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Otra razón que nos ponía de buen humor era la compañía de nuestra Sastrecilla. Puesto que llegamos después de que comenzara la proyección, sólo quedaban lugares de pie, detrás de la pantalla, donde todo estaba invertido y todos eran zurdos. Pero ella no quiso perderse el raro espectáculo. Y para nosotros era un regalo contemplar su hermoso rostro brillando con los reflejos coloreados, luminosos, que la pantalla enviaba. A veces, su cara era devorada por la oscuridad, y entonces sólo se veían sus ojos en la negrura, como dos manchas fosforescentes. Pero de pronto, en un cambio de plano, aquella cara se iluminaba, se coloreaba y florecía en el esplendor de su ensueño. De todas las espectadoras, que por lo menos eran dos mil, si no más, ella era sin duda la más hermosa. Una especie de vanidad masculina ascendía de lo más profundo de nosotros mismos, ante las celosas miradas de los demás hombres que nos rodeaban. En plena sesión, tras media hora de película, aproximadamente, la Sastrecilla volvió la cabeza y me susurró al oído algo que me fulminó:

– Es mucho más interesante cuando tú lo cuentas.

El hotel donde nos alojamos era muy barato, cincuenta céntimos por habitación, apenas el precio de un plato de buey encebollado. Dormitando en una silla, en el patio, el guardián nocturno, un anciano calvo al que conocíamos ya, nos indicó con el dedo una habitación cuya luz estaba encendida, diciéndonos en voz baja que una mujer elegante, de unos cuarenta años, la había alquilado para pasar la noche; procedía de la capital de nuestra provincia y se marchaba al día siguiente hacia la montaña del Fénix del Cielo.

– Viene a buscar a su hijo -añadió-. Le ha encontrado un buen puesto en su ciudad.

– ¿Está su hijo reeducándose? -le preguntó Luo.

– Sí, como vosotros.

¿Quién podía ser el afortunado, el primer liberado del centenar de jóvenes reeducados de nuestra montaña? La cuestión nos obsesionó durante la mitad de la noche, por lo menos; nos torturó el espíritu, nos mantuvo en una enfebrecida vela, nos corroyó de envidia. Las camas del hotel se habían vuelto abrasadoras, era imposible dormir allí. No conseguíamos adivinar quién era aquel suertudo, aunque habíamos enumerado los nombres de todos los muchachos, a excepción de los de los «hijos de burgués» como el Cuatrojos, o de los «hijos de enemigos del pueblo», como nosotros, es decir, de los que tenían tres sobre mil de posibilidades.

Al día siguiente, en el camino de regreso, encontré a la mujer que había venido a salvar a su hijo. Fue justo antes de que el sendero se elevase por los roquedales y desapareciera en las nubes blancas de las altas montañas. Bajo nuestros pies se extendía una inmensa ladera, cubierta de tumbas tibetanas y chinas. La Sastrecilla había querido mostrarnos dónde estaba enterrado su abuelo materno, pero como no me gustaban mucho los cementerios, los había dejado entrar sin mí en el bosque de losas sepulcrales, algunas de las cuales estaban medio enterradas en el suelo y otras ocultas por lujuriantes hierbas.

A un lado del sendero, bajo una arista rocosa que sobresalía, encendí una hoguera, como de costumbre, con ramas y hojas secas, y saqué de la bolsa unas patatas dulces que metí en las cenizas para que se asaran. Entonces apareció la mujer, sentada en una silla de madera sujeta a la espalda de un joven por dos correas de cuero. Sorprendentemente, en aquella posición tan peligrosa, demostrando una calma casi inhumana, hacía calceta, como la hubiera hecho en su balcón. De estrecho talle, llevaba una chaqueta de pana verde oscuro, un pantalón beige y un par de zapatos de suela plana, piel flexible y un tono verde descolorido. Al llegar a mi altura, el porteador quiso hacer un alto y depositó la silla sobre una roca cuadrada. Ella siguió con su calceta, sin bajar de la silla, sin lanzar ni una sola ojeada a mis patatas asadas ni dirigir la menor frase amable a su porteador. Le pregunté, imitando el acento local, si se había alojado la víspera en el hotel de la ciudad. Ella asintió con un simple movimiento de cabeza y continuó su calceta. Era una mujer elegante, rica sin duda, a la que nada, aparentemente, podía asombrar.

Con una ramita de árbol, pinché una patata dulce del humeante montón y la palmeé, para limpiarla de tierra y cenizas. Decidí cambiar de pronunciación.

– ¿Desea probar un asado montañés?

– ¡Su acento es de Chengdu! -me gritó, y su voz era dulce y agradable.

Le expliqué que mi familia vivía en Chengdu, de donde yo procedía efectivamente. Bajó enseguida de su silla y, con la calceta en la mano, vino a acuclillarse ante mi hoguera. Sin duda no estaba acostumbrada a sentarse en semejante lugar.

Tomó la patata dulce que yo le tendía y la sopló, con una sonrisa. Dudaba en morderla.

– ¿Qué está haciendo usted aquí? ¿Reeducarse?

– Sí, en la montaña del Fénix del Cielo -le respondí, buscando otra patata entre las brasas.

– ¿De verdad? -exclamó-. También a mi hijo lo reeducan en esa montaña. Tal vez lo conozca. Al parecer es el único de ustedes que lleva gafas.

Perdí la patata dulce y mi rama pinchó en el vacío. Mi cabeza comenzó a zumbar de pronto, como si hubiera recibido un bofetón.

– ¿Es usted la madre del Cuatrojos?

– Sí.

– ¡De modo que él es el primer liberado!

– Oh, ¿está usted al corriente? Sí, trabajará en la redacción de una revista literaria de nuestra provincia.

– Su hijo es un auténtico especialista en canciones montañesas.

– Lo sé. Antes, temíamos que perdiera el tiempo en esta montaña. Pero no. Ha recopilado canciones, las ha adaptado, modificado, y los textos de esos cantos campesinos han gustado enormemente al redactor jefe.

– Ha podido hacer ese trabajo gracias a usted. Le dio muchos libros para que los leyera.

– Sí, claro.

De pronto, calló y clavó en mí una mirada desconfiada.

– ¿Libros? Nunca -me dijo con frialdad-. Muchas gracias por la patata.

Era realmente susceptible. Lamenté haberle hablado de los libros viendo cómo devolvía, discretamente, su patata dulce al humeante montón, se levantaba y se disponía a partir.

De pronto, se volvió hacia mí y me hizo la pregunta que yo temía:

– ¿Cómo se llama usted? Cuando llegue, le diré a mi hijo que lo he conocido.

– ¿Mi nombre? -dije con tímida vacilación-. Me llamo Luo.

Apenas la mentira brotó de mi boca, me lo reproché mucho. Todavía me parece oír a la madre del Cuatrojos exclamando con voz dulce, como si de un viejo amigo se tratara:

– ¡Es usted el hijo del gran dentista! ¡Qué sorpresa! ¿Es cierto que su padre cuidó los dientes de nuestro presidente Mao?

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Mi hijo, en una de sus cartas.

– No lo sé.

– ¿Su padre no se lo contó nunca? ¡Qué modestia! Debe de ser un gran, un grandísimo dentista.

– Ahora está encarcelado. Lo consideran un enemigo del pueblo.