pequeños insectos trepaban, bajo mi pantalón, a lo largo de una de mis piernas. Cuando introduje discretamente mi mano, pese al protocolo que imponía mi estatuto oficial, me sentí de pronto agredido en la otra pierna. Tuve rápidamente la impresión de que aquellos innumerables y adorables animalitos se reunían en mi cuerpo, encantados de cambiar de plato, encantados del nuevo festín que mis venas les ofrecían. La imagen furtiva de la gran marmita pasó ante mis ojos, una marmita donde las ropas del Cuatrojos subían, bajaban, giraban en el agua hirviendo, entre burbujas negras, y acababan cediendo su lugar a mi nueva chaqueta Mao.
El viejo molinero nos dejó solos un momento, atacados por los piojos, y regresó con un plato, un pequeño bol y tres pares de palillos. Los puso junto a la lámpara y volvió a sentarse en la cama.
Ni Luo ni yo habíamos imaginado, ni por un solo segundo, que el viejo se atrevería a hacernos la jugarreta que le había hecho al Cuatrojos. Era demasiado tarde. El plato, frente a nosotros, estaba lleno de pequeños guijarros anodinos, pulidos, en una gama de gris y de verde, y en el bol sólo había un agua límpida, que la luz de la lámpara de petróleo hacía diáfana. En el fondo del bol, algunos gruesos granos cristalizados nos permitieron comprender que se trataba de la salsa de sal. Mis invasores piojos seguían ampliando su campo de acción, habían conseguido penetrar bajo mi gorra y sentía que mis cabellos se erizaban bajo el intolerable picor de mi cuero cabelludo.
– Sírvanse -nos dijo el viejo-. Es mi plato de cada día: bolas de jade con salsa de sal.
Mientras hablaba, tomó unos palillos con los que atrapó un guijarro del plato, lo metió en la salsa con una lentitud casi ritual, se lo llevó a la boca y lo chupó con apetito. Mantuvo mucho tiempo el guijarro en su boca; lo vi rodar entre sus dientes amarillentos y negruzcos, luego pareció desaparecer por el fondo de su gaznate, pero reapareció. El viejo lo escupió por la comisura de los labios y lo mandó lejos de la cama.
Tras unos instantes de duda, Luo tomó los palillos y probó su primera bola de jade, maravillado, lleno de una admiración mezclada con conmiseración. El caballero de Bai Ping que yo era les imitó. La salsa no estaba demasiado salada y el guijarro dejó en mi boca un sabor dulzón, algo amargo.
El viejo no dejaba de escanciar aguardiente en nuestros cubiletes y de pedirnos que «empináramos el codo con él» mientras los guijarros propulsados por nuestras tres bocas, en un movimiento parabólico caían, percutiendo, a veces, sobre los que tapizaban ya el suelo con un ruido claro, seco y alegre.
El viejo estaba muy en forma. Tenía también mucho sentido profesional. Antes de cantar, salió para detener la rueda que con tanta fuerza chirriaba. Luego cerró la ventana para mejorar la acústica. Con el torso desnudo aún, se ajustó el cinturón -un cordel de paja trenzada- y, por fin, descolgó del muro su instrumento de tres cuerdas.
– ¿Quieren escuchar viejos estribillos? -nos preguntó.
– Sí, es para una importante revista oficial-le confesó Luo-. Sólo usted puede salvamos, amigo mío. Necesitamos cosas sinceras, auténticas, con cierto romanticismo revolucionario.
– ¿Qué es eso del romanticismo?
Tras reflexionar, Luo posó la mano sobre su pecho, como un testigo que prestara juramento ante el cielo:
– La emoción y el amor.
Los dedos huesudos del anciano recorrieron silenciosamente las cuerdas del instrumento, que sujetaba como una guitarra. Resonó la primera nota y enseguida inició un estribillo con voz apenas audible.
Lo que primero captó nuestra atención fueron los movimientos de su vientre que, durante los primeros segundos, velaron por completo su voz, la melodía y todo lo demás. ¡Qué pasmoso vientre! De hecho, flaco como estaba, no tenía vientre en absoluto, pero su piel arrugada formaba innumerables pliegues minúsculos sobre su abdomen. Cuando cantaba, esos pliegues despertaban, se convertían en pequeñas olitas fluyendo y refluyendo por su vientre desnudo, iluminado, bronceado. El cordel de paja que le servía de cinturón comenzó a ondular locamente. A veces era devorado por el oleaje de su piel arrugada, y no se veía ya; pero cuando se lo creía definitivamente perdido en los movimientos de la marea, emergía de nuevo, digno e implacable. Un cordel mágico.
Muy pronto, la voz del viejo molinero, ronca y profunda a la vez, resonó con mucha fuerza en la estancia. Cantaba, y sus ojos navegaban sin cesar entre el rostro de Luo y el mío, unas veces con amistosa complicidad, otras con una fijeza algo huraña.
He aquí lo que cantó:
Dime:
¿De qué tiene miedo
un viejo piojo?
Tiene miedo del agua que hierve,
del agua que hierve.
y la joven monja, dime,
¿de qué tiene miedo?
Tiene miedo del viejo monje,
sólo, sólo
del viejo monje.
Soltamos una gran carcajada, Luo primero y luego yo. Intentamos contenernos, claro, pero la carcajada subía, subía y terminó estallando. El viejo molinero siguió cantando, con una sonrisa más bien orgullosa y oleadas de piel plisada en el vientre. Retorciéndonos de risa, Luo y yo caímos al suelo, sin poder detenernos.