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Con lágrimas en los ojos, Luo se levantó para coger una calabaza y llenar nuestros tres cubiletes, mientras el viejo cantor acababa su primer estribillo sincero, auténtico y dotado de romanticismo montañés.

– Brindemos primero por su maldito vientre -propuso Luo.

Con el cubilete en la mano, nuestro cantor nos permitió posar la mano en su abdomen y comenzó a respirar, sin cantar, sólo por el placer del espectacular movimiento de su vientre. Luego brindamos, y cada cual vació de un trago su cubilete. Durante los primeros segundos, nadie reaccionó, ni yo ni ellos. Pero, de pronto, algo subió por mi gaznate, algo tan extraño que olvidé mi papel y le pregunté al viejo, en perfecto dialecto sichuanés:

– Pero ¿qué es este matarratas?

Apenas pronunciada mi frase, los tres escupimos lo que teníamos en la boca, casi al mismo tiempo: Luo se había equivocado de calabaza. No nos había servido aguardiente sino el petróleo de la lámpara.

Desde su llegada a la montaña del Fénix del Cielo, era sin duda la primera vez que los labios del Cuatrojos se tensaban en una verdadera sonrisa de felicidad. Hacía calor. En su pequeña nariz cubierta de gotitas de sudor, las gafas resbalaban y, por dos veces, estuvieron a punto de caer y romperse, mientras estaba sumido en la lectura de las dieciocho canciones del viejo molinero que habíamos anotado en papel manchado de salsa salada, aguardiente y petróleo. Luo y yo estábamos tendidos en su cama, sin habernos tomado el trabajo de quitarnos la ropa y el calzado. Habíamos caminado casi toda la noche por la montaña y atravesado un bosque de bambúes donde unos gruñidos de invisibles fieras nos habían acompañado, a lo lejos, hasta el amanecer; de modo que estábamos a dos pasos de morir de agotamiento. De pronto, la sonrisa del Cuatrojos desapareció y su rostro se ensombreció.

– ¡Joder! -nos gritó-. Sólo habéis anotado porquerías.

Oyéndole gritar, habríase dicho que era un auténtico comandante, loco de cólera. No me gustó su tono, pero callé. Lo único que esperábamos de él era que nos prestase uno o dos libros, como recompensa por nuestra misión.

– Nos pediste auténticas canciones de montañés -recordó Luo con voz tensa.

– ¡Dios mío! Os advertí que quería palabras positivas, preñadas de romanticismo realista.

Mientras hablaba, el Cuatrojos sujetaba las hojas con dos dedos y las agitaba sobre nuestras cabezas; se oía el crujido del papel y su voz de maestro serio.

– ¿Por qué será que os sentís atraídos siempre por las guarradas prohibidas?

– No exageres -le dijo Luo.

– ¿Que yo exagero? ¿Quieres que le enseñe esto al comité de la comuna? Tu viejo molinero será acusado enseguida de propagar canciones eróticas, puede ir incluso a la cárcel, y no es una broma.

De pronto, lo detesté. Pero no era el momento de estallar, prefería esperar a que cumpliera su promesa de pasarnos algunos libros.

– Vamos, ¿a qué esperas para hacer de soplón? -le preguntó Luo-. Yo adoro a ese viejo, con sus canciones, su voz, los movimientos de su maldito vientre y todas esas palabras. Volveré para llevarle un poco de dinero.

Sentado al borde de la cama, el Cuatrojos puso sus piernas flacas y planas en una mesa, y releyó una o dos hojas.

– ¡Cómo habéis podido perder el tiempo anotando estas guarradas! ¡No puedo creérmelo! No sois tan idiotas para imaginar que un arribista oficial puede publicarlas. ¿Cómo va a abrirme esto las puertas de una redacción?

Había cambiado mucho desde que recibió la carta de su madre. Este modo de hablarnos hubiera sido impensable unos días antes. Yo no sabía que una pequeña esperanza en su porvenir podía transformar tanto a un tipo, hasta volverlo completamente loco, arrogante y poner en su voz tanto deseo y tanto odio. Seguía sin hacer la menor alusión a los libros que debía prestarnos. Se levantó, dejó las hojas de papel sobre la cama y fue a la cocina a preparar la comida y cortar verduras. Seguía sin callarse:

– Os aconsejo que recojáis vuestras notas y las arrojéis al fuego enseguida, o que las ocultéis en los bolsillos. No quiero ver ese tipo de guarradas prohibidas en mi casa, en mi cama…

Luo se reunió con él en la cocina:

– Suéltanos uno o dos libros y nos largamos.

– ¿Qué libros? -oí que preguntaba el Cuatrojos, mientras seguía cortando coles o nabos.

– Los que nos prometiste.

– ¿Me estás tomando el pelo, o qué? Me habéis traído unas sandeces lamentables, que sólo pueden crearme problemas. ¿Y tenéis la cara dura de presentármelo como…?

De pronto, calló y se lanzó hacia la alcoba con el cuchillo en la mano. Recogió las hojas esparcidas por la cama, se acercó a la ventana para aprovechar mejor la luz y volvió a leerlas.

– ¡Dios mío! Estoy salvado -gritó-. Me bastará con cambiar un poco el texto, añadir unas palabras, suprimir otras… Mi cabeza funciona mejor que la vuestra. ¡Sin duda soy más inteligente!

Y sin pensarlo nos hizo una demostración de su versión adaptada y trucada, con el primer estribillo:

Dime:

¿De qué tienen miedo

los pequeños burgueses?

De la ola bullente

del proletariado.

Dando un fulgurante respingo, me levanté y me arrojé sobre él. Sólo quería arrebatarle las hojas, impulsado por la cólera, pero mi gesto se transformó en un fuerte puñetazo en el rostro, que lo hizo vacilar. La parte posterior de su cabeza golpeó el muro, rebotó, el cuchillo cayó y su nariz comenzó a sangrar. Quise recuperar nuestras hojas, hacerlas pedazos y metérselas en la boca, pero no las soltó.

Como hacía tiempo que no me peleaba, tuve un momento de indecisión y no comprendí lo que ocurría. Le vi abrir la boca de par en par, pero no oí su aullido.

Cuando volví en mí, Luo y yo estábamos sentados junto a un sendero, bajo una roca. Luo señaló mi chaqueta Mao, manchada con la sangre del Cuatrojos.

– Pareces un héroe de película de guerra -me dijo-. Ahora, Balzac se ha terminado para nosotros.

Cada vez que me preguntan cómo es la ciudad de Yong Jing, respondo sin excepción con una frase de mi amigo Luo: «Es tan pequeña que si la cantina del ayuntamiento prepara buey encebollado, toda la ciudad olfatea su aroma.»

De hecho, la ciudad tenía una sola calle, de unos doscientos metros, en la que estaban el ayuntamiento, la oficina de correos, una tienda, una librería, un instituto y un restaurante, detrás del cual había un hotel de doce habitaciones. Al salir de allí, agarrado a la ladera de una colina, se hallaba el hospital del distrito.

Aquel verano, el jefe de nuestra aldea nos envió varias veces a la ciudad para asistir a proyecciones de películas. A mi entender, la razón oculta de aquellas liberalidades era la irresistible seducción que sobre él ejercía nuestro pequeño despertador, con su orgulloso gallo de plumas de pavo real, que picaba un grano de arroz cada segundo; aquel ex cultivador de opio, convertido en comunista, se había enamorado de él locamente. El único medio de poseerlo, aunque sólo fuera por poco tiempo, era mandarnos a Yong Jing. Durante los cuatro días que tardábamos en ir y volver, se convertía en dueño del despertador.

A finales del mes de agosto, es decir, un mes antes de la pelea que provocó la congelación de nuestras relaciones diplomáticas con el Cuatrojos, acudimos de nuevo a la ciudad, pero esta vez llevamos con nosotros a la Sastrecilla.

La película, proyectada al aire libre en la cancha de baloncesto del instituto, atestada de espectadores, seguía siendo aquella vieja película norcoreana, La pequeña florista, que Luo y yo ya habíamos contado a los aldeanos. La misma película que, en casa de la Sastrecilla, había hecho derramar cálidas lágrimas a las cuatro viejas brujas. Era una mala película. Ni siquiera era preciso verla dos veces para saberlo. Pero aquello no consiguió echar a perder por completo nuestro buen humor. En primer lugar, estábamos contentos de poner, de nuevo, los pies en la ciudad. ¡Ah!, la atmósfera de la ciudad, incluso la de una ciudad apenas mayor que un pañuelo de bolsillo, conseguía, se lo aseguro, que el olor de un plato de buey encebollado no fuera el mismo que en nuestra aldea. Y además, tenía electricidad, no sólo lámparas de petróleo. No quiero decir, sin embargo, que ambos fuéramos obsesos de la ciudad, pero nuestra misión, que consistía en asistir a una proyección, nos ahorraba cuatro días de tareas en los campos, cuatro días de transporte de «abono humano y animal» a la espalda, o de labor en el barro de los arrozales, con búfalos cuyas largas colas podían siempre golpearte de lleno el rostro.